La retórica independentista y la izquierda menguante
Durante los últimos años, la sociedad española se ha visto sometida a fuertes tensiones motivadas por una retórica tergiversada. Los independentistas catalanes han pretendido que su ataque contra los pilares de nuestra democracia se ha llevado a cabo en nombre de los más puros ideales democráticos, creando una confusión que les ha servido para defender sus intereses. No así los de la izquierda moderada, la gran perjudicada del nuevo reordenamiento político causado por la ofensiva. Su torpe manejo del problema le ha restado apoyos y, en un entorno revuelto, no ha logrado capitalizar en su beneficio el hundimiento de los populares.
¿Cómo hemos llegado a esta situación?
El independentismo catalán era un movimiento marginal, hasta que, aprovechando la coyuntura de una grave crisis económica y el descubrimiento de numerosos casos de corrupción, sus dirigentes consiguieron imponer la idea de que la Transición había sido un fiasco. Pretendían con ello desprestigiar un sistema, que, por basarse en pactos y concesiones, se oponía a la implantación de su programa. No tiene nada de extraño que los independentistas encontraran desde el principio un valioso aliado en la extrema izquierda, el otro gran damnificado de la línea moderada que había decidido seguir el país en esa nueva etapa de su historia. Es hasta cierto punto lógico, asimismo, que arrastrara en su aventura a la mayoría del nacionalismo catalán, ya que, por su misma esencia, el nacionalismo, cuando se convierte en un programa político, alienta un fuerte componente de intolerancia. Lo que no puede explicarse tan fácilmente es que atrajera a sus posiciones a una buena parte de la izquierda moderada.
Durante varios años, tergiversando conceptos de una fuerte carga emocional, las consignas que hicieron circular deambularon a sus anchas por nuestros medios de comunicación. Pacto de silencio, amnesia histórica, poder popular, derecho a decidir. La gravedad de las acusaciones contra nuestra democracia, exigía un debate serio en el que se matizaran conceptos y se deslindaran responsabilidades. ¿Era el sistema nacido durante la Transición responsable de los males que se le achacaban? Todo hace pensar que no. Pero la discusión que se produjo fue por lo general de trazo grueso, tal y como convenía a los que proponían la necesidad de "una Segunda Transición democrática y plurinacional". No necesito señalar a nadie. Ahí están las hemerotecas para quien quiera consultarlas. La ofensiva se inició con el artículo de Carod Rovira y otros líderes independentistas en "El País" el 31 de marzo del 2004.
El daño que de ese modo se causó a nuestra sociedad fue enorme. Porque el ataque a la Transición implicaba cuestionar las bases en que se sustentaba nuestro actual sistema político y, por tanto, su calidad democrática. Alegremente, nos embarcamos en una campaña de acoso y derribo, sin comprender muy bien sus peligros. La estrategia era clara: si nuestra democracia era una herencia del franquismo, estaba justificado acabar con ella.
Con la aplicación del 155, la ofensiva entró en una nueva fase retórica. Tras la "intromisión" de la Justicia para exigir responsabilidades a los líderes independentistas por los graves sucesos de octubre, los publicistas del procés comenzaron a hablar de dictadura, de presos políticos, de exiliados, de Comités de Defensa de la República, pretendiendo constituirse en albaceas de un legado que posee un enorme prestigio. Por supuesto, manipulándolo a su antojo. Porque en la Segunda República confluyeron diversos proyectos políticos que en modo alguno son intercambiables. Comunistas, anarquistas, socialistas, independentistas vascos y catalanes, perseguían objetivos, no solo diferentes, sino en gran parte incompatibles. Hasta el punto de que sus rivalidades se resolvieron a veces en violentos enfrentamientos.
Una de las ramas del republicanismo, tal vez la más olvidada, es la de los demócratas que deseaban implantar en España un sistema político similar al de nuestros vecinos europeos. Sus modelos eran Francia e Inglaterra. Si nos atenemos a ese grupo, es posible afirmar que los acuerdos de la Transición son los que mejor supieron rescatar su legado. A diferencia de lo que había sido tradicional en España, las algaradas, revueltas y golpes de estado, la Transición propició una forma de ejercer el poder basada en el diálogo y en la búsqueda de acuerdos, en flexibilizar posturas, hacer concesiones y facilitar pactos. No cambió solo el poder, sino la forma de ejercerlo. Se produjo de ese modo una auténtica revolución que facilitó la implantación en España de la primera democracia exitosa de nuestra historia.
En la Transición se crearon espacios medios de entendimiento y se relegó a los extremistas a una posición secundaria. Que es, justamente, lo que se ha cuestionado en la denominada Segunda Transición, cuando se ha permitido que los radicales ocupen el centro del debate, devolviéndonos a un escenario de crispación que conocemos muy bien.
Los resultados, a la vista están.
El mayor logro del independentismo catalán ha consistido en convencer a una buena parte de la izquierda moderada de que la democracia española no es sino un franquismo disfrazado, convirtiéndola en el enemigo común. Todavía hace unos días, desfilaban los representantes de UGT y CCOO con los independentistas por las calles de Barcelona, legitimando sus posiciones y asumiendo sus planteamientos. O, al menos, ofreciendo a la prensa una imagen que solo sirve para crear confusión.
Actuando de un modo errático, intentando nadar entre dos aguas en un asunto tan grave, la izquierda ha hecho un flaco servicio a nuestra democracia y se ha deslegitimado a sí misma. Su postura tibia frente al independentismo ha reducido el socialismo catalán a su mínima expresión y, si no corrige el rumbo, hará lo mismo con el partido a nivel estatal. Porque la moderación solo puede ejercerse con los que están dispuestos a hacer concesiones y a renunciar a parte de su programa para mejorar la convivencia, no con los que, si en algo han cambiado, ha sido para radicalizar las posiciones que mantenían hace cuarenta años.
La culpa de la grave situación que se ha creado la tenemos todos los españoles, unos por acción y otros por omisión. La tienen los políticos corruptos, los banqueros rapaces y los empresarios deshonestos; todos aquellos que, ante una crisis económica de trágicas consecuencias, mostraron una imperdonable falta de sensibilidad hacia el sufrimiento de los débiles. Con su comportamiento insolidario (y, a fin de cuentas, torpe) crearon el caldo de cultivo para aumentar la crispación social y fortalecer el radicalismo. Pero la tienen también los que, conociendo desde tiempo atrás que esos males existían, prefirieron no denunciarlos. Y los que observaron que crecía la confusión y no se preocuparon por deslindar responsabilidades, permitiendo el desprestigio de nuestro sistema democrático. La lista es larga.
Limpiar la realidad española de los males endémicos que la aquejan era (y es) una necesidad apremiante. Pero la inflexibilidad contra la corrupción y contra todo tipo de abusos no implica en modo alguno que se deba ser intolerante con las ideas de los demás. No podemos permitir que se confundan los términos. Una democracia, para funcionar bien, necesita moderación en la negociación de la convivencia, y, por ello mismo, aunque parezca paradójico, debe ser firme con los intransigentes. Cuando los radicales se adueñan del espacio público, la democracia se ve sometida a tensiones que, si no se saben resolver, pueden acabar con ella. Especialmente, si un grupo en el poder decide actuar al margen de la Constitución, tal y como ha sucedido con el independentismo catalán. Frente al mayor reto que ha confrontado nuestra democracia en sus cuarenta años de historia, es imprescindible desenmascarar su discurso y ofrecer una imagen de unidad. Porque sus intereses no son los nuestros.