La razón poética de Alberto Conejero
Siempre que leo un texto de Alberto Conejero, aunque solo sea un rápido mensaje de messenger, encuentro en sus palabras un sabor a metáforas que parecen estar siempre luchando contra los barrotes de la jaula. La sed de infinitud, que decía Carmen Martín Gaite. Hay en sus renglones, como también adivino en su rostro de adolescente que todavía desea cambiar el mundo, una permanente búsqueda del sentido último de la poesía que habita en la razón. Es imposible no recordar a María Zambrano revoloteando entre sus líneas. Y todo ello en un época poco dada a buscar argumentos con las armas de la belleza.
En su obra Todas las noches de un día, que ahora se representa en el Bellas Artes de Madrid, Alberto nos enreda en ese mundo que él trata no sé si de dominar, pero sí como mínimo de entender, con la ayuda de palabras que nos abrazan/inquietan/sacuden/acarician. La obra, que es como un juego de puertas que se abren y se cierran, un laberinto en el que conviven amores y fantasmas, heridas sin cicatrizar y plantas sanadoras, nos interpela como toda obra de arte que nace de las entrañas. Pero no lo hace con el plomo de una sacudida jerárquica, sino con esa enredadera que el autor teje de manera inteligente. La historia de Samuel y Silvia, dos eses que sinuosas sobreviven entre desasosiegos, y que bien podrían ser dos personajes de Tennessee Williams, es el pretexto perfecto para que nos miremos en una mujer obligada a ser mujer en un mundo de hombres, y a un hombre que, tal vez sin ser consciente, lucha contra lo que ese mundo espera de él.
Carmelo Gómez, con una presencia y una voz que bastan por sí solas para abrir cualquier puerta, es en la obra un hombre que cuida. De las plantas, de Silvia, de la vida. Un tipo que sabe mucho de raíces y también por tanto de las flores que luchan buscando el sol. Samuel bien podría ser uno de esos "nuevos hombres buenos" de los que habla Ritxar Bacete, un ser de fragilidades y ternura, capaz de comprender el orden amoroso de la vida. Ese orden que sobrevive a duras penas en un invernadero, refugiado de tormentas y de las pisadas de los hombres que amenazan. Ella, Silvia, una Ana Torrent que va creciendo a medida que avanza la obra, es una mujer aparentemente fuerte, pero rota por puñales masculinos. Libre sí, tal vez libre, pero no autónoma. Como una heroína lorquiana que se sabe el nombre de todas las plantas y que, de rojo, intenta hacernos ver que puede ser incluso una mujer fatal.
Todas las noches de un día, mimada por una escenografía y por una música que nos hacen pensar en una enorme pantalla de cine, es una prueba más de cuánto necesitamos voces como la de Alberto Conejero. En el teatro, el cine, en la literatura, en la vida. Y no sólo por su desnuda complicidad con esa razón poética que nos ilumina, sino también por esa mirada suya sobre unas masculinidades que deberían reconciliarse con la vulnerabilidad. Esas que todavía hoy se empeñan en vivir todas las noches como si fueran días de vino y rosas. Un hilo contemporáneo que une a Silvia con las Rositas y Adelas de hace ya casi un siglo. Las eternamente calladas en días que de oscuros parecían noches. Esas que Alberto Conejero ilumina para salvarnos de la oscuridad.
Este post fue publicado inicialmente en el blog del autor.