La primera impresión cuenta y mucho
Nuestro cerebro tiene un radar cognitivo capaz de etiquetar a una persona nada más conocerla, pero no es infalible, existen sesgos cognitivos que le conducen a error.
Jackson Brown, un publicista estadounidense, decidió escribir una larga carta con recomendaciones a su hijo cuando se fue a estudiar a la Universidad, lejos del domicilio familiar. A Adam le agradó tanto aquel compendio paterno que decidió fotocopiarlo y compartirlo con sus compañeros de clase.
A las pocas semanas se había hecho viral entre los universitarios, y una editorial pidió permiso a los Brown para darle forma y publicarlo en formato libro. Su título fue Life’s Little Instruction Book (El pequeño libro de instrucciones para la vida), y no tardó en convertirse en un best-seller ni en ser traducido a más de treinta idiomas.
Entre los numerosos consejos que allí aparecen nos quedamos con uno: “Nunca existe una segunda oportunidad para causar una buena impresión”.
Las cejas juegan un papel crucial
Las primeras impresiones que generamos cuando conocemos a una persona se forman en dos áreas cerebrales específicas: la amígdala cerebral y la corteza cingular posterior, dos regiones implicadas en la información emocional y en la representación de los valores. Se ha calculado que tardamos menos de diez segundos en generar una primera impresión sobre una persona que acabamos de conocer.
Lo primero que valora nuestro cerebro es si constituye una amenaza para nosotros y, a continuación, realiza juicios de valor sobre su atractivo y su personalidad. Ahora bien, ¿en qué parte de la anatomía nos detenemos cuando conocemos a alguien por vez primera? ¿En su boca? ¿En sus manos? ¿En sus ojos?
Para dar respuesta a esta cuestión, un grupo de investigadores de la Universidad Lethbridge (Canadá) realizó un estudio en el que los participantes debían identificar las fotos de 25 personas famosas a las que se había ocultado alguna parte de su rostro. En el 56% de los casos fueron capaces de reconocerlas cuando no se mostraban los ojos, pero la cifra se redujo al 46% cuando lo que se velaba eran las cejas.
De esta forma, los autores del estudio concluyeron que la parte más importante del rostro —en una primera impresión— no son los ojos ni la boca, como podríamos pensar a priori, sino las cejas.
Las cejas son un elemento muy importante de nuestra imagen, ya en el Antiguo Egipto su depilación completa era un símbolo de pureza y las mujeres se oscurecían las cejas con kohl, un polvo elaborado a base de plomo, para ensalzar su belleza. Con este pigmento, además, trataban de agradar al dios Horus, ahuyentar los malos espíritus y prevenir la aparición de algunas enfermedades.
Nuestro radar cerebral también se equivoca
La experiencia nos demuestra que, a veces, nuestras primeras impresiones son erróneas, y es que nuestro radar cognitivo no es infalible. En 1920 el psicólogo Edward L Thorndike (1874-1949), a partir de unas investigaciones llevadas a cabo en el ejército estadounidense, observó que los oficiales atribuían a sus soldados unos valores positivos o negativos a partir de una primera impresión.
La valoración positiva es un sesgo cognitivo que se conoce como “efecto Halo”, mientras que si atribuimos rasgos o cualidades negativas a alguien sin tener suficiente información estamos bajo las garras del efecto Horn —en inglés significa ‘cuerno’ y su denominación está en relación con los cuernos del diablo—. En ambos casos se produce una generalización errónea a partir de una primera cualidad.
Nuestro cerebro establece ambos sesgos cognitivos diariamente y de forma natural e inconsciente, y obedecen a una necesidad suya de hacer una rápida idea de todo aquello que nos rodea. Quizás el principal problema de estos sesgos es que cuesta mucho trabajo revertirlos, siendo complicado liberarnos de su parcialidad inconsciente o implícita. En definitiva, la primera impresión cuenta y mucho.