‘La Orestiada’, palabras ajustadas a la opinión pública
Comienza la 63 edición del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida con ganas. Lo hace con La Orestiada un texto de Esquilo versionado por el poeta Luis García Montero y con un gran elenco que incluye dos rostros televisivos bien conocidos como son Amaia Salamanca y Ricardo Gómez (el chaval ya crecido de Cuéntame).
Además, incluye nombres muy atractivos para los aficionados como son Ana Wagener, en un papel estelar, o el de José Carlos Plaza, a la dirección . Acompañados de un elenco numeroso, música, proyecciones. Anuncia, en definitiva, un gran espectáculo para un gran escenario, por tamaño y por lo que ha pasado por allí, con un gran auditorio que hay que llenar durante cinco noches seguidas. Por tanto, la expectación entre el público, las fuerzas vivas y los profesionales estaba asegurada.
¿Cubre el montaje estas expectativas? No. Se trata de un montaje irregular en lo actoral. A la presencia escénica de Ana Wagener (¿cómo lo hace para llenar siempre en presente ya sea un pequeño o un gran escenario?) o de Roberto Álvarez, incluso, de Juan Fernández, se añaden otras formas de estar en escena.
Como la hermosa lucha de Ricardo Gómez por hacer su personaje como le han dicho o la decepción (del espectador medio) con Amaia Salamanca. Más por cómo ha sido puesta en escena, fea y contrita, como se suele poner a todas las bellas en obras dramáticas, que por ella. Puesta así, no sea que el público, que está esperando su salida como agua de mayo, se confunda y no sepa apreciar su competencia actoral o no sepa apreciar lo que dice deslumbrada por su belleza. Estrellas mediáticas entre las que se pierde el trabajo eficaz de María Isasi, sobre todo en el segundo papel que interpreta en la segunda parte. Un trabajo que merece una mayor atención y mejor apreciación por parte de los que miran y escuchan lo que pasa en escena.
Tampoco funciona la forma en la que el coro dice sus textos. Un coro de "ciudadanos" que repiten los versos del poeta a la vez pero no completo, dejando en el aire un eco de palabras, de trozos de frases, tratado de forma polifónica que, sobre todo al principio, dificulta entender lo que dicen y entender para qué lo dicen. Y que el público aprende a entender y a interpretar a medida que sucede el espectáculo.
Ocurre lo mismo con otros elementos. Como por ejemplo la música que empieza mal y va dejando ese aspecto de música impuesta para acabar empastando con el espectáculo. Se echa en falta el que no se haya acudido a algún gran compositor contemporáneo para poner música a este texto, como sí se ha acudido a un gran poeta contemporáneo para versionarlo.
Se salvan, sin embargo, el trabajo con las proyecciones y con la luz que saca todo el partido al antiguo escenario y da el tono y el tenue color que necesita una tragedia como esta. Sorprendente por su aparente sencillez y su simple y eficaz belleza. Una iluminación que contribuye a realzar esas atractivas imágenes que José Carlos Plaza ha creado mediante la disposición de actores en escena. Cuadros vivientes de una Grecia imaginaria.
Montaje este que va aclarando su puesta, sus intenciones, a medida que sucede en escena y los elementos van encajando. A medida que la voz de los poetas, el antiguo Esquilo y el moderno Luis García Montero, desgranan la trama de asesinatos necesarios para mantener la tiranía impuesta por Clitemnestra y su amante, para mantenerse en el poder. A medida que cuentan cómo los asesinatos y los formalismos para que el joven Orestes, hijo de la adultera Clitemnestra y del rey Agamenon, ocupe dicho poder de una forma justa. El poder, justo o injusto, como el único legalizado para ejercer la violencia para que pase lo que pase mantenerse en el poder.
Mientras, ¿qué hace el coro? ¿Qué hacen los "ciudadanos"? Observan pasivos y se convierten en un estado de opinión. Una opinión que en épocas de tiranías calla porque ha aprendido, han visto, que torres más altas y poderosas han caído perdiendo la vida, perdiendo, si se traduce al lenguaje más contemporáneo, su bienestar.
Un estado de opinión incapaz de mantenerse en actitud crítica cuando se le da la ocasión. A la que las palabras la confunde. Palabras que no pesan, palabras que son solo espíritu, que son solo palabras. Unos ciudadanos a los que se le construye un estado de opinión con las palabras justas, con las palabras ajustadas nacidas de las pequeñas y más injustas emociones. Un estado de opinión que las repite obedientemente.