La ocupación rusa de Ucrania y el riesgo de guerra civil
Rusia deberá mantener a un gobierno filorruso que tendrá que sofocar una resistencia armada interna importante que ya está organizándose para combatir al ocupante opresor.
Putin ha señalado de forma repetida que su idea es no quedarse en Ucrania pero, después de un mes de operaciones militares y de guerra extendida, lo disimula mal. No obstante, más allá de la escenografía de las conversaciones sucesivas en Gómel y Anatolia, una vez eliminada la idea de dar una salida negociada ocupando zonas estratégicas vitales para el interés ruso, que habría sido lo más inteligente (por ejemplo, un corredor que comunicara las repúblicas separatistas en el Donbás con Crimea) y con las tropas entrando en Kiev, parece imprescindible analizar el escenario inevitable que se plantea consumada la ocupación. Analizados hasta la saciedad los costes internos y externos de una intervención directa o indirecta en el conflicto en este momento, el Pentágono, el mando operativo militar de la Alianza Atlántica y la recién despertada vocación defensiva de la UE, ya se encuentran planificando el día de después y han pasado a la segunda pantalla de este juego macabro.
Llegados a este punto de escalada en el conflicto ya es imposible restañar las heridas y a Putin no le queda otra que “ejemplificar” dominando todo el territorio para establecer el gobierno ucraniano “amigo” que ya tiene pensado; probablemente con un papel destacado de las repúblicas autoproclamadas independientes de Donetsk y Lugansk. Sin embargo, para ello necesitará muchos más efectivos que esas fuerzas que, de forma demagógica en su declaración de guerra, ha señalado que serán “mantenedores de la Paz y del equilibrio territorial”. Esas “fuerzas de paz” deberán mantener a un gobierno filo ruso que tendrá que sofocar una resistencia armada interna importante que ya está organizándose para combatir al ocupante opresor: el “közel ruski”. Probablemente estamos viviendo en estas horas, la caída de un gobierno y a la vez el nacimiento de una gran insurgencia que se oponga al invasor ruso que, no conviene olvidar, cuenta con grandes apoyos dentro la población eslava y no eslava en ese país. En conclusión, estamos asistiendo en vivo y en directo, al nacimiento larvado de la guerra civil en Ucrania.
Gracias a la agresión de Putin, el nacionalismo populista ucraniano que mira hacia Europa -intentando superar el miedo histórico al Mr. Hide de su ADN especialmente entre los más jóvenes- alienta el fervor antirruso que llama a la resistencia armada de todos los patriotas, dentro y fuera del país, capaces de empuñar un arma contra el “oso agresor”. Los ucranianos es claro que han pasado los últimos ocho años planificando, entrenando y equipándose para resistir la ocupación rusa. Ucrania ya sabía que está sola, que nadie iba a acudir en su auxilio, que ninguna fuerza estadounidense o de la OTAN acudiría a su rescate militar pagando el coste en vidas, económico o energético que ello puede suponer; mucho mayor que cualquier tipo de sanción. Su estrategia en este momento no pasa por revertir la invasión rusa, sino por sangrar a Moscú a corto, medio y largo plazo para hacer insostenible la ocupación.
La futura resistencia insurgente contaría con la mayor ventaja que pueda tener cualquier tipo de resistencia armada, como han demostrado los conflictos históricos que se enseñan en las academias militares en la asignatura de geoestrategia en los casos de una intervención militar extranjera: Vietnam en los sesenta, Afganistán en 1979, Centroamérica a principio y mediados de los ochenta, Afganistán nuevamente en 2001 e Irak en 2003. Esa ventaja estratégica no es otra que la geografía y la orografía del escenario en el que se desarrolla el conflicto. Ucrania limita con cuatro estados de la OTAN: Hungría, Polonia, Rumania y Eslovaquia. Bielorrusia, un aliado de Rusia, limita con Polonia al oeste y con otro miembro de la OTAN, Lituania, al norte. Estas largas y permeables fronteras ofrecen a Estados Unidos, a la OTAN y a la propia UE, una forma duradera de apoyar la resistencia ucraniana, manteniendo una insurgencia a largo plazo, pero también la posibilidad de apoyar a la oposición en Bielorrusia si Estados Unidos y sus aliados, más aún, después del papel jugado por ese régimen, de “puertas abiertas” al invasor ruso, deciden ayudar de forma encubierta a la oposición al régimen de Lukashenko para forzar su derrocamiento.
Esta ola de agitación, iniciado el tsunami insurgente y el enfrentamiento civil, podría incluso afectar a operaciones para desestabilizar a otros países amigos de Moscú, como Kazajstán, e incluso, extenderse a la misma Rusia con dinámicas de protestas internas contra la guerra que pudieran fortalecer a la permanentemente reprimida oposición interna. Putin puede ganar la batalla del control del territorio y del gobierno en Ucrania, para luego perder la guerra con una insurgencia permanente con apoyos duraderos.
Como sobra señalar, teniendo en cuenta anteriores guerras que pasan de “alta” a “baja” intensidad -mucho más cuando están implicadas potencias nucleares-, dichas operaciones de apoyo a estos nuevos luchadores por la libertad serían abiertas en lo militar y encubiertas en el juego sucio y mafioso de los intereses en juego. En todo caso, tendrían el riesgo permanente de escalar a un conflicto, incluso global; ese gran riesgo que nadie quiere, pero al que siempre estamos condenados al no aprender las lecciones devastadoras de nuestra historia más reciente: el coste que tiene derrocar militarmente a gobiernos y por la fuerza rediseñar fronteras.