La obscena boda sevillana
Reconozco que me quedé flipada...
Me resultó imposible, por mucho que lo intenté, sustraerme a esa ceremonia-evento-circo tan propia de la cultura del espectáculo. De nuevo otra boda del año. O la penúltima horterada del año. Ese fin de semana precisamente me había propuesto desconectar de cualquier cosa que estorbara mi tranquilidad y equilibrio cerebral. Claro que, oh ingenua de mí, yo pensaba en el estercolero político con sus abyectos intercambios de cromos y tronos.
Aposté, al estar en Madrid, por la Feria del libro, una cena veraniega con mis amistades y un romántico y estimulante paseo por el Jardín Botánico. Ni por esas. Para tales quehaceres me di un pase por mi salón de peluquería, viajé en el metro, me abstuve de preguntar y no abrí la boca sobre “El Temazo”. En la cena con algunas de mis amistades, todas super intelectuales, profesionales liberales y mentes progresistas, futuristas y avant la lettre modernas y cultas , conté con malicia el tiempo que dedicaron (al menos casi dos horas) a poner verde el traje de la novia, las flores de su ramo, los horrendos modelismos de la variopinta pléyade de personas invitadas, los fastos del banquete, las atracciones de feria con las que tan poderosos novios agasajaron al personal, la cantidad de aviones privados que aterrizaron en el aeropuerto de Sevilla (obligado a triplicar su personal)... En definitiva, fue un puntilloso ejercicio de desguace a la totalidad de la ceremonia y en negativo.
Asimismo, en el metro de la capital sentadas a mi lado dos adolescentes de no más de dieciséis años, Twitter en mano, lo iban retransmitiendo sin pudor y a grito pelado. Mi pedacito de alma cotilla no luchó para levantarme y huir sudando decepción. Me regodeé en sus comentarios. Fue así como tuve noticia de que la mediática novia había prohibido colores en las indumentarias de las damas, cinco en total, imperativo al que todas se plegaron sin rechistar. Tan solo dos se rebelaron ante semejante medida de prepotencia y falta de consideración. Aleluya por ellas, pensé para mis adentros, pero reconozco que me quedé flipada. A partir de ese momento desarollé o recordé una teoría. Estaba tan atribulada que ni la recuerdo. Algo así como la posible propagación de una nueva tendencia, no estoy segura si filosófica, que denominé como el pensamiento inmediato, una novísima forma de reflexión canival que nos devora con avidez y brevedad. Mi inseguridad vital contempla la duda de quién descuartiza a quien en primera convocatoria.
En esta sociedad del espectáculo, como decía al principio, la mirada engulle de forma inmediata a la persona famosa objeto de su deseo. Los medios de comunicación hacen lo propio. Los comentarios en redes, reportajes, programas especiales y demás sujetos de audiencia promueven la noticia hasta la extenuación. Una muerte por desgaste. Para, sin hacer ni un mínimo seguimiento, pasar a otra causa. El periodismo al servicio de las exigencias mejor pagadas y más vistas. O sea, el antiperiodismo.
Las estrellas y sus múltiples personas asesoras saben cómo encandilar a las masas ansiosas de distracciones y envidiosas de otras formas de vida inasequibles a las suyas. Convierten sus existencias en públicas y con derecho a ser difundidas porque las ganancias aumentan ante la multiplicación de esos extraños ecos que caen cual lluvia de los dioses. Así, dejamos que nuestros deseos accedan a la brillante luz de las personas que consideramos elegidas. Y un futbolista de élite pertenece a la esfera de un mundo de lujo y esplendor. Con derecho a propagar la suntuosidad de sus acciones y dejar que, a su manera, el resto de los mortales los consideren rarezas de su especie. Una locura propia de colectivos sin cultura, sin formación y con un propenso aburrimiento que conduce a esas dosis de admiración tan desproporcionadas.
Si aplicamos la reflexión ética de una vida plena para personas que se sienten felices con lo que producen, reciben y dan, esta mal llamada boda del año es un contenedor de basura obscena que nadie debería imitar.
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