La muerte y la oca
La muerte. La Huesuda, la Tilica, la Pelona; la Calaca, la Pálida, la Llana; la Muda, la Dentona, la Fría; la Blanca, la Cierta, la Triste. La Pelleja, la Indeseada, María Guadaña. La muerte. Puta. No la temo pero en absoluto me gusta. No la quiero para mí y mucho menos para nadie de mi entorno. También mentiría si dijera que nunca la haya deseado a ciertas personas poco merecedoras de ese calificativo que yo y, seguramente aquel, consideramos indeseables en una de esas ocasiones en las que nos brotan ramalazos divinos. Las corrientes populistas de la retórica del buen rollito y de lo políticamente correcto jamás han ido o irán de mi mano y sí, creo que hay gente que sobra en el mundo. Igual que aquel lo cree, aunque no lo diga.
Por algún extraño motivo que no podría explicar y que colisiona y está en claro conflicto con mi mente a veces demasiado científica, racional y escéptica, creo que la muerte no es el final. Coincido con Iker Jiménez, humanista más que parapsicólogo, sociólogo más que vendehúmos, periodista de nivel, y creo que esto de la vida es un juego de la oca, un juego de azar al que llegamos también por azar y en el que nunca sabremos cuándo los dados caerán en la casilla de la calavera, la fatídica 58, esa que te manda de nuevo y de manera prematura a la casilla 1 y vuelta a empezar. Es mi hemisferio izquierdo siendo diestro.
Ya me había enfrentado a la muerte en alguna ocasión, casi siempre con gente que completó el tablero y que se fue porque se tenía que ir; gente que llegó a la meta, a la casilla 63, habiendo vivido y habiendo experimentado el juego de la vida, cada uno de una manera diferente, a su manera. Son el azar y la fortuna, buena o mala, más que el talento y el empeño los que condicionan la forma en la que nos movemos por el tablero pese a que este, a priori, es igual para todos. Así, unos pasan por él de manera intensa, yendo de puente a puente o de dado a dado, avanzando o retrocediendo según toque pero sin detenerse; otros se mueven de oca a oca, con la suerte de cara o con sus papás dando la cara por ellos; otros viven con más calma y reposo, tranquilos, parando en la posada cuando resulte necesario, saliendo de ella sin prisa y continuando sin ambiciones hasta el final; otros padecen y sufren las miserias que te proporciona el pozo si caes en él; otros viven perdidos, malgastando turnos y tiempo si los cubos les mandan al laberinto o a la cárcel, a su laberinto o encrucijada personal hasta que se dan cuenta, algunos, de que todo es reconducible, todo es circunstancial. Y otros tienen la desgracia de irse antes de tiempo. Caen en la casilla 58 demasiado pronto, de manera inesperada, zas. Maldita calavera.
Esto mismo es lo que le ha ocurrido a Mariano González, a Fulgencio Valares y a Juan Carlos Córdoba en un negro periodo de apenas tres meses. Amigos, compañeros, colegas. Personas de las que hay que aprender. Cayeron en la calavera sin previo aviso, sin merecerlo, sin que nadie hubiera cargado sus dados. Ellos no lo habrían permitido. Jugaban limpio, sin opacidades, transparentes, encarando la vida según les venía y sin ostentaciones ni alardes, haciendo lo que querían, aquello que les llenaba sabiendo que llenarían a otros, su motivación. Peleando. Haciendo lo bonito; haciéndolo bonito.
Se fueron demasiado pronto, con 38, 46 y 50 años respectivamente. El vacío que dejan es inmenso y el dolor de sus diferentes círculos de tan largos diámetros es enorme y sincero. Sin embargo, atendiendo a sus legados, ese vacío irrellenable es más llevadero, más asumible. Dicen que se fueron haciendo lo que más les gustaba, bien en la montaña, bien escribiendo, bien actuando. No. Se fueron haciendo lo que más les gustaba, sí: vivir. Suena a tópico porque lo es pero la huella de sus pisadas fue tan firme y profunda que su recuerdo es ya perenne e imborrable; sus voces, sus actos, sus obras son ya fósiles incrustados en diamantes que el tiempo no podrá sino revalorizar.
Y aunque pueda parecer que no y volviendo a tópicos manidos, de todo esto sí que se puede aprender y sacar algo positivo lejos ya de sus herencias culturales. No me refiero a vivir como si no hubiera un mañana, a disfrutar cada momento, al «canta como si nadie te oyera, baila como si nadie te viera, ama como si nunca te hubiesen herido», al «carpe diem» de turno, al PDF fácil de Paulo Coelho para gentes de escasas inquietudes e internautas sosainas, a los tatuajes de antebrazo que no dicen ni aportan nada a los que los portan y mucho menos a los demás, no; lo que podemos y debemos aprender de esto es que este es el tipo de personas a las que nos debemos juntar, de las que debemos aprender y a las que debemos acompañar en sus caminos, en sus tableros. Así, egoístamente, nuestra jugada será mucho más enriquecedora y podremos sortear de manera más fácil la casilla de la cárcel, del laberinto, de la desidia; de la inacción al fin y al cabo.
Es esa gente que tú sabes que son tanto aunque ellos se consideren tan poco como para no cejar en su crecimiento personal y tengan la humildad de hablarte desde abajo cuando no saben que su sombra te tapa. Admirables. Hay otros que, sin embargo, te hablan desde arriba y desde un interior, un dentro porque no hay Sol que haga la más ridícula sombra aunque ellos sí la vean. Esos que viven cegados por su ego alardeando de superficialidad y estanco cultural y son capaces de empujar al pozo a los demás en pro de un ascenso que no es tal y que tan sólo ellos se creen pero que, a la postre, es un descenso moral. Despreciables. Y cada vez hay más.
Quedémonos con los bonitos. Con los que aportan. Con los que crean. Con los que saben. Con los que quieren saber más.
En el fondo, agitemos lo que agitemos los cubiletes, lo hagamos con mayor o menor fuerza, con mayor o menor rapidez, escojamos una ficha de un color o de otro, hagamos lo que hagamos, el resultado va a ser siempre calavera.
Lleguemos habiendo jugado, al menos.
DEP
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