La misma legislatura y la misma torpeza, otra vez
Las derechas no acaban de asimilar la derrota ni las nuevas relaciones de fuerza.
Comienza una nueva legislatura con todos los ingredientes para ser nueva, pero con el peso del pasado reciente como una pesada losa frente a la necesidad y la urgencia de los cambios.
Parecía que con el resultado electoral estábamos ante un punto de inflexión y que, al menos, la ilegitimidad del Gobierno no iba a ser de nuevo la cantinela bronca de las derechas, tan disolvente para la democracia como así ha sido desde la moción de censura. Parecía también que ya no sería una excusa que una minoría encabezara el Gobierno, ya que el partido más votado es el que va a formar el futuro Ejecutivo, solo o en coalición, aunque las tornas y los principios, antes inamovibles, hayan cambiado desde las elecciones andaluzas. Ahora será el extremismo supuesto de los socios y la oscuridad conspiranoica de las futuras coincidencias o de los apoyos puntuales de nacionalistas o independentistas.
Es verdad que la campaña electoral a las europeas, autonómicas y municipales, entendida como segunda vuelta por unos y otros, ha condicionado de nuevo el debate en clave nacional y electoral, polarizando y crispando, cuando no con el insulto por bandera. Unos, que si la reválida de la victoria; otros, que la revancha para frenar a Sánchez; y Podemos que el Gobierno de coalición con un PSOE que sigue dejándose querer, aunque sin definirse. Al final, reválida del PSOE, revancha del PP, frenazo de Ciudadanos y Vox, y desplome de Unidas Podemos y de los ayuntamientos del cambio. Yo que UP no pondría todos los huevos en la misma cesta.
Parecería sin embargo que ahora el nuevo Gobierno del PSOE o de coalición no tendrá tantas excusas para articular una mayoría y abordar los problemas urgentes y también los importantes. Muchos de ellos ni siquiera han formado parte del debate y menos en una campaña monopolizada por el discurso del miedo, la polarización y el monotema catalán. Poco se ha dicho respecto al giro social y laboral pendiente; poco se ha avanzado en la igualdad de género; tampoco sobre la transición energética, y menos aún sobre una necesaria regeneración democrática, hoy casi inédita. De otros temas estratégicos para España en un mundo globalizado ni siquiera hemos hablado: ni la guerra comercial, ni la tecnológica ni la carrera por rearmarse han estado en ningún momento en la agenda. Por supuesto, nos quedan aún más lejos la revolución reproductiva, la tecnológica y la ecológica, aunque las tenemos encima y exigen conciencia y estrategias sólidas y compartidas más allá del Gobierno de turno y de la legislatura que acaba de comenzar.
La sombra del pasado es alargada y condiciona el presente y el futuro hasta ahogarlo. Porque por un lado las derechas no acaban de asimilar la derrota ni las nuevas relaciones de fuerza: vuelve por sus fueros de la patrimonialización de España y la acusación de deslealtad a la izquierda. Si a eso se añade la inestabilidad de los equilibrios entre sus organizaciones y dirigentes, la sobreactuación a buen seguro continuará. Tampoco han terminado las consecuencias políticas y judiciales del procés, que se agravan y amenazan con protagonizar de nuevo la legislatura. El caso Iceta muestra hasta qué punto, y no parece que vaya a cambiar con el final del juicio. Quedan la sentencia y otros juicios más en marcha contra la cúpula del gobierno independentista. La suspensión exprés de los diputados independentistas encausados, y a pesar de ello tan bronca y agitada, lo ratifica. Está claro que la finalidad de los independentistas no era la representación en el marco de la Constitución, sino su denuncia. También, que el Tribunal Supremo ha menospreciado la autonomía parlamentaria al excluir el preceptivo suplicatorio y al considerar tal prerrogativa como una suerte de privilegio. El Parlamento no puede ser instrumentalizado como caja de resonancia de los procesados independentistas, ni menospreciado como poder subordinado al Tribunal Supremo. La suspensión estaba servida, pero habría que haberlo hecho preservando escrupulosamente todas las garantías para los elegidos, así como la autonomía y dignidad de la institución parlamentaria. Es la demostración de una democracia de calidad frente a quienes pretenden degradarla.
Por otra parte, los años de agitación contra las prerrogativas de los diputados para proteger su inmunidad, degradadas a privilegios, han vuelto a pasarnos factura. Es verdad que ahora no nos podemos extrañar de que la autonomía, la argumentación y las garantías sean entendidas como resistencia o complicidad, y no sólo por la derecha y su entorno. Lo peor es que los mismos que hoy exigen la suspensión atropellada de los diputados independentistas, mañana volverán a cuestionar las consiguientes mayorías parlamentarias y la investidura del presidente del Gobierno, tildándolas de espurias. Y entonces volveremos a empezar con la ilegitimidad.
En estos tiempos populistas, la política, la deliberación, el pacto y su expresión en el Parlamento son cuestionados y menospreciados como un poder débil a favor de los poderes pretendidamente fuertes de los ejecutivos y de la justicia, así como de otros poderes menos públicos y legítimos. Tiramos piedras sobre nuestro propio tejado.
En definitiva, se pudo evitar la instrumentalización de las elecciones, se debió respetar la autonomía del Parlamento, votar el suplicatorio y luego suspender a los diputados. Algunos dirán que hubiera dado el mismo resultado, pero sin duda con más respeto mutuo y mejor dentro y fuera de casa. En política, como en la vida, nos hacemos daño sin necesidad y sin beneficio. Se le llama estupidez. El fin no justifica cualquier medio.