La miseria de los impacientes
Hoy España necesita pensar, pensar políticamente.
Aunque esto es aplicable a cualquier democracia, puedo decir acertando que hoy España necesita pensar, pensar políticamente. Y no diré que ahora más que nunca, sino más bien ahora como siempre. Y cuando hablo de pensar no lo hago reclamando que sean asumidos solemnemente discursos más o menos organizados ideológicamente, basados en conectar infantil y perezosamente puntos guía sobre un papel pautado: esa triste asunción es a la que a mí me gusta llamar coloquialmente inteligencia panfletaria, es decir, la pitanza discursiva que políticos e ideólogos a izquierda y derecha desparraman en dos tipos de raciones: halagos para aquellos a los que quieren timar, e irónicas y furibundas invectivas contra aquellos a los que quieren hacer desaparecer. Y como semejante alimento no va al estómago ni a la cabeza, sino al corazón, las personas terminan por acartonarse y exaltarse demasiado, dejando a un lado la importante tarea de ser pacientes para pensar mejor.
Igual que el niño comienza dibujando esquemáticamente, sintetizando formas complejas sin variar tampoco los tonos de los colores, sin alcanzar volumen, profundidad, etc., el pensamiento ha de iniciarse, inevitablemente, por esa vía que es la torpe e ingenua imitación. Pero el tiempo pasa y el niño va viendo mundo y vida, cosas a su alrededor que no entiende y en las que no había reparado con anterioridad, y así la inteligencia y sensibilidad personal van exigiendo herramientas comprensivas que sean decididamente útiles: hemos de pertrecharnos bien para poder existir, no solo en el mundo, sino en la realidad. Y para este avituallamiento se dan, esencialmente, dos vías de distinta naturaleza: sumirse despreocupadamente en las mieles de la tumultuosa inteligencia panfletaria (que es veloz, temperamental y ruidosa), u optar por la reflexión crítica (que es lenta, más bien templada y casi siempre silente). ¿Dónde encontrar, si es lo que queremos hacer, elementos fiables para la reflexión crítica y salir así del corralito ideológico al que nos vemos empujados por tanta mediocridad?
Quizá la gran ventana editorial de Página Indómita, por la que fluye un aire limpio y renovado, sea una gran opción. Su catálogo está tan bien orientado que parece ridículo que no existiese con anterioridad. Dentro de la riqueza intelectual que bulle en dicho catálogo quizá sea Raymond Aron (acompañado de Arendt, Berlin, Schumpeter, Escohotado, Koestler, Weil…) una de sus piezas más destacadas y funcionales para ayudarnos a solventar esa carencia a la que he apuntado al principio: la de pensar al margen de los discursos precalentados y pasionales. El que sus obras posean, además de una profundidad incisiva, una voluntad didáctica de amplio alcance, le sitúan hoy, o habrían de situarlo, como uno de los faros más preclaros de cualquier pensamiento que quiera crecer, jugar limpio y resultar de provecho para uno mismo y para quienes nos rodean. Pero... ¿por qué leer a Raymond Aron?
Su primera y gran virtud es la de analizar la política y la sociedad con los pies bien plantados en el suelo, es decir, en la realidad: frente al millar de lunáticos idealistas y metafísicos que llenan los periódicos, las televisiones y los parlamentos, se encuentra siempre esa decena de pedestres y pacientes realistas. Y aquí ser realista significa simplemente querer entender el mundo como lo que es, sin que nuestros sentimientos lo emborronen todo con su punzante frenesí. De hecho, Aron consigue, en todas sus obras, demostrar y hacernos ver como vano lirismo las ilusiones del revolucionario, su afán metafísico de soñar y proponer acciones orientadas por emociones e intuiciones, afanes todos que se ubican fuera del ámbito de las pruebas y el rigor analítico: harto de los expertos en la sombra, como lo estamos nosotros en estos nuestros tiempos, Aron nos confirma que esta pretendida ciencia de encontrar razones para engalanar disparates no es más que ideología.
En mi manoseado ejemplar de El opio de los intelectuales, obra escrita por Aron en 1955 y en la que diseccionó con soltura y tino la grotesca vacuidad a la que tiende siempre, como parte de una deformación congénita, la izquierda política, tengo escrito a lápiz, en la primera página bajo el título de la obra, la siguiente frase: «Conclusión: la impaciencia es el gran enemigo de la democracia». Esta es sólo una de las muchas reflexiones a las que sus libros y análisis (que sería tarea imposible sintetizar aquí) nos encaminan: desde luego, no es una menudencia demostrar que la paciencia es la virtud esencial de cualquier democracia que apunte a la libertad y autonomía de sus ciudadanos, una que reforme sus imperfecciones con cautela para que los daños, si se producen, sean menores y la fuerza de sus consecuencias manejable. La impaciencia hace que las sociedades fracasen, que se hundan, que abracen la violencia y el sinsentido.
Para protegerse contra el veneno de los intelectuales, que hoy ya han alcanzado cotas cómicamente absurdas en sus disciplinas y en su oscurantismo, las armas de la inteligencia más centrada y mesurada resultan ineludibles para sobrevivir, no sólo a lo que vemos y leemos en los medios de comunicación y en las redes sociales sino también a las personas que nos rodean y que, echándose a perder ellas mismas en la vorágine de la inteligencia panfletaria, nos rechazan por no participar de ella. Leer a Aron no hará que la gente nos quiera más, por supuesto, pero nos ayudará a que no nos importe: mientras otros nos inviten a rebajarnos, él lo hará a que nos yergamos.