La lucha por evitar que el tren se te pase o las penurias de la mujer vestida de blanco
Una vez le pregunté a mi mamá por qué ninguna de las princesas Disney era soltera. Tenía unos ocho o nueve años y la pregunta se me ocurrió mientras veía la película Cenicienta y me preocupaba ver correr a la exquisita y sufrida huérfana escaleras abajo. El príncipe se encontraba de pie a la puerta de su fabuloso castillo: me sabía la historia de memoria y sabía cómo terminaría todo aquello. La búsqueda insistente, la madrastra y hermanastras castigadas, nuestra heroína calzada con su preciosa zapatilla de cristal y lista para llegar al altar del brazo de su querido — y al parecer sin mucha memoria visual para los rostros — prometido instantáneo. Mi madre me miró con cierto sobresalto y se tomó un poco de tiempo antes de responder.
— Todos necesitamos amor — dijo, por último — y es tradicional que toda mujer quiera contraer matrimonio alguna vez. Es una forma de celebrar ante la cultura y la sociedad las ventajas de vivir en pareja.
Mentiría si dijera que comprendí todo lo que mi madre me dijo. Pero lo que sí me quedó claro de inmediato, es que el matrimonio era un estado natural o esa era la idea que mi madre quería explicarme. Después, cuando volví a ver Cenicienta y toda la colección de princesas Disney que sollozaban, se arriesgan y corrían riesgos por amor (y llegar al altar) me inquietó un poco la cantidad de esfuerzo, dedicación y trabajo que al parecer llevaba cristalizar el gran sueño cultural de llevar el vestido blanco y un anillo al dedo. Unos años después, una de mis amigas del colegio le puso nombre a esa inquietud mía.
— Hay mujeres raras que no quieren casarse — me dijo con cierto aire conspirador — no es normal, pasa poquísimo. Yo no me imagino eso.
Mi amiga era hija de un matrimonio mal avenido, con tres hermanos mayores que habían abandonado el hogar paterno a la menor oportunidad debido a la desagradable tensión que solía empañar el ambiente familiar. La verdad, me sorprendió que ella de entre todas las personas que conocía, considerara el matrimonio como algo natural, normal e incluso deseable. Me miró con los ojos muy abiertos cuando se lo dije.
— ¿Y qué más hace una mujer si no se casa?
— Estudiar, viajar — atiné a decir, sintiéndome un poco torpe. Ella suspiró, como escandalizada por mi ingenuidad.
— Todo el mundo se debe casar. Todo el mundo.
La conversación — lo incómoda que me hizo sentir — me acompañó por años. Más tarde, convertida en una mujer joven, seguí preguntándome que había de mal en mí para que a diferencia de prácticamente cada mujer que conocía, no sólo no deseara casarme antes o después, sino que, además, no lograba encajar el proyecto entre mis planes futuros. Inquieta, preocupada y sobre todo convencida que había algún mecanismo defectuoso en mi mente, llegué a cuestionar los motivos de mi negativa a la mera consideración del matrimonio como cinismo. Una de mis parejas por la época estuvo de acuerdo.
— Ya se te pasará — me dijo con aire condescendiente, en una ocasión que me atreví a explicarle la profunda inquietud que me producía la mera idea de una boda — en unos años, lo único que harás será pensar en tu vestido, la fiesta, los niños que tendremos.
Lo miré un poco petrificada de miedo. Habíamos mantenido casi tres años de relación y más de una vez, le había escuchado insinuar que deseaba un matrimonio “como el de sus padres”, que no hacían otra cosa que discutir y maltratar al otro verbalmente (o, al menos, quiero creer que la violencia sólo llegaba a los insultos) en cada oportunidad posible. Pero para él, casarse era una idea sin excepción, sin matices. Era un “deber moral” que había que cumplir, no importaba las dudas, los cuestionamientos o como en mi caso, directamente el desasosiego que produjera la idea.
— ¿Y si no me quiero casar? — murmuré en una ocasión. Me miró burlón.
— ¿Será que no eres mujer y no me lo has dicho?
Unos años después — y luego de una ruptura poco menos que desagradable — recordé esa conversación y cómo me hizo sentir. El hecho que me dejó muy claro que mis inquietudes con respecto al contrato civil y religioso del matrimonio se encontraban muy lejos de la percepción habitual sobre lo que se supone, una mujer debe pensar al respecto. Me llevó años comprender el motivo. Lo cierto es que las solteras — la mujer que por algún motivo concreto o simple decisión libre no desea casarse — llevan a cuestas un estigma del que es complicado zafarse y contra el que siempre resulta duro luchar. Después de todo, para un considerable número de personas, que una mujer no quiera contraer matrimonio sólo puede significar una cosa clara: algo va mal con ella. Desde la simple rareza — una mujer con la que trabajaba me dijo en una ocasión que “no desear casarse podía ser parte de un trastorno psiquiátrico” — hasta una colección de defectos — llevo años escuchando la frase “eres bonita, ¿por qué no deseas casarte?” — la soltería parece ser un “defecto” que no se perdona con facilidad. O al menos en nuestros países, donde el matrimonio se analiza como una especie de escalafón de éxito social al que toda mujer debe aspirar, incluso si la idea no termina de ser del todo atractiva para ella.
Lo sé, me lo han dicho varias veces: En Latinoamérica, a la mujer que no está casada — como si se tratara de un estado del “ser”, el hecho mismo de un cambio de estado civil — las rodea un aura de derrota que mucha gente considera temible e incluso doloroso. Una herencia histórica que continúa siendo casi insoportable a pesar que nuestra cultura se jacta de una renovada visión sobre el derecho de la mujer a decidir sobre su destino. Ya lo decía Rebecca Traister en el libro All the Single Ladies. “A nivel colectivo, las mujeres que no se casaban, ya fuera por elección o accidente, estaban destinadas a llevar una letra escarlata o a pasar su vida bailando con trajes de boda sin estrenar o tomando sedantes”. Por supuesto, Traister se refiere al retrato literario sobre las solteronas, pero bien podría aplicarse al hecho de cómo la sociedad percibe a la mujer que no desea contraer matrimonio. “Estos personajes no se habían casado, pero la ausencia de un marido las definía tanto como un matrimonio”. Desde Miss Havisham de Dickens hasta Doña Rosita de Lorca, el no — matrimonio también era una forma de definir el prejuicio. Como también lo hizo Gabriel García Márquez, quien elaboró una visión poderosa, tétrica y violenta sobre la soltería con su Amaranta Buendía en la novela Cien años de Soledad. Envilecida por años de amargura, con la palma de la mano quemada “por una cura de burro contra el dolor” y convertida en una figura tenebrosa y marchita, Amaranta fue la encarnación de todas las mujeres al borde del mandato social del matrimonio. Vestida de negro y esperando la muerte — con mortaja incluida — se analizó a sí misma como símbolo del olor y el desarraigo.
Pienso en Amaranta y no puedo dejar de sonreír. El nombre fue mi nickname en el mundo virtual durante la mayor parte de mi adolescencia y después, mi seudónimo preferido. Leyendo All the Single Ladies me pregunté si ese análisis casi invisible sobre el tema que simbolizaba el personaje y la forma como me percibía por entonces, era una forma de rechazar el matrimonio y asumir que, desde luego, para mí el hecho de la soltería era una elección poderosa. Tanto como para definir la manera como comprendo y sobre todo, mis decisiones sobre mi futuro.
Simone de Beauvoir dijo en una ocasión que la cultura presiona la idea de la mujer casada como una losa insistente que aplasta las aspiraciones de libertad espiritual y legal. “Las mujeres estamos casadas, o lo hemos estado, o planeamos estarlo, o sufrimos por no estarlo”. Cuando leí la frase de la filósofa, sentí que esa sensación de ser inadecuada — que te acompaña desde la primera vez que el pensamiento de no desear el matrimonio como fin último de tu vida te sacude los cimientos — pasaba a tener otro significado, a ser más profundo y extraño de lo que hasta entonces había sido. Supongo que siempre será así. Siempre habrá quien me critique, quien me juzgue, incluso quien me compadezca. Y eso está bien, eso es inevitable supongo. No obstante, en medio de esa lucha discreta, en medio de ese debate, aprendí que está bien mi forma de mirar el mundo, que no hay nada equivocado por el hecho de tomar una decisión en contra de lo que asume la mayoría es normal. Quizás dentro de algunas décadas me arrepienta o quien sabe, termine por convencerme que fue la mejor decisión que pude tomar. Cual sea el caso, será mi forma de ver el mundo, mi deseo expreso de libertad.