'La importancia de llamarse Ernesto', la importancia de ser divertidamente honesto
no tienen otra salida que hacer bumburismo
Saltándose todas las convenciones, el Teatro Lara estrena una obra a principios de agosto, en mitad del verano. Lo hace a lo grande, pues lo hace en su sala de mayor aforo y también la más bonita, la bombonera Cándido Lara. El estreno es ya un clásico teatral. Se trata de La importancia de llamarse Ernesto de Oscar Wilde en una producción de la compañía PASOAZORÍN Teatro. Una compañía que tan buenos momentos de diversión ha dado a los espectadores habituales de este teatro con obras propias en la sala más pequeña, la Lola Membivres, donde los sigue dando. Esta osadía está teniendo el beneplácito del público. Un público que se peleaba por una entrada el día del estreno pues sabe que esta obra es una comedia y que esta compañía, con sus actrices habituales, es capaz de ponerla en pie con el tempo que necesita para salir contento del teatro, con la sonrisa puesta.
Obra sobre la gente seria, londinenses de flema británica en la época victoriana, de finales del siglo XIX. Personas de bien que debido a su posición social no pueden, ni deben, faltar a sus deberes con su comunidad, familiar y amistosa, a no ser que tengan razones poderosas para hacerlo. Por lo que no tienen otra salida que hacer bumburismo. ¿Qué eso qué es? Pues inventarse una obligación mayor que supere los deberes comunitarios. Como inventarse un amigo apellidado Bumbury siempre enfermo y a punto de morir al que en los momentos más (in)oportunos hay que atender.
Es, pues, una comedia de costumbres. Una farsa irónica, simpática, moralizante y graciosa, todo a la vez, sobre aquella sociedad y, seguramente, la nuestra. Una sociedad en la que hay amor, deseo y matrimonio. Y también se enviuda, algo de buen gusto, mejor que el divorcio, y que todo hombre considerado con su esposa debería tener en cuenta con unos cuantos años de antelación para dejarla disfrutar, por fin, de la vida.
Producción sencilla en lo escenográfico, aunque de escenografía eficaz. Más focalizada en la construcción de los personajes, sus arcos dramáticos, con un elenco fundamentalmente joven. En el que ellas, las actrices, se llevan la palma. Todas, pero la Cecily de Ana Azorín y la Miss Prism de Ángela Peirat, serán difíciles de olvidar. Y, si bien es cierto que ellos, los actores varones, estaban algo más flojos que ellas el día del estreno, todo hace presagiar que a medida que acumulen representaciones, se harán con la organicidad de sus personajes. Algo que se intuye sobre todo apreciando el trabajo físico, en algunos momentos casi slapstick, que meten sin abusar ni forzar.
Un montaje que mantiene el espíritu decimonónico de la obra por espacio escénico y por vestuario, incluso por esa actitud distantemente cordial con un servicio que las mata más hablando que callando. Aunque el mantener dicho espíritu ni hace la obra casposa ni vieja. Algo en lo que tiene mucho que ver el uso inteligente y sin abusar de móviles y zapatillas, unas Vans, unas Keds o las españolas Victoria, para mostrar el salto generacional entre madres e hijas, y entre padres e hijos, antes y ahora. Diferencias más superficiales de lo que parecen, ya que, de hacer caso a lo que se muestra, todo el mundo quiere hoy lo que quería entonces enamorarse de una persona honesta, de un “Ernesto honesto”.
El final del párrafo anterior viene a cuento por la dificultad que tiene la obra de trasladar uno de los muchos juegos de palabras del original inglés. El más importante. Y es que Ernest, el nombre del título, se pronuncia en dicho idioma como earnest. Adjetivo que según el diccionario de Cambridge se podría traducir por serio o formal. Esta vez se ha preferido jugar a la rima entre Ernesto y honesto. Una decisión honesta, como todas las que se han tomado en este montaje. Una producción que no oculta su precariedad, como tampoco la exhibe ni apela a ella para disculparse. Que sabe que su fuerte son los actores y las actrices y se la juega para que ellos brillen, interactúen, sean capaces de crear un microcosmos en el que la palabra de Oscar Wilde pueda hacerse carne con toda la complejidad de su ironía para provocar no pocas carcajadas y muchas sonrisas. Tomándose su tiempo para poner al espectador en situación de reírse. De tal forma que el público que deje los prejuicios a un lado, sobre la pertinencia o no de hacer una obra como esta ahora, y aquel que va al teatro a lo que va, a divertirse y pasar un (buen) rato, se encontrarán con un juguete cómico hecho con modestia, en los medios, pero con la inteligencia y sensibilidad necesaria para que se disfrute.
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