La historia que todo el mundo oculta tras la famosa foto en el Trolltunga, en Noruega
"Sólo se enseña lo espectacular y se calla lo que hay detrás".
Difícilmente olvidaré el 27 de agosto de 2015. Aquel verano mi mujer y yo, que nos acabábamos de casar, hicimos una ruta en coche por Noruega. El itinerario incluía una etapa que nos hacía especial ilusión pero que nos infundía un respeto tremendo: el Trolltunga.
Bajo ese extraño nombre, que en noruego significa algo así como 'lengua de troll', se esconde uno de los parajes más fotografiados del mundo. Es tan espectacular que con casi toda seguridad lo habrás visto alguna vez. Aparece en catálogos de turismo, en anuncios de los temas más dispares y mucha gente aprovecha su visita para colgar imágenes espectaculares en las redes sociales. Nosotros no fuimos menos:
Se trata de una formación rocosa (en teoría con forma de lengua de troll) situada a unos 1.100 metros sobre el nivel del mar en el municipio de Odda. El espectacular acantilado está suspendido fuera de la montaña. Debajo, una caída de más de 700 metros sobre el lago Ringedalsvatnet.
La gente que llega allí quiere presumir de la hazaña y comparte la foto a diestro y siniestro. Nosotros también lo hicimos, claro. Pero es puro postureo. Sólo se enseña lo espectacular y se calla lo que hay detrás, que muchas veces es bastante más penoso que lo que sale en la imagen.
Y, claro, luego pasa lo que pasa. Que ves la foto, te vienes arriba y te piensas que eres Juanito Oiarzabal. Nosotros casi nos lo creímos. Recuerdo que, antes de ir a Noruega, leímos a un excursionista que en un foro de internet aseguraba que la ruta que hay que hacer para llegar allí le había cambiado la vida, que fue una experiencia que puso su cuerpo tan al límite que le hizo ver las cosas desde otra perspectiva. "Vaya vida más triste debes de tener para poner eso. La gente no puede ser más exagerada", creo que comentamos mi mujer y yo, que pensábamos que por subir unos días antes un cerro en mi pueblo de la meseta ya estábamos preparados para cualquier cosa. Tentamos al karma y el karma vino después y nos hizo un zasca sideral. Nos lo merecimos.
La ruta para llegar a la famosa roca arranca en un aparcamiento -no se puede llegar hasta la piedra en coche- y hay que recorrer una distancia de 22 kilómetros: 11 de ida y 11 de vuelta. Aunque eso debe de ser en línea recta, porque la realidad es más dura. Nosotros anduvimos más de 38 kilómetros. O eso era, por lo menos, lo que indicaba un reloj que llevábamos. El recorrido, además de largo, es duro y complicado. Así que por todos lados avisan a los excursionistas de que deben iniciar la caminata con tiempo. Normalmente se tarda entre 10 y 12 horas en completarlo.
Nosotros hicimos caso a las recomendaciones y a las 8:00 aparcamos el coche y nos pusimos en marcha con todos los bártulos que llevábamos. Habíamos leído que lo mejor era abrigarse con muchas capas debido al tiempo cambiante que se puede dar en los distintos puntos del recorrido. Así que seguimos el consejo y emprendimos la marcha cual cebollas: playeros de montaña (que no botas, un gran error), pantalón, pantalón chubasquero, chubasquero, abrigo...
Nos habían avisado de que el primer kilómetro era duro porque en poco más de 1.000 metros debes ascender más de 450. Pero, claro, no pensamos que fuéramos a tener grandes problemas. Nosotros, que habíamos subido un cerro de 400 metros en Valladolid sin despeinarnos. Todo el tramo está compuesto de grandes escalones de piedra muy irregulares, de tal forma que cuando llevas 100 metros empiezas a pensar: '¿No me estaré yo metiendo en la boca del lobo? A ver si va esto va a ser peor que el repecho de mi pueblo...'
Cuando acabamos ese tramo estábamos deshechos. Yo temí por la salud de mi mujer, a la que nunca en la vida había visto tan roja. Me acuerdo que le comenté que quizá lo mejor era irnos por donde habíamos venido. Que una retirada a tiempo es una victoria. Pero las ansias de ver aquella roca (y de hacernos la foto, para qué negarlo) nos nublaron el entendimiento. Así que tiramos para adelante pensando que aquello ya estaba hecho porque habíamos dejado atrás lo peor.
En la época en la que hicimos la ruta, había una alternativa 'ilegal' para evitar este infernal primer kilómetro. En los alrededores hay un funicular abandonado, llamado Mågelibanen. Hay quien en internet recomendaba ascender el primer kilómetro por las viejas escaleras de madera que tenía ese sistema. Pero como no tiene ningún mantenimiento, el peligro de sufrir alguna desgracia es alto. Mayor incluso que el de ahogarte siguiendo la ruta establecida legalmente.
Tras ese primer kilómetro y medio llegó una zona llana en la que se avanzaba con comodidad. Y nos volvimos a venir arriba. Lo teníamos hecho, pensábamos. Pero poco después la realidad volvió a venir para darnos en la boca. El camino se empinó otra vez en una subida de la que nadie habla y que acabó de rematarnos. En este caso no había escalones, pero sí grandes rocas en resbaladizas. Aquello parecía el Grand Prix del verano. Sólo faltaban Ramón García y la vaquilla. No habíamos llegado al kilómetro cuatro (de los supuestos 22) y estábamos hechos polvo.
Después de ese tramo se terminan las pendientes pronunciadas, pero no los problemas. La zona suele estar cubierta de nieve buena parte del año (en agosto todavía tuvimos que atravesar tramos de hielo) y la consecuencia es que el sendero está siempre completamente embarrado, por lo que caminar entre piedras, lodo y atravesando arroyos se vuelve muy complejo.
Cada paso que dábamos nos encontrábamos con un obstáculo distinto y en mi cerebro, escaso ya de oxígeno, me imaginaba que era un chino de los de Humor Amarillo, intentando avanzar mientras unos espectadores noruegos se reían de mí. En esos momentos yo ya veía letras 'T' rojas por todos lados, que son el símbolo que indica que vas en la buena dirección. Juro que aquella noche, cuando me acosté y cerré los ojos, veía las malditas 'T' esas como si fueran una aparición mariana.
La llegada a la roca tras más de seis horas de caminata fue reparadora. Es un completo espectáculo para la vista. Aunque tampoco lo disfrutamos mucho porque todavía teníamos que volver y ya empezábamos a intuir que ni nosotros éramos Juanito Oiarzabal ni el excursionista que había escrito aquello en aquel foro era un pringado.
Y, tras la recompensa de la foto, llegó la parte más infernal de todas: el regreso al aparcamiento. Como no teníamos suficientes problemas, allí se puso a llover en todas direcciones. El agua caía hasta en horizontal. Así que el barro se multiplicó y las bajadas de los últimos kilómetros fueron un auténtico castigo. Como en las etapas de montaña del Tour, en los tramos finales de descenso, durísimos, se crearon de forma espontánea grupos de excursionistas.
Nosotros nos quedamos con una pareja belga, otra japonesa y una familia mexicana. Aquello se convirtió en una especie de Larga Marcha, la novela de Stephen King en la que un grupo de gente participa en un concurso de caminar y que van muriendo ejecutados si se quedan rezagados.
Sin llegar a esos extremos, en nuestro grupo los primeros en caer fueron los belgas cuando la puesta de sol ya nos amenazaba. Los dejamos atrás, sentados en una roca con cara descompuesta. Y nunca más los volvimos a ver.
Esto suena muy melodramático, pero muchos días me pregunto cómo acabarían. Sobre todo porque poco después comprobamos que todavía nos quedaba lo peor: descender el durísimo y empinado último kilómetro, que se había convertido en un barrizal y en una pista de patinaje. Conseguimos ir bajando poco a poco, con cuidado, con ayuda de unas cuerdas y animados por la familia mexicana.
Aquello era una tortura psicológica porque el descenso es muy pronunciado por un camino en zigzag, así que íbamos viendo nuestro coche a lo lejos, abajo, continuamente. Yo recuerdo que le decía a mi mujer, que iba completamente descompuesta: '¡Vamos, que ya se ve el coche!' Después de 10 veces de decir la misma frase, me miró de tal forma que no volví a abrir la boca temiendo un divorcio 12 días después de la boda.
Allí perdimos a la pareja japonesa. Él no paraba de resbalarse y de caerse al suelo una y otra vez. Mi mujer hizo lo mismo, así que intentamos quitar hierro al asunto haciendo una broma, pero aquel buen señor se puso a gritar en japonés cosas que no entendimos pero que no parecían muy amables.
Cuando llegamos al tramo final, ni mi mujer ni yo podíamos articular palabra. Tardamos hora y media en hacer un kilómetro. La madre de la familia mexicana iba completamente coja. A mí a esas alturas las piernas ya no me dolían porque no las sentía. Y, al final, cuando apenas había ya luz, lo conseguimos.
Mientras, en el cielo sobrevolaba un helicóptero. Dedujimos que haría la ruta todos los días, por si tenía que rescatar a algún pobre excursionista que comenzó la ruta pensando que era Edurne Pasaban y se le había ido la fuerza por la boca. Nosotros estuvimos a punto de ser unos de ellos. Porque un dato importante es que apenas hay cobertura en ningún tramo del camino. Así que o llegas al aparcamiento por tus propios medios o te quedas a pasar la noche al raso con un final incierto. Ese pensamiento, que no te puedes quitar de la cabeza, acaba convirtiéndose en una pesadilla cuando vas tan al límite de tus fuerzas.
Cuando acabamos la ruta, los mexicanos se abrazaron como si hubiesen ganado la Champions allí mismo. Nosotros fuimos más recios. Ni un beso, ni una sonrisa, ni una mirada. Pero porque no teníamos fuerzas ni para eso. Pero sabíamos que había merecido la pena.
De aquella excursión sacamos varias conclusiones. La primera: no estábamos preparados para aquello. Cualquiera no puede llegar a ver el trolltunga, aunque en internet leas a gente chulear de que han completado la ruta con relativa facilidad. Nosotros lo conseguimos, pero casi nos quedamos en el camino. Y en aquella época no estábamos especialmente en baja forma. Bien es verdad que no éramos Rafa Nadal, evidentemente, pero tampoco llevábamos una vida sedentaria.
Lo segundo: la ruta hay que hacerla preparados. Mentalmente, físicamente y con la ropa adecuada. La Asociación de Trekking de Noruega califica la caminata como "desafiante" y subraya que es necesario tener buena resistencia, botas -imprescindible- y equipos apropiados. Entre ellos, unos bastones. Nosotros no los llevamos. Y los echamos mucho de menos.
Y tercero: teniendo en cuenta el esfuerzo que hay que hacer para llegar a la roca, una vez allí es mejor no arriesgar. Vimos cómo la gente se sentaba al borde de la piedra -allí no hay medidas de seguridad- para hacerse la famosa foto. En varias ocasiones pensé que veríamos una tragedia. Y no estuvimos muy lejos: diez días después de estar allí, una joven australiana murió tras caerse por un precipicio de 300 metros cuando posaba para la foto.
No todo merece la pena por una bonita imagen.