La guerra del ser o no ser: todos los rostros de lo femenino en la actualidad
Ser mujer no es sencillo. Y que dramática parece esa frase fuera de contexto, calzada casi a la fuerza en medio de lo cotidiano. Pero en realidad, no sólo se trata de una descripción sobre la noción sobre lo femenino — quiénes somos y cómo nos comprendemos — sino también de la identidad que nos asigna la cultura. Desde la niñez hasta la vejez, la mujer lleva a cuestas un peso cultural muy específico. La sociedad en que nace no sólo parece presionar su comportamiento con un “deber ser” artificial sino, además, modular las expectativas sobre lo femenino desde cierta imposición histórica inevitable. Esa aparente visión sobre la mujer ideal, la que debe encajar en un canon histórico idealizado, se aprende muy pronto. Una metáfora sobre lo femenino que se asimila no sólo las expectativas generales sino el sutil prejuicio que parece acompañar a la mujer durante toda su vida.
Se trata de un fenómeno común al que toda mujer se enfrenta en alguna ocasión. Una rara percepción sobre quién puedes ser — tu reflejo en el espejo — basado en ciertas percepciones difusas sobre lo femenino. Una vez, una de mis amigas de la escuela me dijo que a veces no se pensaba a sí misma como una mujer ni como una niña. Que en ocasiones se miraba al espejo y no sabía muy bien quién era y lo que deseaba ser. Y que ese pensamiento le asustaba tanto como para que le hiciera sentir vergüenza. La escuché sin saber que decir, entre asombrada y confusa. Ambas teníamos diez años y ese comentario me desconcertó. Hasta entonces, jamás había pensado que alguien podía mirarse sin concluir en que era niño o niña. Tampoco me había preguntado sobre los elementos que nos hacen ser quien somos, ese género que prevalece y te define durante toda tu vida. Esa identidad permanente que asumimos natural.
—No sé. Pero también me pasa — le confesé, para tranquilizarla — A lo mejor le pasa a mucha gente pero tampoco dice nada. ¿No lo piensas?
Ella sacudió la cabeza con la boca fruncida en un gesto angustiado y los hombros rígidos. Como mucha otra gente estaba convencida que la incomodidad y el aislamiento eran cosas que sólo le ocurrían a ella, que le torturaban y le acosaban más que a cualquier otra persona. A la distancia de muchos años, a veces pienso que mi amiga comprendió mucho antes que yo que el mundo no tolera bien la diferencia, que no lo asimila con facilidad, que no transita eso visión que nos hace únicos con la comprensión de lo que puede significar. Y que ser mujer en nuestro país — en nuestro continente, en nuestra cultura — atraviesa una serie de implacables requisitos invisibles que resultan abrumadores por el mero hecho de ser incomprensibles. Y me conmueve que una niña de diez años llevara ese peso a solas. Lo sostuviera sobre los hombros con tanta dificultad. Intentara lidiar con sus dolores con tan poca habilidad para hacerlo.
Durante muchos años me hice preguntas parecidas y esa conversación escolar algunos parecía resumir una inquietud muy vieja. ¿Por qué se exige a la mujer todo tipo de comportamientos? ¿Por qué se consideran necesarios e imprescindibles? ¿Qué pasa si simplemente no quiero obedecer la percepción sobre comportamiento que se le imponen a una mujer? Y no hablo sólo de la idea básica, sino cosas tan esenciales como tu apariencia, vida sexual, profesional e incluso tus expectativas a futuro. ¿Qué pasa si no quiero verme delgada, esbelta y femenina? O al contrario, ¿Si quiero verme exactamente así? ¿Por qué se juzga a la mujer por parámetros genéricos que nunca engloban la complejidad de lo individual? Cuando leí La mujer rota, de la escritora Simone de Beauvoir, me hice exactamente esas preguntas. Aunque no lo comprendí, por supuesto, la importancia y peso de lo que la filósofa postulaba. Aún no tenía la experiencia, la visión para hacerlo. Pero igualmente me cautivó, me sorprendió, me inquietó. Porque si algo podría decir del libro, este largo monólogo de la feminidad que se analiza a sí misma con una durísima mirada cruel, es que no deja indiferente a nadie.
Y por supuesto, no me dejó indiferente a mí, que con dieciséis años comenzaba a cuestionarme por qué debía obedecer lo que la tradición y la cultura donde nací intentaban imponer casi a la fuerza sobre mi identidad. Te hace mirar tu vida, tus decisiones y sobre todo tus expectativas sobre ti misma desde una dimensión por completo nueva. Para Simone de Beauvoir, la mujer — la identidad cultural, en todo caso — es una creación que se construye a partir de una percepción colectiva idealizada, un punto de vista borroso y distorsionado de lo que lo femenino puede ser. Esa noción sobre el deber ser con el que toda mujer tropieza de vez en cuando. No es sencillo entender que la sociedad en la que creces tiene ideas y perspectivas muy definidas sobre quién puedes ser y qué puedes aspirar. Límites, restricciones y fronteras que intentan definir tu individualidad, aunque te resistas a la idea.
Ser mujer es una expectativa, una idea compartida. Desde la virgen hasta la puta, la Santa y la sabia, la “fácil” y la abnegada, el estereotipo que se impone suele ser tan pesado y complejo de sobrellevar como para convertirse en un prejuicio. Claro está, nadie se cuestiona de esa manera. O no lo hace hasta que analiza la forma en que la sociedad interpreta su vida. Pero está la incomodidad, esa ligera sensación de inquietud. O al menos a mí me ocurría. Y no sólo con asuntos tan intrascendentes como el comportamiento social, cómo me veía o debería verme. Comenzó a preocuparme que buena parte de mis escritores favoritos fueran hombres porque así lo había aprendido, que casi todas las heroínas televisivas y cinematográficas con las que me tropezaba fueran apenas un apéndice del masculino, una figura preciosa y desdibujada que parecía perderse en la historia. Y me comenzó a inquietar también esa otra realidad tan sutil como desdibujada, la de todos días. La que forma parte de lo cotidiano cuando vives en un país machista como el mío: las calles llenas de niñas embarazadas, los periódicos llenos de noticias de mujeres golpeadas y violadas. La pregunta que necesariamente te formulas es hasta qué punto la “mujer ideal” de la cultura en que naciste es un arquetipo inevitable. Una imagen en la que debes verte reflejada lo desees o no.
Por supuesto, Beauvoir dejó claro que las cosas no debían ser de esa manera. Que ni siquiera tenía por qué plantearse la feminidad desde ese reduccionismo intelectual y emocional a la que te obliga la cultura. Y fue toda una revelación. Una percepción por completo nueva sobre mi cuerpo y mi capacidad intelectual que puso en perspectiva muchas de mis decisiones y aspectos esenciales de mi vida. Por semanas enteras me cuestioné sobre esa serie de temas que me perseguían a todas partes, que me acosaban y abrumaban por el mero hecho de hablar de una mujer irreal que yo no deseaba ser. No se trataba de un tipo de rebeldía, mucho menos de un enfrentamiento casi natural contra el canon que todo joven tiene alguna vez. Fue una gradual y destructora toma de conciencia del hecho que no deseaba ser definida en lo genérico, que no necesitaba que nadie me dijera cómo debía pensar o cómo debía verme. Y eso en Latinoamérica, en esta Venezuela patriarcal y machista obsesionada por la figura de la mujer idealizada que ignora a la real, se convirtió en un suplicio. En una idea que llevaba como un estigma, en una presunción de sospecha sobre mi cordura, incluso un debate sobre mi orientación sexual. Todo por decidir que no deseaba que colgar en mi mente la etiqueta que la cultura imaginó para mí, que delineó con todo cuidado desde antes de mi nacimiento.
Así que esa percepción dual y poderosa sobre la mujer completamente libre — la que se debate y lucha por construir su manera de ver la vida — forma parte de todo lo que aspiro y creo. Hay una convicción completa y profunda sobre el hecho de ser mujer más allá de todo análisis meridiano sobre lo que el rol de género puede ser. El hecho que la mujer moderna disfruta de una libertad y autonomía inéditas. Que buena parte de las mujeres que conozco no desean ser clasificadas, categorizadas y minimizadas por una mera comprensión sobre su estado civil o su capacidad para concebir. Que la percepción sobre la identidad y cómo vivimos es algo más que una imagen estática sobre una posibilidad sobre lo femenino. Que para la gran mayoría de las mujeres actuales su trabajo y profesión representan en buena medida una forma de triunfo social y que gran parte de las mujeres que conozco están orgullosas de poder pagar sus gustos y sobre todo, su estilo de vida. Que hay una percepción sobre el tema de quién es la mujer actual, cada vez más compleja, que se relaciona con la forma en la que la mujer se percibe así misma. Que no se trata de un menosprecio, y mucho menos de una crítica a la caballerosidad, galantería o cualquier concepto análogo cada vez que una mujer toma poder sobre su cuerpo y su estilo de vida, sino a una percepción muy concreta sobre lo que la mujer desea y quiere hacer. Una toma de control digamos, sobre aspectos de su vida que hasta hace poco eran difusos e incómodos.
Se trata de un proceso natural de toma de conciencia sobre los derechos y deberes — poder, sin más ni menos — que posee o puede ejercer un colectivo o una persona, con frecuencia menospreciado por una situación de exclusión. Una mujer que sabe con exactitud el valor de sus capacidades y cómo asumir un rol mucho más activo en la defensa de sus ideales, compromisos personales y principios. En otras palabras, una mujer que no se define con facilidad es una mujer inteligente y talentosa que sabe que lo es y disfruta siéndolo.
En una ocasión, alguien me insistió que las mujeres deberían “aceptar que tienen un deber cultural que cumplir”. Una frase que me aterró por sus implicaciones, pero también me inquietó por todas las veces en que se toma como cierta y parte de la comprensión de la mujer. Pienso a veces en esa frase cuando redacto artículos sobre los derechos de la mujer, mientras participo con mis ideas y mi punto de vista sobre nuevos escenarios que incluyan a la inclusión y equidad como un tema de enorme relevancia, cuando me enfrento a la exclusión y discriminación de todas las maneras que puedo. Y creo que es justamente esa percepción sobre la normalidad trastocada e «insultada» lo que me anima a continuar luchando como lo hago. Lo que me inspira a continuar. Una pequeña batalla diaria, una forma novedosa de comprenderme a mí misma.