La grandeur
Siempre envidiaré la manera en que los franceses han asumido como nación la pasión por la literatura.
Por si aún no lo conocen, les invito a que echen un vistazo a este vídeo que el Huff les ofrece en su Twitter:
Desde la primera vez que lo vi, he vuelto reiteradamente al discurso de Bruno Le Maire, ministro de Finanzas del Gobierno francés. Y siempre me ha conmovido.
Sus palabras son bellas y certeras. Dicen, y dicen mucho. Con elegancia, con profundidad, con riqueza. Pero, más allá de las palabras, que bien pudieran haber surgido de la trabajada pluma de un redactor de discursos, lo que me conmociona es la voz de Monsieur Le Maire, firme, viva, no convencida de lo que expresa, sino creadora de su expresión.
Conozco muy bien las sensaciones de las que habla el político. He encontrado en la literatura la vida en todas sus facetas, del miedo a la desesperanza, de la pornografía a la mirada platónica del amante desconocido. También la aventura vivida y el banquete por disfrutar.
La literatura es más que entretenimiento o brillo cultural. Es conocimiento, reflexión y entusiasmo. Es un saber legítimo y válido.
Siempre he intentado transmitirlo a quien he encontrado. Y hubiera querido tener conmigo la persuasiva voz de Monsieur Le Maire, ministro de Finanzas del gobierno francés. Ministro de Finanzas. Hay que joderse.
Prefiero no recordar las patadas que han propinado a la literatura y al arte algunos de nuestros políticos. Jack Lang, ministro de Cultura con Mitterrand, defendió el presupuesto de su departamento con una sola frase: “la cultura es la vida”.
Me pregunto si la pasión con que los gabachos defienden su legado tiene algo que ver con la virulencia con la que afrontan a veces sus reivindicaciones. No es raro que las manifestaciones terminen en algarada, barricada y chubasco de piedras. Un profesor francés que agota mis reservas de borgoña me comentó, entre plato y plato, que la tradición revolucionaria que tienen en su país como patrimonio les lleva a aceptar que una manifestación termine en disturbio callejero.
Eso sí, añadió, también consideran natural que la policía lleve a cabo su hosca labor. Desde la impune balconada de un hotel de lujo, presencié un vendaval de hostias entre cascos y chalecos en el que vi reflejadas las guerras de La Vendée.
Sea o no correcta la percepción del enseñante, lo cierto es que los gobiernos de aquel lado no suelen sentir como desdoro la negociación razonable, aunque la preceda la violencia. Nadie entendió las cesiones a los chalecos amarillos como una bajada de calzones, sino como la asunción del espíritu republicano, que sigue viendo a Marianne al frente de cualquier motín.
Y no ignoro que la política francesa ha conocido momentos de horror que dejan a Goya a la altura de un ilustrador infantil. Pero no dejaré de envidiar la manera en que los franceses han asumido como nación la pasión por la literatura.
Un país que durante veinticinco años se sentó en masa delante del televisor para ver Apostrophes, un programa sobre libros. Y que hizo de su presentador, Bernard Pivot, una leyenda. Apasionado del beaujolais, como bebedor no estaba a la altura.
Un país en el que los grandes premios se conceden a obras publicadas, lejos de los mercadeos comerciales. El Goncourt tiene una dotación económica que apenas da para tomarse dos birras: 10 euros. El premio se falla en el restaurante Drouant. El día en que yo lo visité lo más sabroso fueron las citas de la carta. Malicié que, probablemente, el chef se habría entregado a los estragos del beaujolais o estaría viendo Apostrophes.
Y, aún en agraz, el galardón concedido por los estudiantes está alcanzando en prestigio a su hermano mayor.
Quizás estuvimos cerca de alcanzar tal nivel cuando la Segunda República impulsó las Misiones Pedagógicas, la Barraca y el Teatro del Pueblo, y consideró fundamental alfabetizar a la población y mostrarles el tesoro que se encerraba en los libros, en los museos, en el folklore y en los escenarios.
Ahora, el Gobierno de Macron ha incluido las librerías entre los comercios indispensables que deben permanecer abiertos durante el nuevo confinamiento. Ha dicho en voz alta que la cultura, la verdadera cultura, es primordial, como lo son el alimento y la medicina. Que la belleza y el pensamiento son derechos irrenunciables.
Mientras tanto, en España, el diputado Íñigo Errejón dirigía, durante la semanal sesión de control, una atinada pregunta al Gobierno acerca de la salud mental de los ciudadanos, su preocupante situación y los posibles planes para remediar esta. Al terminar el de Más País su oportuna intervención, un diputado le dirigió un sonoro e insultante ”¡Vete al médico!”. Pero no hay suficientes psicólogos en España.
Quizás debieran incluir las chocolaterías en la lista de imprescindibles, por más que el chocolate no impida el suicidio. Jean-Paul Aron, con un estilo delicioso y sensual, ha dejado escrito que el encanto del chocolate procede del choque entre lo amargo que disuade y la suavidad que seduce; juego erótico al que aun las naturalezas más rígidas acabarán prestándose algún día.
Aunque el único insultado fue el autor del improperio, que se disculpó afirmando que no era su intención humillar a quienes padecen por causa de su espíritu. Y no me queda sino preguntarme cuál sería su intención. Y por qué no puedo dejar de contrastar su voz con la de Monsieur Le Maire.