La España de Fernando Simón o la de Pablo Motos
De esta crisis saldremos siendo conscientes de quién ha estado a la altura de las circunstancias y quién no.
Ya se ha convertido en un lugar común asegurar con cierto toque campanudo que la crisis del coronavirus nos cambiará como sociedad y como personas. Habrá que verlo, porque quien entra en una crisis como esta siendo un impresentable es muy probable que salga igual de impresentable: un necio lo es de por vida. Del mismo modo, los sensatos habrán superado la mayor crisis sociosanitaria de las últimas décadas con sensatez e, incluso, mejor aprendidos.
Dejaremos de lado la crisis del Covid-19 y habremos descubierto que los afectos que nos unían a muchos amigos, conocidos e incluso familiares se han desintegrado de forma irreversible. Bien está que el coronavirus actúe de purgante que contribuya a apartar de nuestras vidas a toda esa gente que tanto nos ha irritado, ofendido y minado. Estos meses nos han puesto a prueba, es cierto, y lo seguirán haciendo porque queda mucho tiempo para dar esto por terminado. Pero no deja de resultar cada vez más desalentador ver lo que nos rodea para comprobar que nuestra capacidad de asombro, que creíamos infinita, se va dañando hasta casi agotarse.
Hay ejemplos a toneladas. Periodistas que denuncian con teatreros esparadrapos en la boca que les quieren callar mientras escriben a diario lo que les da la gana en sus periódicos y no paran de hablar en las tertulias a las que son invitados. Ciudadanos que llevan semanas criticando la manifestación del 8-M y se rasgan las vestiduras cuando se les prohíbe manifestarse en pleno estado de alarma para clamar contra Pedro Sánchez. Programas de YouTube que insisten un día sí y otro día también que el Gobierno maquina oscuras estrategias para cerrarlos mientras, un día sí y otro también, se dedican al insulto y la mentira sin que nadie haya hecho el más mínimo intento de cerrarlos. Indignados ciudadanos que se mofan de las lágrimas de Pablo Iglesias pero se sienten representados por las de Isabel Díaz Ayuso. Partidos políticos cuya máxima contribución al combate contra el Covid-19 ha sido, hasta el momento, exigir al presidente del Gobierno que se ponga corbatas de color negro mientras celebran la clausura de la pesadilla de Ifema repartiendo bocadillos de calamares. Tuiteros que que se ofenden cuando Pablo Iglesias pide perdón por los errores cometidos y aplauden a Martínez Almeida cuando asume un fallo y entona el no tan difícil ‘lo siento’. Ofendidos que tuitean con el hashtag #elgobiernodelbulo cuando sus cuentas son una inmundicia de falsedades y fake news. Enardecidos defensores de la privatización de la sanidad pública que, en fin, ahora se echan las manos a la cabeza al constatar el colapso de las UCIs y la falta de recursos.
Exigir la coherencia total es, además de una estupidez, un imposible. Pero al menos hay que esforzarse por no caer en contradicciones que, de tan evidentes, causan verdadero sonrojo. Del mismo modo, somos dueños de nuestros actos y nuestras palabras y, en situaciones como las actuales, debe medirse cada juicio que se formula, cada paso que se da. Más aún cuando se ocupa un cargo de responsabilidad política o de influencia social.
Que Isabel Díaz Ayuso lleve dos meses machacando con la idea de que el 8 de marzo fue el “mayor infectódromo de España” y, con 25.000 muertos, organice un evento multitudinario en el que se pone a repartir bocatas de calamares para celebrar el cierre de Ifema es de una irresponsabilidad inaudita. Al menos, y aunque haya sido a rebufo de José Luis Martínez-Almeida, ha pedido perdón. Como diría Camilo José Cela, menos da una piedra.
En otro ámbito bien distinto se sitúan algunos presentadores televisivos que reúnen todas las noches a millones de espectadores y que han adoptado con sorprendente pericia el papel de cuñado que reparte bofetadas entre risotadas mientras presumen de ser los primeros en alertar del coronavirus. Se puede valorar mejor o peor la gestión del Gobierno, pero mofarse públicamente de Fernando Simón por su forma de vestir y su voz, como ha hecho Pablo Motos en su programa El Hormiguero, es de una bajeza moral y una mezquindad aterradora. Sobre todo cuando ese mismo presentador no para de quejarse, muchas veces con razón, de las críticas que los medios acostumbran a lanzar contra él y su programa.
A estas alturas me siento incapaz de valorar si Fernando Simón lo está haciendo bien, mal o regular, pero sólo muy pocos niegan que se está dejando hasta la última gota de salud en evitar un solo contagio más en España. Sólo por eso debería merecer el respeto de todos. Que su cara se haya ido demacrando semana a semana —como la de miles de personas que no han dejado de trabajar un solo minuto para combatir desde sus puestos la crisis que a todos nos afecta— no puede ser motivo de burla por muy humorístico que sea el programa, sino de admiración y gratitud.
Incluso de las peores crisis se pueden sacar grandes enseñanzas. De esta no sé si saldremos todos cambiados, pero sí lo haremos siendo conscientes de quién ha estado a la altura y quién no. Quién, en fin, forma parte de la España de Fernando Simón y quién de la de Pablo Motos.