La erotización del suicidio
En España el suicidio es la primera causa de muerte no natural.
En Occidente siempre ha habido una cierta fascinación por el suicidio, sobre todo en la literatura y la filosofía. Se veía esta acción como una forma honrosa de evitar el oprobio y la injusticia en la Grecia clásica. Sócrates se suicidó por inteligencia: el temor a perder sus convicciones y a adoptar a sus enemigos, a esterilizar el pensamiento crítico, lo llevaron a quitarse la vida. En Roma, por otra parte, el suicidio se permitía siempre y cuando se hiciera una solicitud al Senado. Este, una vez estudiadas las circunstancias personales del sujeto, le entregaba, o no, un frasco con cicuta que le permitiera poner fin a su vida. En la literatura, todos conocemos la historia de Romeo y Julieta, la historia de dos chicos que se suicidaban por amor, por la incomprensión de sus padres. En Las desventuras del joven Werther, el protagonista se inmoló debido a que no podía estar con Lotte, su amada. Goethe y su Werther nos mostraron una perspectiva distinta: el suicida estaba unido al romanticismo, cuando la vida era sufrimiento para el artista, y si en ese dolor era imposible encontrar salida, había que descender a los infiernos para buscar la plenitud. Los románticos lo reivindicaban como un acto de libertad, una forma de reaccionar ante los cánones sociales y el cinismo y desapasionado tiempo que tuvieron que vivir. Una reivindicación de la razón y de la originalidad. Ese ha sido el hilo conductor sobre el suicidio durante muchos años: una experiencia liberadora, una negación de la realidad. Lo que Balzac denominaba “una muerte del yo’’.
Pero, si dejamos consideraciones artísticas a un lado, la realidad es que en España el suicidio es la primera causa de muerte no natural. Podríamos buscar muchas explicaciones: la crisis económica, la dificultad por parte de muchos sectores necesitados de especial protección de incorporarse al mercado laboral, así como los demonios internos de cada persona o sus trastornos psíquicos. El suicidio tiene su origen, actualmente, en ese individualismo que ha recubierto nuestras vidas de una leve pátina de indiferencia ante el sufrimiento ajeno. La indiferencia, después de todo, es más peligrosa que la ira y el odio. La ira a veces puede ser creativa. La indiferencia nunca es creativa. Incluso el odio a veces puede provocar una respuesta; en cambio, “la indiferencia es el peso muerto de la Historia”, parafraseando a Gramsci. No provoca una respuesta. No es un principio; es un fin. Y, por lo tanto, está siempre a favor del enemigo, porque beneficia al agresor y nunca a su víctima, cuyo dolor se magnifica cuando se siente olvidado.
Pocas personas piensan en las batallas diarias que estas personas han de librar diariamente contra las trampas que la memoria coloca en sus caminos. La sensación del suicida y la del depresivo coinciden en muchos sentidos. El suicida siente un dolor incompatible con la vida. El alma muere poco a poco. Es la náusea de los sentidos. Los suicidas, como los depresivos, llegan a un momento en que son incapaces de diferenciar las intenciones de los demás. Se sienten vulnerables y eso impide que puedan relacionarse de igual a igual. Y cuando intentan hacerlo, solo lo pueden hacer comunicando ciertos aspectos de su vida que desagradan a los demás, y que ellos mismos han interiorizado como algo normal. Una persona de esas características es autocompasiva; en ocasiones, se siente humillada cuando tiene que pagar dinero para que la escuchen. Por eso me sorprende que en según qué círculos, estar mal esté más que aceptado. Parece que la búsqueda de la felicidad o del bienestar sea un camelo para idiotas, y que a uno lo hacen menos inteligente y cautivador que las enfermedades mentales o los pensamientos suicidas. Y todo por la obsesión que hay en la actualidad con distanciarnos de la masa.
Las enfermedades mentales o los casos de suicidio intentados o consumados son lágrimas para las víctimas y sus familiares. No crees merecer el cariño de alguien debido a la animadversión que sientes hacia ti mismo. El dolor no equivale a algo bonito, pese a que nos quieran hacer creer lo contrario. El dolor es dolor. La vida de Kurt Cobain fue un infierno; la de Sylvia Plath, también. David Foster Wallace nos estremeció hablando de la sensación del suicida en el capítulo referido a Kate Gompert en La broma infinita, o sobre cómo se sentía una persona que asistía a terapia por depresión en La persona deprimida. La vida es un derecho y no una obligación. Pero aquí entran dos conceptos básicos: libertad y responsabilidad. Uno puede suicidarse si quiere, pero que no frivolice sobre el tema. Enfatizo en la libertad responsable porque hoy en día parece que todo el mundo quiere liberarse de los efectos secundarios de sus acciones. Por eso, la responsabilidad es el intento del hombre de equilibrar la balanza entre nuestras acciones y sus consecuencias. Si no eres libre, no eres responsable; si no eres responsable, no eres libre. Y enfatizo en la responsabilidad solidaria porque un contrato social no solo obliga a la clase política para con sus ciudadanos. También es obligatorio para las relaciones entre los propios ciudadanos. Y en este país muchas veces nos olvidamos de esto último. Pedimos mucha ayuda a las instituciones públicas cuando estas no pueden hacer todo el trabajo.