'La edad de la ira': la adolescencia se hace adulta
Se sale de La edad de la ira -de Fernando J. López, puesta en escena por La Joven Compañía, con dirección de José Luis Arellano García-, en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid, con ganas, muchas ganas, de contar el espectáculo. Y de hacerlo bien para que quien te lea o te escuche sepa lo que se perderá si no se apresura a comprar entradas para ver, oír y vivir esta historia de adolescentes antes de que el boca-a-oreja ponga el cartel de "no hay billetes" en la taquilla.
Unos adolescentes cualesquiera en un barrio cualquiera. Unos adolescentes movilizados, es decir, con el móvil todo el día en la mano. Unos adolescentes que le harán gritar, como lo hacen ellos, por ese luminoso dolor que es luchar por tener una vida. Una vida propia que merezca la pena ser vivida. Una vida verdadera a la que los adultos, por miedo y por desconocimiento, ponen trabas, empujándolos a todo aquello que se dice que se les quiere evitar. Ese por su bien que se convierte en su mal.
Es este impulso luminoso y cálido, que va adquiriendo velocidad de crucero a medida que pasa la obra, el que hace bajar las alarmas iniciales. Las que se encienden cuando al comienzo parece que va a ser un espectáculo simplemente teatral y que el texto va a estar gritado. Claro que hay teatro y claro que se grita. Hay teatro para que se entienda una historia a nivel emocional, y hay grito, grito de dolor, de rabia, de unos jóvenes airados que lo único que pretenden es tomar la palabra. Gritos que piden la vez para hacer oír su voz. Una voz que no se cree única, como la de sus mayores. Sino una voz apenas escuchada, apenas entendida y (casi) siempre ninguneada.
Spot de La edad de la ira cedido por La Joven Compañía dirigido por Juama Carrillo
Una voz humana que se encierra en una pecera, eficaz y bella metáfora escenográfica, que les convierte en seres tan raros como peces de colores. Siempre moviéndose entre esas plantas acuáticas a los que de vez en cuando se les echa algo de comida para hacerles unas fiestas. En esta obra, la comida es el cine clásico, que igual que incluye Al este del Edén podría haber incluido Rebelde sin causa. Ambas protagonizadas por James Dean, ese actor que murió joven y, por tanto, vive joven eternamente.
Una eternidad que los protagonistas de esta obra no tienen. Conscientes de que el tiempo pasa y se les pasa. Un paso del tiempo que viven y sienten físicamente. En el que los deseos se cruzan y van siempre dirigidos a quien no los solicita o a quien no se los merece. Un mundo en el que no están separados mente y cuerpo, pues si la vida es algo, es poesía y si la poesía es algo, es físico.
Al menos así lo muestra Álex Villazán, el actor que hace de Marcos, el protagonista de la obra. Un adolescente homosexual al que se le acusa del asesinato de su hermano. Marcos ha nacido en el seno de una familia ultracatólica y ejemplar. Una buena familia. Una familia de bien. Familia que no se muestra como una crítica a la iglesia, sino como imagen española de todos los integrismos que acechan a la sociedad actual y a los adolescentes en particular. Chaval que a las actividades escolares y extraescolares, salidas con los amigos, el cine, las lecturas, los profes y otras cosas, añade la pasión por un cincuentón. Relación condenada por su familia y que impide que ese cincuentón se convierta en refugio y consuelo.
Sí, contada así, parece una historia sórdida, pero sobre las tablas hay poesía, hay emoción, hay sentimiento, hay reflexión, hay hasta humor (que Rosa Martí sirve como una mezcla de Laly Soldevilla actualizada y la telefonista que Cheek by Jowl trajeron a España en Troilo y Crésida).
Aunque lo que verdaderamente hay son unos actores que cabalgan a pelo este caballo indomable y salvaje que ha escrito Fernando J. López. Caballo que irán domando a medida que se vayan haciendo representaciones, sin que pierda el brío, la energía, y, sobre todo, la ganas de recorrer escenarios para contar un mundo presente en el que hay futuro. El futuro de Sandra, el personaje que interpreta María Romero, personaje que nos hace apreciar la belleza del mundo con su alegría inteligente.