La derecha que rompe España
Muchos escaños de la derecha desprenden un preocupante aroma a nostalgia de Golpes de Estado.
La derecha española tiene un serio problema con la Democracia. Nada nuevo bajo el sol: Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero y ahora Pedro Sánchez han sufrido la oposición feroz de los Aznar, Acebes, Zaplanas o Gil Lázaro, la guerra sin cuartel a todas y cada una de sus propuestas y leyes. No en vano, el término ‘crispación’ asociado a la política coincide histórica y sospechosamente con años en los que ha gobernado la izquierda.
No es una opinión: son hechos. Luis María Ansón reconoció en 1998 que, durante el Gobierno de Felipe González, tanto el PP como “algunos medios financieros” y “algunos medios de comunicación” se confabularon en una “operación de acoso y derribo” para desalojar al presidente socialista de La Moncloa después de permanecer 13 años en el poder. “Fue necesario poner en riesgo el Estado”, señaló el exdirector de ABC, miembro de lo que formalmente se llamó Asociación de Escritores y Periodistas Independiente y que popularmente se conoció como el ‘Sindicato del Crimen’. Muchos de los que entonces formaron parte de esa campaña de intoxicación informativa siguen hoy practicando una intoxicación informativa similar, dando lecciones a diario desde sus cadenas de radio —que casi nadie escucha— o medios de comunicación de inflada audiencia.
José Luis Rodríguez Zapatero sufrió una de las oposiciones más broncas y desleales que se recuerdan en la historia de la democracia española. Sustentadas por el dúo Acebes-Zaplana, todas las sesiones de control al Gobierno se convirtieron en aquelarres donde al presidente del Gobierno y a los miembros de su Ejecutivo se les llamaba traidores, ilegítimos y amigos de los terroristas. Estuvieron cuatro largos años acusando a Zapatero de haberse rendido ante ETA —Zapatero, bajo cuyo Gobierno se acabó con ETA— y de ejercer un sospechoso desinterés por investigar el 11-M empecinándose en buscar a los sospechosos “en desiertos lejanos”. Esa política de agitación la culminó Mariano Rajoy al acusar a Zapatero en sede Parlamentaria de haber traicionado a los muertos.
La derecha sabe lo que es la oposición, pero sólo la reconoce cuando no es ella la que que la ejerce. Cristóbal Montoro lo resumió perfectamente en una frase que dirigió a Ana Oramas en 2010, en la peor fase de la crisis económica: “Que caiga España, que ya la levantaremos nosotros”. Esa es su forma de entender su responsabilidad como partido de la oposición y que Rajoy redondeó con su incomprensible “cuanto peor, mejor para todos, y cuanto peor para todos mejor, mejor para mí el suyo beneficio político”.
Ahora el saco de los golpes es Pedro Sánchez. La fragmentación política intensifica la cacofonía de los insultos, aunque todos tienen un origen común: parten de la bancada de los partidos de derecha ideológica —Vox, PP y el cada vez más insignificante y vodevilesco Ciudadanos— y están rebasando el límite de lo tolerable incluso antes de que la Legislatura haya echado a andar.
Las dos sesiones de investidura han sido el preámbulo de lo que apunta va a ser una Legislatura bronca y exaltada. Crispada. No se pretende que las sesiones en el Congreso se transformen en una larga conversación digna de un salón de té, pero sí es imprescindible que se modulen las formas, se rebaje el tono y todos sean conscientes del papel que desempeñan: la oposición ejerciendo de oposición y el Gobierno gobernando.
No es tan complicado entender que si Pedro Sánchez intenta formar Gobierno es porque una mayoría de españoles lo ha querido así a través de la fórmula más democrática posible: el voto. El respeto a lo que diga la ciudadanía debe ser escrupuloso por parte de los que tienen como único trabajo representar a esa misma ciudadanía. Esa España con la que se dan orgullosos golpes en el pecho los Abascal, Casado, Álvarez de Toledo o Arrimadas está formada por personas de distintas ideologías, aspiraciones y preocupaciones. Si son incapaces de entender esta obviedad tal vez deberían replantearse su función como representantes públicos.
La oposición puede —y muchas veces debe—, ser bronca. Nada malo hay en ello. Pero deben establecerse unas líneas rojas que nunca se puedan rebasar. La primera, la defensa de la Democracia y todo lo que ésta implica. Democracia es debatir y discrepar, es respetar al contrario, anteponer los intereses generales a los particulares pensando en todos, voten a quien voten. No lo es en ningún caso hablar, como ha hecho Santiago Abascal, de Gobierno ilegítimo porque hay “escaños ilegítimos”. Establecer este marco conceptual implica que todo vale, que la situación es de tal gravedad que es legítimo —esto sí— tomar cualquier medida para evitarlo.
Sólo en ese marco conceptual encaja que el eurodiputado de Vox Hermann Terstch llamase a aplicar el Artículo 8 de la Constitución “para que las Fuerzas Armadas interrumpan un obvio proceso golpista de voladura de España como nación”. Propone este representante en el Parlamento Europeo de todos los españoles un Golpe de Estado real para evitar un Golpe de Estado ficticio. Es sencillamente delirante.
Muchos escaños de la derecha desprenden un preocupante aroma a nostalgia de asonadas, a rebasar esa línea roja democrática justificándola, paradójicamente, en una supuesta defensa de la Democracia. Constitucionalistas que proponen dinamitar la Constitución.
Que haya tensión política es normal. También lo es que la oposición sea enérgica. Que se convoquen manifestaciones —¡lo que les gusta a la derecha las calles, a ser posible acompañados de obispos y curas para darle mayor pátina divina!—, forma parte de la libertad de expresión y reunión. Pero que se tenga en cuenta que lo que rige para unos rige para el resto. Escuchar a los representantes de Bildu en el Congreso puede ser repugnante, pero no hay mayor síntoma de salud democrática que el hecho de que puedan hablar ante la ciudadanía, que personas que han amparado o defendido a los terroristas se hayan sumado a la normalidad democrática. Porque la Democracia también es eso: escuchar lo que uno aborrece.
Y eso vale para todos, siempre y cuando sean demócratas. Lo otro es romper España.