La democracia cocida
Vemos normal lo que no lo es y cotidiano lo alarmante.
Quizá hayan oído una historia curiosísima que se cuenta acerca de las ranas. Al parecer, si tomamos una rana y la colocamos dentro de una palangana llena de agua hirviendo, la rana saltará inmediatamente fuera del recipiente para evitar quemarse. Pero si tomamos a la misma rana, la colocamos dentro de una palangana llena de agua fresquita y empezamos a calentar el recipiente a fuego lento, la rana terminará muriendo cocida dentro del agua. No sé si la historia es cierta o no, pero desde que la oí entiendo mucho mejor un montón de situaciones terribles de personas con las que me he encontrado, cuya única explicación es el carácter gradual del proceso de deterioro que las llevó hasta extremos de los que hubieran huido saltando en caso de haberse expuesto directamente a ellos.
Vivimos en una democracia cocida. Hace treinta años todos hubiéramos saltado inmediatamente para escapar, en caso de que Alberto Ruiz Gallardón y Joaquín Leguina se hubieran enzarzado en una campaña electoral absolutamente violenta, culpándose uno al otro a voz en grito de provocar miles de muertes, pidiendo la ilegalización del partido del contrario, calificando al adversario con los adjetivos más extremos -aquéllos que en el imaginario colectivo están asociados a guerras mundiales y dictaduras genocidas-. Cualquier partido que hubiera colocado en el metro carteles que enfrentan la ayuda humanitaria a menores inmigrantes contra las pensiones de nuestros ancianos se hubiera despedido de su representación parlamentaria durante un par de generaciones.
Si Julio Anguita se hubiera presentado como candidato de Izquierda Unida en Madrid por estricto cálculo de márketing, contraviniendo el espíritu elemental de un cabeza de lista autonómica, habría empezado a usar mascarilla sin haber pandemia, de la vergüenza que le daría semejante falta de respeto al pueblo madrileño. Pero nos empezaron a calentar el agua poquito a poco en toda España. Y vino el tamayazo sin que nadie se sonrojara. Y el pulso independentista catalán elevó la demagogia populista hasta lo que pocos años antes hubiera parecido una caricatura. Cayo Lara fue sustituido por Pablo Iglesias. España dejó de ser la excepción europea que no tenía partido de extrema derecha. Y llegaron las redes sociales para enmerdarlo todo e iniciar una reacción de polarización en cadena cuyo final no se atisba.
Permanecemos inmóviles en nuestra cocción. Aparecen burbujas en el agua y nuestras partes más externas ya se notan escaldadas. Por eso pierden sensibilidad y no nos llaman la atención cosas que deberían llamárnosla. Vemos normal lo que no lo es y cotidiano lo alarmante. La política nunca fue racionalidad pura, pero el descenso de un punto porcentual en el peso que la razón tiene para el voto es más grave que el ascenso de un grado de temperatura en el clima del planeta. Estos días recordamos a Iván Redondo sentenciando el fin del eslogan “es la economía, estúpido” y su reemplazo por “son las emociones, estúpido”. Recuérdelo la próxima vez que le dé algo de palo sacar ciertos temas con según qué amigos. Estamos a punto de ebullición. Un ratito más y nos emplatarán junto a unas deliciosas ancas de rana.