La crítica sana
Es preocupante constatar las numerosas voces que en los medios o en redes sociales ponen en cuestión la labor del Gobierno en este momento.
En una situación de emergencia sanitaria como la que padecemos desde hace días a propósito de la pandemia de coronavirus, con sus dramáticas consecuencias (amplio número de contagios con elevada mortalidad, estado de alarma, confinamiento en casa, etc.), resulta inevitable que surjan dudas sobre la actuación de nuestros responsables políticos, en general, y del Gobierno, en particular. Nos preguntamos si las decisiones que tomaron, en su momento, y las que están adoptando cada día, han sido y son (las más) adecuadas, o no. Es comprensible que, a título personal, nos hagamos esas preguntas, humanas, demasiado humanas; y, en tanto que ciudadanos, resulta saludable comprobar que estamos atentos, dispuestos a la crítica, vigilantes de nuestros representantes y gobernantes. Una democracia sana no solo se debe permitir una ciudadanía crítica y vigilante, es que la necesita. Hasta aquí, por tanto, nada que objetar. Todo lo contrario: Anima constatar que en nuestro país estos más de cuarenta años de vida en democracia han servido, entre otras cosas, para que hayamos madurado como ciudadanos, sujetos titulares de derechos y obligaciones, pero también actores políticos primarios en tanto que titulares de todo el poder público, como muy bien proclama el art. 1.2 de nuestra Constitución.
Sin embargo (casi siempre hay un “sin embargo”), también empieza a resultar preocupante constatar que son numerosas las voces que se hacen escuchar en los medios de comunicación, o a través de esos altavoces particulares que son las redes sociales, poniendo seriamente en cuestión la labor del Gobierno. El riesgo está en que la sana crítica, siempre necesaria, acabe convirtiéndose en un progresivo socavamiento de la legitimidad del Gobierno para la toma de decisiones, en un momento tan crucial como este, en el que la vida y la salud de muchas personas están en juego y en el que se nos están pidiendo sacrificios tan altos.
Difícilmente se puede responder de manera eficaz a un desafío tan extraordinario como al que nos enfrentamos si la política pierde la perspectiva del interés general para seguir jugando al provecho partidista, y si, por parte de la ciudadanía, dejamos de “creer” en nuestras instituciones y en sus representantes, hasta el punto de cuestionar sus decisiones y actuaciones, como posible paso previo a desobedecerlas. Y es que la legitimidad democrática se basa, en último término, en eso: en una “creencia” (o confianza), no ciega, claro está, en que nuestros representantes, elegidos, de manera más o menos directa, por “nosotros, el pueblo” (el cuerpo electoral), actuarán como deben hacerlo, conscientes de la alta responsabilidad que les corresponde.
Por eso, contribuir al socavamiento de esa legitimidad, en estos momentos, más que un acto de ciudadanía responsable, constituye un ejemplo de irresponsabilidad política y social manifiesta. Es precisamente en momentos como el presente, tan excepcionales, en los que necesitamos confiar más que nunca en nuestras instituciones, aunque solo sea por una razón puramente pragmática: ¿tenemos alguna alternativa mejor? ¿Realmente hay alguien en su sano juicio que piense que lo mejor sería ignorar las órdenes o recomendaciones del Gobierno y...? Ni siquiera se me ocurre, francamente, cómo seguir esa frase sin perder el sentido de la realidad.
El Gobierno, no para de repetirlo, orienta sus decisiones a partir de las evidencias científicas que conoce y de las recomendaciones de los expertos. Se le ha criticado que eso es parapetarse detrás de “la ciencia” para no asumir su responsabilidad política. No lo comparto. Al Gobierno, como es natural, le corresponde asumir toda la responsabilidad política por todas las decisiones que está adoptando y por todas las actuaciones que está llevando a efecto, pero sería incomprensible que detrás de esas decisiones y actuaciones (políticas) no hubiera una base científica, más aún cuando de lo que se trata es de luchar de la manera más eficaz posible contra una pandemia de origen viral.
En definitiva, en la encrucijada en que nos encontramos hay que huir tanto del burdo y/o interesado “seguidismo” del Gobierno, como del pernicioso socavamiento de su legitimidad para la toma de las difíciles decisiones que vamos conociendo, pues tanto una cosa como la otra son impropias de una ciudadanía madura y responsable. Evidentemente, este es un equilibrio muy difícil de mantener, pero bien haríamos todos en concienciarnos de su importancia, pues de su mantenimiento depende no solo que salgamos con el menor daño posible de la grave crisis sanitaria que atravesamos, sino que también depende, en no pequeña medida, el futuro inmediato de nuestro régimen democrático.
Cuando todo pase, que pasará, aunque deje dolorosas secuelas duraderas (de carácter personal, social, político y económico), tendremos ocasión de pedirle al Gobierno que rinda cuentas. Cada uno hará su valoración, positiva o negativa, de su actuación. Y llegado el crítico momento electoral ya veremos qué pasa. El Gobierno, no quepa duda, tendrá que responder por lo que ha hecho. Y responderá. Quien con toda seguridad no lo hará es aquel/la que ahora, consciente o inconscientemente, ha cruzado esa delgada línea roja que delimita la sana crítica de la contribución al socavamiento de la legitimidad del Gobierno para decidir y actuar. La democracia, con sus fortalezas y debilidades, necesita ciudadanos conscientes de sí mismos y de sus responsabilidades, ante los demás y ante el propio sistema. Ya deberíamos tenerlo claro: No hay democracia sin buenos demócratas. Que cada uno haga análisis de conciencia. Salud.