La conversación como tejido de lo común
Urge que reflexionemos seriamente sobre las dinámicas que alimentamos a diario.
El tecnocapitalismo que habitamos, y que nos habita, nos está convirtiendo en sujetos narcisistas, deseantes y esclavos de una lógica, la del mercado, en la que no hay espacio para la reciprocidad. Mientras que compramos y nos entretenemos, nos sentimos vivos. Cada cual frente a la pantalla, con la ilusión de ser parte de una comunidad construida con likes y seguidores. Desconectados emocionalmente, enfriados, como dice Remedios Zafra, mientras que el planeta no deja de calentarse. En los espacios en que practicamos un sucedáneo de comunicación, ya que suele faltar el viaje de ida y vuelta de los argumentos, tendemos a mirarnos no tanto en el espejo de los otros sino en el propio. Así nos fabricamos una máscara que a veces, solo a veces, oculta nuestros miedos e inseguridades, además de la frágil autoestima que no queremos ver. En este contexto es relativamente fácil encontrar trincheras acogedoras y batallas que tanto me recuerdan a los pulsos de machotes. De esta manera, las palabras, en vez de acogedoras, se vuelven dagas. Las heridas de esta palabrería son las marcas que el odio, la ira o el no reconocimiento van dejando en nuestra piel de sujetos tecnológicos. Tan ilusos al creernos dueños y señores de nuestro cubículo cuando no somos más que una pieza de los engranajes movidos por pactos de caballeros.
En la cultura de lo instantáneo y acumulativo, apenas si queda un resquicio para la duda, la curiosidad y, menos aún, para el sano reconocimiento de nuestras limitaciones. Todas y todos acabamos siendo presas de una suerte de masculina fantasía, que diría Santiago Alba, en detrimento de la femenina imaginación. Es esa deriva fantasiosa la que nos lleva a creernos gallos de corral en un espacio público convertido en suma imposible de ecos. Un lugar donde, en consecuencia, es fácil creerse sabelotodo e imbatible, sin grieta posible por donde las incertezas nos muevan el suelo que pisamos. De ahí a la soberbia como actitud (anti) intelectual hay solo un paso. El que ciega la posibilidad de tender puentes.
He pensado mucho en estos males que a todos nos aquejan con ocasión de muchos (supuestos) debates que proyectos políticos y jurídicos han generado en estos años de gobierno de coalición y, muy especialmente, ante lo leído en las últimas semanas tras los efectos perversos generados en la práctica por la Ley Orgánica de Garantía de Libertad Sexual. Un magnífico ejemplo de cómo convertimos una controversia que requiere templanza y finura jurídica, en un campo de minas en el que compiten el cinismo de las anteojeras y la estrechez de miras de quienes buscan más la zancadilla que el abrazo. Hubo soberbia en la actitud inicial de las máximas responsables en Igualdad, quienes, en lugar de lanzar dardos no exentos de verdad, deberían haber asumido, como mínimo, la posibilidad de la grieta y el deseo de superarla con mesura y aliento democrático. Pero también hubo soberbia, y mucho cinismo, por parte de una oposición, política y mediática, que asume banderas como quien se cambia de camiseta según la moda, e incluso por tantos opinadores, animalario en el que me incluyo, que con frecuencia confundimos nuestro rinconcito con un púlpito. Otra fantasía que provoca que el ágora devenga suma imposible de oráculos. Convertido el Congreso, por cierto, en lodazal donde parecen permitirse todas las violencias, muy especialmente las que tienen como diana a las que osan impugnar el masculino “diputados”.
Más allá de encontrar la salida del laberinto jurídico que ha convertido “milagrosamente” a la derecha en vanguardia de los derechos de las mujeres, que entiendo estén bien hartas de ser víctimas y pretexto, urge que reflexionemos seriamente sobre las dinámicas que alimentamos a diario y que tan difícil hacen gestionar la democracia en las sociedades complejas que vivimos. Es necesario que incorporemos la ética del cuidado, y con ella la de la duda, en los espacios en que tejemos lo común, empezando por un Parlamento en el que las leyes deberían ser espacios de posibilidad para el avance de la dignidad y no un sucedáneo de corral donde cada gallo demuestra su poderío. En ese vasto campo amplificado hoy por la tecnología y donde con frecuencia se ponen en juego los derechos humanos y la justicia social, agrandándose así los agujeros negros por donde la democracia pierde savia. Un riesgo, en fin, para una forma de gobierno, y de vida, que reclama el arte de la conversación. Ese aliento compartido con praxis y palabras que exige, de entrada, una rebaja sustancial de los egos y una superación de la bestia que todos y todas llevamos dentro.