La Constitución como cultura
Nuestra Carta Magna viene a representar la cera en los oídos de Ulises frente a los cantos de sirena.
Nuestra Constitución cumple 42 años. Durante este largo periodo, el más largo en nuestra historia con una Constitución democrática, hemos gozado de un marco normativo que reconoce derechos y libertades fundamentales a todas las personas. Son más de cuatro décadas, con sus luces y sus sombras, en las que hemos sentado las bases de la convivencia en común a partir de la definición de nuestro Estado como social y democrático de Derecho o con el reconocimiento de la autonomía (el autogobierno) a las nacionalidades y regiones que componen y definen España.
Como es sabido, la Constitución de 1978 es rígida de acuerdo con la interpretación de Bryce, en buena medida como consecuencia de nuestra experiencia histórica. Es la primera Constitución de consenso, que no es de media España contra la otra media y que no responde al ideario o programa concreto de ningún partido político, confesión religiosa o concepción del bien o de la virtud. En relación con los tres grandes problemas que nos habían enfrentado a los españoles (la cuestión territorial, la forma de gobierno o la cuestión religiosa, cuyo corolario más trágico fue la guerra civil) se sitúa en soluciones intermedias, equilibradas, razonables, si se prefiere, superadoras de las dos (incluso de las tres) Españas. Rompe con aquella preocupación del gran poeta sevillano: “Españolito que vienes al mundo te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte el corazón”.
El gobierno de las leyes frente al gobierno de los hombres, la separación de poderes a partir de la regla de los pesos y contrapesos o la configuración de los derechos y los deberes cuya relación e interpretación se rige por la técnica de la ponderación (ningún derecho es absoluto) responde a la misma filosofía de los límites al poder, a todo poder, institucional o social. También la referida rigidez de la Constitución, no solo de su mecanismo de reforma del artículo 168 que busca garantizar que no se produzcan contrarreformas o reformas peyorativas, pretende evitar “volver a empezar”, hacernos daño de nuevo, que nos enfrentemos medio país contra el otro medio o que alguien tenga todo el poder, o tanto poder como para someter u obligar a los demás.
Éste es el gran valor de nuestra Constitución, que es el valor de la mejor tradición del constitucionalismo democrático, y que debemos preservar. Detrás hay una cierta concepción hobbesiana de la condición humana (“el hombre es un lobo para el hombre”), un pesimismo antropológico acerca de nuestra capacidad para vivir libres y en paz sin un sistema de reglas, instituciones y normas compartidas que garanticen una y otra, libertad y paz, y la Constitución viene a representar la cera en los oídos de Ulises frente a los cantos de sirena.
Pero la Constitución no es solo una barrera defensiva frente al abuso y la dominación de mayorías uniformadoras o de minorías poderosas. Tiene un enorme potencial para desarrollarnos como pueblo adulto, para que cada uno de nosotros (y de nosotras) pueda diseñar con autonomía moral su plan de vida, su estrategia de felicidad, de placer o, si se es creyente, de salvación. Sin injerencias y sin paternalismos injustificados. Es la España civil por la que debemos seguir trabajando, abierta al mundo y a Europa, humanista y civilizada.
Tanto por su evidente función protectora, como por sus posibilidades de desarrollo, por los caminos que abre, por los valores que recoge, esa cultura del constitucionalismo democrático, entre ellos la libertad, la igualdad, el pluralismo político, la justicia, la seguridad jurídica o la solidaridad, nuestra Constitución merece ser honrada y elogiada.