La bondad en tiempos de coronavirus
La conversación con mi amiga termina en un incómodo silencio. Un clic, nada más que decir. ¿Iré al infierno por esta reflexión?
Durante las últimas semanas se ha debatido con frecuencia si al finalizar la cuarentena mundial consecuencia del coronavirus seremos “mejores” personas. Una discusión interesante, que hace inevitable preguntarse qué consideramos bondad y maldad en una época descreída como la nuestra. Lo pienso, mientras miro la calle vacía frente al lugar en el que vivo y me pregunto si la mera reclusión de casi sesenta días, es suficiente para hacernos cuestionar la manera en que actuamos y en qué creemos. ¿Qué nos hace creer que sí?
Soy una persona que sin duda podría calificarse así misma como “buena”. Al menos, bajo la interpretación tradicional: Soy una ciudadana atenta a las leyes, buena hija y pariente, intento ser amable con vecinos y desconocidos, procuro cada vez que puedo ayudar al prójimo. No lo hago por ninguna razón en específica: supongo no tengo motivos para mostrarme agresiva o mucho menos violenta, irritante, directamente desagradable. O quizás se trate sólo que en esencia, soy una hija de mi tiempo a pesar de lo mucho que me molesta el pensamiento: una idealista sin remedio, con cierto pesimismo a cuestas pero convencida de las bondades de la nostalgia.
Cualquiera sea el caso, la cosa es que soy “buena persona”. Con todas las letras. De esas buenazas que dicen siempre “por favor y gracias”, que se preocupa por causas benéficas, que siempre se cuestiona a conciencia. Aún así, mi amiga P., convencida cristiana, cree que iré al “Infierno”, lo que sea que eso pueda significar.
— ¿Al Infierno? — le pregunto sorprendida.
— Así es — me responde — es lo que creo.
Conversamos a través de la pantalla de la portátil, ella en Valencia (España) y yo al otro lado del mundo. No sé que ha provocado la discusión o qué ha hecho, que sintamos la necesidad de reflexionar sobre la bondad, como algo más que una abstracción. ¿El Infierno? La palabra tiene un tinte atávico. La última vez que la escuché con esa entonación de completa seriedad fue hace décadas en el colegio de monjas francesas donde estudiaba.
— No es nada personal — me dice, como si lamentara darme esa noticia — pero se trata de algo… inevitable.
Nos quedamos en silencio. A mi amiga la conozco de toda la vida, desde que eramos niñas en un colegio con estricta disciplina. Ella siempre fue educada y severa, yo no tanto.
— ¿Me estás hablando en serio?
— Me tomo en serio mi religión — me explica — y siendo que eres… bueno… creo que has cometido algunos pecados. Y no te arrepientes.
No añade nada. El primer momento burlón pasó y ahora, ambas nos miramos con cierto sobresalto. O al menos yo lo hago: sigo sin comprender cómo una mujer de mi edad, con un cargo de considerable importancia en una empresa de recursos tecnológicas, moderna e independiente me dice algo semejante. Lo expresa con tanta convicción. Para mí, que crecí en un ambiente casi agnóstico y que la mayor parte de mi vida me he hecho preguntas muy concretas sobre la fe y la creencia, su postura me asombra. Y hasta me conmueve.
— Me estás diciendo que recibiré un castigo eterno — insisto.
— Sé que no entiendes de qué te hablo. Pero sí, es lo que creo y me preocupa. Me asusta un poco tu alma inmortal.
— ¿A que viene esto?
— ¿No te preguntas qué pasará una vez que todo termine? ¿Que la epidemia nos permita salir a la calle? ¿No crees que esta es una segunda oportunidad para enmendar errores?
Comprendo cada vez menos la conversación. O mejor dicho, sus connotaciones. Intento no mostrarme irritada ni tampoco directamente a la defensiva pero no me resulta sencillo. No entiendo ni tampoco logró encajar en ninguna parte de mi mente, esa reflexión inmediata de la religión como algo tangible y concreto.
— ¿Crees que la cuarentena es un buen momento para la reflexión religiosa? — pregunto.
— Lo creo. Por eso quería hablar sobre eso.
— Lo que quiero decir es que lo que es bueno y malo para ti, no lo es para mí. Eso es algo natural. De manera que no me siento especialmente… condenada sólo por no ver el mundo de la misma manera que tú.
Frunce los labios, incómoda y evidentemente molesta. Suspiro, comenzando a irritarme de verdad yo también, aunque en realidad no sepa exactamente por qué. ¿Se trata de esa sensación de estar siento juzgada sin querer y sin duda sin desearlo por la capacidad para creer de alguien más? ¿O algo tan simple como el hecho que la mera idea de castigo divino por algo que no comprendo me resulta abrumadora? No sé cómo encajar la conversación, aunque en general lo que me molesta es otra cosa. Es la imposición, la idea de la fe como forma de sujetar mi voluntad al miedo.
¿Cuántas personas han dicho lo mismo en el transcurso de la historia? Y no siempre con tranquilidad, sin temer al castigo, sin encontrarse horrorizadas por la posibilidad de ser encarceladas, torturadas o directamente asesinadas. El pensamiento tiene algo de melodramático pero en realidad, no lo es tanto. Después de todo, por casi quince siglos, la Iglesia detentó el poder absoluto — político, social, cultural y legal — en buena parte del mundo occidental. Tanto, como para convertirse no sólo en una referencia moral sino en algo mucho más peligroso: un juez capaz de acusar, condenar y asesinar.
Sí, lo sé, a la distancia parece muy injusto pensar de esa manera sobre la Santa Madre Iglesia. Las monjas del colegio donde estudié intentaron convencerme de ideas mucho más moderadas a fuerzas de castigos y largas semanas sin recreo — sí, así de contradictorio como suena — pero jamás llegué a creer que la religión dogmatizada fuera inofensiva. O simplemente, una consecuencia de ese pensamiento elevado que es natural en todo ser humano y que necesita organizarse. Para las monjas, mis insistentes preguntas sobre la naturaleza divina, el hecho físico del Cielo y el Infierno, lo pecaminoso y lo virtuoso eran cuanto menos escandalosas.
Por supuesto, en medio de una emergencia mundial de consecuencias imprevisibles, la religión es un buen refugio. Decía Emmanuel Carré, en su magnífico libro El Reino que el dogma de cualquier religión es la síntesis absoluta de la incertidumbre humana al servicio de una idea poética. Coloreamos lo inexplicable, lo temible, lo que no podemos analizar desde una óptica que nos produzca consuelo. También hay una frase de Bonhoeffer que siempre me ha gustado “el problema de Dios tiene su origen en Dios”, que parece sugerir que la misma sustancia en cómo concebimos a lo divino, signa todo lo demás.
No lo sé. Quizás la fe sea uno de esos grandes misterios occidentales, de esos temores subyacentes que sobrevivirán a toda época y quien sabe si conflicto moral e intelectual. Ya lo insistió San Agustín: “Si lo comprendes, no es Dios”. En otras palabras, lo divino — o podría serlo — está más allá de lo que podemos intentar asumir lógico, coherente e incluso real. Y esa idea — de lo que nos salva, nos protege y nos consuela sujeto a la invisibilidad y a lo inexplicable — resulta cuanto menos conveniente en un mundo cada vez más convencido de su necesidad de creer. Como diría Pascal: “incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista”. Un juego de espejos donde parece reflejarse toda la razón humana.
La conversación con mi amiga termina en un incómodo silencio. Un clic, nada más que decir. ¿Iré al infierno por esta reflexión? Sonrío mientras escribo esta línea.
Espero que no.