La arquitectura de los cruceros y otros lujos horteras
No hay más que pasarse por Marina d´Or para comprender dónde se encuentra el epicentro español del mal gusto mediterráneo, pero existen otros muchos ejemplos paradigmáticos. Un poco más al Sur, los hoteles de la Comunidad Valenciana y los de la Costa del Sol rivalizan en cuanto a la decoración hortera, el feísmo cursi, la mezcolanza de materiales ostentosos y la soberbia de exponerlos arracimados, sin concierto alguno. A mayor categoría de lujo, - en la mayoría de los hoteles de referencia turística -, los pavimentos, paramentos, luminarias, ornamentos, mobiliarios, detalles y complementos son de los más "merdellones" imaginables por decirlo con una palabra local (vulgares, ordinarios, bajunos, ...según las fuentes).
Y esta pandemia de disgusto alcanza a sus interiorismos y sus caros espacios de ocio semiprivados, cerrados, internos o externos. Los iconos hoteleros, tan ansiados como envidiados por quiénes no pueden costearse las instalaciones de cinco estrellas de los enclaves de prestigio, son una verdadera pena, tanto desde la distópica conciliación del confort con la función, como de la anacrónica relación del diseño con la estética.
Como si fueran incompatibles, las sucesivas etapas del mueble de aire "remordimiento", o "castellano", y el estilo "paradores", han ido pasando al desarrollismo,- el "retro" de los setenta-, aduladoramente denominado "estilo del relax"; y después, por nuevos movimientos de decoración de "auténtico" estilo "vintage", cuyas sucesivas ediciones e influencias de los ochenta y noventa acabaron en el estilo "Ikea", probablemente el más internacionalizado hasta la llegada de Amazon y la venta digital por catálogo.
Cuadros, esculturas, moldes, escayolas, azulejos y griferías, pujan por descollar hasta la llegada de la era "trumpiana" y de la "posverdad" de los materiales compuestos, que imitan a los originales en las texturas o los acabados. Esa tendencia sigue a las fake news de los falsos ricos que, para hacer ver que lo que usan los privilegiados, llenan de falsos elementos de madera, cortinas, textiles o amaños de copias de acero inoxidable de plástico. Esos pastiches pasteleros de falsas escenografías de diseño cursi, - además de ser desmontables, efímeros y cambiantes como las líquidas vidas virtuales de sus propietarios -, cuestan mucho dinero. Entre las moquetas y los suelos imposibles solo hay por medio noches de pesadilla "kitsch", alentadas por las revistas del corazón; las casas de los famosos tienen fecha de caducidad, obsolescencia programada.
El concepto de "barco-hotel" ha pasado de ser una excepción a una metáfora icónica del turismo de masas. La arquitectura de los cruceros supera con mucho el desopilante diseño actual de los hoteles de masas. Se equipara a la "dubaización" de la arquitectura, denunciada por críticos como Kenneth Frampton y a la banalización de la ciudad-de-museos descrita por el artista Rogelio López Cuenca.
El lujo hortera es el del crucero de masas, con nombres rimbombantes y capacidades inverosímiles, y hasta réplicas de nombres y cabotajes de cualquier bandera, que pujan por ser los más grandes de los mares. 6.360 pasajeros navegarán por el Mediterráneo en un barco de 362 metros de eslora con 19 piscinas, pista de patinaje sobre hielo, un teatro para 1.380 personas o un simulador de surf.
De hecho, las grandes compañías encargan las arquitecturas flotantes "más horteras del mundo", quizá pensando que la miseria moral, que tanto abunda en la bolsa, se traslade a la indigencia estética de esos grandes artilugios flotantes que parecen ciudades, en las que se consume, contamina y induce al mal gusto. Su función primigenia, a veces inadvertida, es adoctrinar a familias enteras en los paquetes turísticos de última generación: los de la saga familiar del sistema "low cost", "todo incluido", hasta lo que son espacios de navegación "a bordo", que ahora son forzados espacios turísticos contables como bloques inmobiliarios, que miran al paisaje exterior o interior que intentan domeñar a toda costa, con camarotes en forma de apartamentos, estimulando la idea de que las vacaciones impulsan el buen gusto, sea en tierra o en el mar, con la misma propulsión mecánica de la cultura de masas.
La familia que hace el crucero unida, abuelos, padres, hijos, nietos, - o empleados, jefes, parejas, proveedores, empresas -, hacen un curso acelerado unido al de historia del consumo, la fealdad ligada al capitalismo. Un máster en ocio, en viajes sin experiencia del lugar, con la liturgia del "pay per selfie", que sustituye muy a menudo al "pay per view". El atracón de subterfugios va desde las envolventes de las naves ("torres tumbadas") a las curvas abotargadas de los recargados salones; desde los estereotipados parques infantiles, a los lobbies románticos para "first dates"; desde las piscinas con surf, a los "spas" con "glamour"; desde los ascensores trasplantados de las ferias de atracciones, a las escaleras de cuentos de hadas de las películas "disney". Todo desmadre cabe en la arcaica arquitectura de la mayoría de barcos "de lujo" encadenados a los grupos que cotizan en bolsa.
El crucero turístico de masas es la experiencia vital más impactante de viaje del "precariado" de nuestro tiempo, exceptuando, quizá, el museo-emblema. La diferencia es que el crucero constituye una arquitectura móvil, mientras que el museo de masas parece que se está quieto, aunque se mueve por los flujos de su teatralización visual con imaginería fugaz, - también de consumo rápido -, enlatado, e incluido en el "paquete familiar", como todo.
Gracias a la creciente masificación de los cruceros, su arquitectura cosmo-náutica se está convirtiendo en ideal global y metáfora subliminal para una generación perpleja, que se perpetúa en vulnerables símbolos decadentes, indiferentes al arte y el lugar, apostando por consumir ocio, caro, falso y hortera, que la ciudad y el suburbio le niegan.