Julio Médem: Del cine y las cicatrices
Brindemos porque él y su cine sigan entregándonos la humanidad que necesitamos.
Existen películas que entretienen, que evaden, que invitan a desconectar. Son las películas que todos conocemos y que, en más de un momento en nuestra vida, todos hemos consumido. A pesar de que este tipo de ficciones son productos para un uso y disfrute legítimos, son pocas las veces que de ellos se desprende un resultado más allá de la mera distracción (con todo, la distracción, hoy en día, tampoco es una utilidad baladí).
El cine coexiste con estas películas, entendiendo el cine como un arte total concebido por una personalidad creativa, la cual imprime en su filmografía su alma, su modo de enfrentarse a los retos de la humanidad y su visión sin ambages. La creatividad implica, sobre todo en estos momentos, determinadas concesiones a la industria, pese a que la perspectiva que vehicula el arte suele superar con creces este tipo de licencias.
Julio Médem (1958) es uno de esos cineastas cuya obra resulta radicalmente personal. Podría hacerse un sinfín de películas en sus mismas localizaciones, con idénticos intérpretes, con semejante planificación visual y, aun así, el resultado jamás sería el mismo. Su cine es único, no conformado por modas al por mayor. Ese cine, precisamente, es el que más me interesa a nivel intelectual y emocional.
Por ello, resulta inenarrable expresar la satisfacción que sentí al ser invitada por Juan Ramón López, organizador de los Premios Cinemasmusic, para entregarle un galardón a Julio Médem el pasado 12 de marzo, un merecido premio a un autor cuya obra me conmueve y me fascina en igual proporción.
Durante treinta días, el tiempo que ha transcurrido desde la invitación a la entrega del premio, el universo de Médem me ha acompañado a dondequiera que he ido. Pese a todo, reconozco que su cine siempre había estado dentro de mí, en un área inasible que abarca parte de mi mente y de mi espíritu; un espacio que, contradictoriamente, es muy físico, muy tangible.
El cine de Médem está conformado de este modo, repleto de paradojas. Al tiempo resulta poético y brutal; onírico y realista, pero no realista en la forma en que lo rubricaron los italianos de posguerra o la nouvelle vague, sino de una realidad enajenada. Su naturalismo se aproxima al ensueño, a pesar de que el tormento, el erotismo y la pasión en su cine sean profundamente terrenales.
Hace años, en otro medio y en lo que se me antoja ya otro mundo, entrevisté a Julio Médem. Aquel encuentro fortuito, como todo lo verdaderamente importante en mi vida, se presentó como un auténtico privilegio. Al fin podía hablar con el director que, dentro de los contornos patrios de mi infancia y adolescencia, se alejaba radicalmente del cine made in Spain al que estábamos acostumbrados.
Con los años y la experiencia comprendí que en España habían existido, y aun existen, algunos versos libres como Médem, quienes me seducen precisamente por su talante outsider atractivo y valiente.
Por aquel entonces no pude expresarle mi admiración por su valor, por su perfecto uso de la música o por el modo en que había sido capaz de mirar el mundo desde el Círculo Polar, desde un hotel solitario, desde un árbol centenario o a través del ojo vidrioso de una vaca, rompiendo la visión normativa de forma similar a Luis Buñuel y Salvador Dalí en Un chien andalou (1929).
Tampoco en esta ocasión, en la siempre cálida y cinéfila ciudad de Albacete, he podido mostrarle mis respetos a Julio Médem más allá de la presentación de su premio y de las pocas palabras que compartimos tras la ceremonia, entre el apremio de los horarios y el reclamo de sus admiradores. De haber podido, sin duda le habría dicho más, mucho más; le habría hecho partícipe de la importancia de su existencia como autor.
En un mundo anegado por la urgencia de la destrucción, por la obscenidad de la beligerancia en directo, por el daño sin sentido y por la egolatría que nos aboca a un destino incierto, la existencia del arte es inspiradora y necesaria. En su cine, los personajes con cicatrices, ávidos por amar y por ser descubiertos son una alegoría de todos nosotros, plegados ante un sistema que nos invisibiliza mientras deseamos que la luz, en todos sus sentidos, nos descubra. Ese es el fin último de sus tramas desde Vacas hasta El árbol de la sangre, incluyendo Los amantes del Círculo Polar, Caótica Ana o Una habitación en Roma.
La búsqueda de la verdad, de la redención a través de la palabra y del cuerpo, del afecto y del tacto, es algo que subyace al cine de Médem y que ahora, más que nunca, resulta liberador.
Por ello agradezco a los Premios Cinemasmusic y al Teatro Circo de Albacete por haberme permitido formar parte de este homenaje y, por supuesto, al propio Julio Médem por haber desplegado tal pulcritud artística y moral. Brindemos porque él y su cine sigan entregándonos la humanidad que necesitamos.