Juegos en la trinchera: cómo la Primera Guerra Mundial hizo popular el deporte
Partidos de fútbol y baloncesto, combates de boxeo y hasta unos particulares "Juegos Olímpicos" dentro de la zona de batalla. Así ayudó el deporte a los soldados a superar la ‘Gran Guerra’.
Un balón, unos guantes, una canasta. Todo valía para dejar de pensar en la muerte por unas horas. En la Europa de 1914-18 no había muchas más oportunidades de ser feliz. Era la Primera Guerra Mundial y sin ella el deporte nunca hubiera alcanzado la dimensión con la que hoy cuenta. Gracias a la ‘Gran Guerra’, la actividad deportiva pasó de las trincheras a las calles.
En 1914 el mundo colapsó con un conflicto de proporciones hasta entonces inimaginables. La sociedad que comenzaba a disfrutar del progreso tecnológico se vio, de pronto, ante un mundo en llamas. Y con ella, millones de ciudadanos llamados a filas sin habérselo planteado. ¿Cómo sobrevivir a un horizonte tan desolador: las bombas, el hambre, las ratas, la desesperación...?
Era una pregunta de difícil respuesta porque todo resultaba nuevo. Desde la dimensión del conflicto, hasta el entrenamiento militar para un gran sector de la población ajeno a las armas y hasta al ejercicio. A comienzos del siglo XX el deporte era algo muy diferente a lo que es hoy. Un pasatiempo lejano; entrenar era un lujo al alcance de los acomodados y unos pocos pioneros que procuraban ganarse la vida con ello. Solamente a partir de la guerra, campesinos y obreros, escritores y mineros se abrieron a “jugar”; en la retaguardia el tiempo era de lo poco que sobraba.
La segunda mitad del siglo XIX había significado el nacimiento o la reglamentación de disciplinas como el fútbol o el rugby, de orígenes británicos, o el baloncesto, americano. Pero aún no eran “del pueblo y para el pueblo”. Ni siquiera tras las primeras ediciones de los Juegos Olímpicos, reinaugurados en la era moderna en Atenas 1896. En sus primeras ediciones, el sueño megalómano del Baron de Coubertin aún no estaba consolidado como evento verdaderamente popular. De hecho, tras el fracaso de la edición de San Luis 1904 se llegó a temer por su futuro.
Entonces llegó la ‘Gran Guerra’ y su gran contraste: pese a su rastro de muerte dio vida al deporte social. Sobre esa idea articuló su obra el autor Michael Merckel en Le sport sort des tranchées (El deporte surgido de las trincheras). La clave, explica en sus páginas, estuvo en la heterogeneidad de los llamados a filas. La mezcla incesante de perfiles humanos, entre ellos expertos futbolistas, boxeadores o ciclistas, hizo crecer la popularidad de sus modalidades. ¿Qué mejor modo de cuidar la forma física, compartir momentos de distensión y dejar de pensar en el día a día de la guerra?
Fue común, especialmente en el bando occidental, la organización de pequeñas competiciones tales como partidos de fútbol o de baloncesto, carreras y hasta combates de boxeo cuando la quietud de los frentes lo permitía. Con el tiempo y aún en plena guerra estas pequeñas aventuras deportivas se fueron “profesionalizando” hasta acabar dando forma a una simulación de Juegos Olímpicos en París en 1918. En ella participaron una decena de países, todos aliados del bando franco-británico, como se recoge en el documental Juegos en el campo de batalla, de Christophe Duchiron y Anne Bettendfeld. Tal era el cuidado puesto en las pruebas que los soldados participaban con dorsales y bajo el juicio de comisarios deportivos.
El periódico francés L’Auto, mismo del que partió la creación del Tour de Francia y que animó en sus artículos a los ciclistas a participar del ‘pelotón’ militar, lanzó en 1916 una curiosa petición, tal y como cita el diario Liberation: “Balones para los soldados”. No era una anécdota; en las filas galas llegaron a registrarse protestas por la falta de material de ocio. El Gobierno respondió a la llamada: su Ministerio de la Guerra envió 5.000 balones a las tropas. Otra publicación, L’Oeuvre, se sumó a los requerimientos: ahora pedían guantes de boxeo. El ejercicio de los soldados era cuestión de Estado.
El deporte se hizo popular a costa de toda una generación de deportistas, víctimas de la contienda. Algunos de los más grandes protagonistas del momento cayeron en el frente. Ilustres ciclistas como Lucien Petit-Breton, doble ganador del Tour de Francia, Octave Lapize, vencedor del primer Tour con verdadera montaña (1910), o el luxemburgués François Faber, que se alistó en la Legión Extranjera gala.
El caso de este último ejemplifica hasta qué punto el deporte participó de la defensa de unos ideales. El sentimiento no se quedó en la Europa continental y tocó con fuerza a las islas británicas. Allí se llegaron a formar contingentes integrados por futbolistas, como el “Football Battalion” inglés o el “Batallón de McCrae”, con jugadores y hasta hinchas del Hearts escocés. Muchos cayeron en los primeros embates de la cruenta Batalla del Somme en 1916. Y de los que no murieron, un gran número quedó marcado de por vida a consecuencia de las heridas físicas o psicológicas.
El deporte era un divertimento in situ, pero igualmente una cuestión de honor. Por eso se hizo de él un reclamo para atraer apoyos a la causa nacional. Un cartel con un ‘rugbier’ inglés llamaba a filas con el lema “Los jugadores ingleses de rugby están cumpliendo con su deber, más del 90% se ha alistado. ¿Seguirás este ejemplo glorioso?”, mientras se veía la imagen de uno de ellos reconvertido en soldado. Desde dentro del fuego, la publicidad tampoco olvidaba al deporte: “El ejército no es todo trabajo”, se leía en inglés en un cartel donde un futbolista se erigía en protagonista. Ciertamente, lo era.
Mucho más que un entretenimiento: el Milagro de Navidad
Porque el fútbol dio pie a la imagen que quizás resulte más simbólica y humana de toda la ‘Gran Guerra’. Sucedió en la Nochebuena de 1914, en los campos alrededor de Messines (Bélgica). Por unas horas, enemigos de la Triple Alianza y la Triple Entente tiraron las armas y se unieron en un gesto de confraternización que aún impacta. Un villancico alemán, inmediatamente respondido por otro de cosecha británica, precedió al encuentro sin armas de los dos bandos. Al intercambio de saludos, abrazos e incluso regalos, les siguió la celebración de un partidillo de fútbol verdaderamente amistoso. Un ‘milagro de Navidad’, como se conoció a esta anécdota. Duró poco, pero no fue la única.
Con el deporte como excusa, entre documentación y leyenda se han recogido testimonios de una treintena de pequeñas treguas en torno a un campo de juego. Armisticios temporales que nunca terminaron de gustar a los altos mandos militares, preocupados por una posible traición enemiga que nunca ocurrió. Posiblemente porque durante esos minutos no existía el concepto de “enemigo”.
Tanto se extendió la leyenda de estos escarceos futbolísticos que alcanzaron a conflictos futuros. Uno de esos milagros llegó en plena Guerra Civil Española. El 1 de junio de 1937, el sangriento frente de Madrid quedó paralizado, como atestigua el escritor Pedro Corral. Quién sabe si imbuidos del recuerdo de 1914, republicanos y sublevados dejaron de matarse bajo la conocida como “Tregua del Manzanares” sobre un campo al lado del Puente de los Franceses. Aquel partido de fútbol, sin ganador registrado, regaló algunos de los pocos momentos de felicidad de los combatientes. Tampoco fue la única aventura futbolística en el frente español. Al igual que en Europa, los mandos no consiguieron parar estos movimientos espontáneos..
Era imparable. El deporte había estado con el pueblo en los peores momentos y a la vuelta de la ‘Gran Guerra’ ya no se podría separar de él. Los Juegos Olímpicos alcanzaron una dimensión universal, las competiciones se popularizaron y la sociedad aceptó el ejercicio como una seña de identidad. Acababa de nacer la era del deporte de masas.