'Jirones'
Relatos a la sombra: los cuentos de Abraham García.
Tanto más alta cuanto más caída. La soleá.
(J. M. Caballero Bonald)
-Mira, primo, empezamos por bulerías trianeras, así juego en casa, para que se caliente la gente, y luego unos tanguillos para que me caliente yo. Y hoy me peta marcarme un martinete para que te largues un rato a meneártela…
- ¿Y las soleá, Diego?
-Esas para el final, hostias, que estoy hasta los cojones de decírtelo, y de postre, una petenera.
El Rafi siente un escalofrío, pero no rechista; mejor sobrevivir con la superstición antes de que el Diego le saliera por peteneras.
Y el Diego enciende otro cigarrillo y vacía, otra vez, el vaso de whisky de un solo trago, pero ni siquiera así deja de morderle las tripas el perro que corretea día y noche por debajo de su piel, a veces juguetón, a veces hambriento y rabioso; un perro que le desgarra todos los músculos y le ladra desde el fondo de su cerebro para reclamarle su comida.
-¿Les digo algo a los palmeros?
-Que se queden entre el público. Así no me joden.
Hubo un tiempo en que bastaba con el alcohol. Subía al escenario tropezando y se le enredaba la lengua si se dirigía al público para bailarle el agua; para decirle que su pueblo, fuera el que fuera, era un lugar muy especial, que se sentía como en casa, que aquella noche, fuera la que fuera, era la más extraordinaria que había vivido… y el público, fuera el que fuera, se lo agradecía con aplausos mientras se reía de aquella boca estropajosa y balbuceante.
Pero nunca le falló el timbre ni el ayeo, punzadas del alma que solo él escuchaba y que le señalaban el momento de empezar a cantar. A su llamada, fluía la adrenalina y olvidaba el zumbido que le taladraba los oídos y los bultos difusos que le vigilaban tras los focos. La garganta se tensaba, los labios se humedecían y el torrente de estrofas salía al exterior atroz y desbocado.
Ojalá hubiera podido olvidar el repertorio que lo consumía.
-Yo me voy a echar una siesta, Diego, que luego a las seis tenemos que estar para las luces y los micros.
-¿Sabes lo que estaría cojonudo, Rafita? Tocar a oscuras y sin sonido. Y si no hubiera público, ya sería la hostia.
El Rafita no ríe, ni sonríe, ni carraspea, ni bufa. Sale de la habitación cuidando de que ningún movimiento pueda ser interpretado como un gesto. Cuando el Diego habla en serio es mejor no tentar a la suerte. Y acaba de hablar con toda la seriedad de la que es capaz.
Al menos, piensa el Rafita, al Diego nunca le han faltado perras para una aguja limpia y un jaco bien cortado. Al menos, el Diego se está muriendo de fuego y no de mierda.
Sostenía entre los dedos de la mano derecha el puro apagado, mordisqueado y lacio que había paseado por el barrio toda la tarde, con un aire señoritil y ridículo al que solo le faltaba un sombrero cordobés para montar el sainete. Iba a pasar de largo ante el grupo de gitanillos que, en la plazuela, alocaban una guitarra al tiempo que se pasaban los porros y los litros de cerveza sin ningún disimulo; unos más de tantos que hacían suyo aquel barrio dejado de la mano de Dios y que solo era mentado los días de gresca o de saeta. “Y el resto del año —se dijo— las casas cayéndose y estos maleando sin oficio ni beneficio”. Pero cuando uno de aquellos chavales se arrancó con un tango, los pies se clavaron en el suelo y los párpados cayeron para que la visión de las fachadas corroídas no lo entretuviera. La voz era clara, potente y desafiante, aunque transmitía, al mismo tiempo, una melancolía inusual en los cantaores jóvenes, serena y elegante.
No abrió los ojos hasta que cesó el cante. Entonces pudo ver a un chaval cuya piel bronceada destacaba entre el moreno cetrino de los otros. Los ojos habían recogido toda la oscuridad de las noches vividas; el pelo, corto y liso, tan solo se permitía la excentricidad de un flequillo que llegaba a rozar el ojo derecho. Frente a las cazadoras de plástico y los pantalones de chándal con que se desharrapaban sus compañeros, los vaqueros ajustados y la camiseta negra marcaban un cuerpo musculado en el que el viejo creyó reconocer la rutina del saco de boxeo.
Durante varias tardes se sentó en la terraza de un bar, escondido tras unas gafas oscuras, para analizar la manera de cantar del chaval, el cuidado con que entonaba cada entrada, la irreal suavidad con que atemperaba el ritmo de la malagueña, la claridad de los repentes y sus desplantes a un toro invisible. También se fijó en las broncas que le echaba al guitarrista si se despistaba en un compás, en la mala leche que sacaba si alguno del grupo llegaba tarde.
El día en que se decidió a acercarse a él, tenía muy claro que lo habían fichado como madero de paisano o algo peor.
-Oye, niño, ¿puedo hablar contigo un momento?
El chaval lo miró de arriba abajo con descaro, con la burla dispuesta en la recámara.
-No te líes primo, que a mí no me camela ningún julandra.
-Mira, niño, ten cuidadito con a quien llamas julandrón, que las hostias se me escapan con mucha facilidad. He dicho hablar y es hablar.
El chaval retrocedió el cuerpo apenas dos centímetros. Hubiera querido evitar ese gesto, pero la firmeza de la voz y la crispación de la mano izquierda lo atemorizaron. Al menos, se mantuvo más firme que sus compañeros, que se habían vestido de diciembre ante la amenaza del pureta vuelto gigante furioso por el ensalmo de una frase.
-Ahí hay un bar. Te invito a lo que quieras y me escuchas. Si quieres, luego se lo cuentas a estos.
Cuando tuvieron sus bebidas, un cubalibre desabrido para el chaval, un brandy cordobés para el viejo, este sacó una tarjeta.
Rogelio Moreno
Manager
Discos RM
-A ver si te coscas. Yo lo que quiero hacer contigo es negocio. Tienes voz y apuntas maneras, pero eso me importa poco. Lo que me cuadra es que tienes presencia para volver locas a las chavalas. Te digo que en cada uno de esos músculos que mueves hay un billete esperando a que lo cojas.
-Poco músculo se me ve cuando me siento en la silla y me arranco.
-¿Una silla? ¿Una silla? No me jodas, niño. Tú no has nacido para pudrirte en un tablao a cambio de calderillas. Un tiarrón como tú necesita un escenario, y luces, y buena ropa. No te engañes, que en lo jondo no sales del hoyo; que Camarón ya hay uno y el Quiñones dejó de hacer el programa de la tele.
-¿Y qué cojones voy a cantar? ¿La escuela de calor? No me veo yo de moderno.
-¡Qué poco caletre, hijo! A ver si me he equivocado contigo. Tú estás hecho para lo nuestro: sevillanas para que bailen, habaneras para congraciarte y algún bolero para que se bajen las bragas. Hazme caso y te hartarás de follar. ¿Tú cómo te llamas, chaval?
-Diego Amaya.
-Mira, como la abeja.
-Me parece que yo voy más de avispa.
-Con que no vayas de mosca cojonera, me vale. Mira, tu nombre no me sirve. Amaya, ya estuvo Carmen. Y esos sobrinos a los que tenemos que aguantar. ¿Tú no eres de la calle Pureza? Pues Diego de Triana.
El viejo hizo redoblar las manos contra la mesa, como si el hallazgo hubiera tenido el mérito de un triple salto mortal con tirabuzón.
-No me gusta el rollo que me pintas. ¿Con qué cara me planto yo en mi casa después de cantar payasadas de payos?
-Mira, Diego —y Rogelio puso la mano sobre las del Diego. Quizás ambos sintieron como se erizaba su vello al contacto con la piel del otro. Los negocios, hubo de recordarse Rogelio, son los negocios—, esto no va de palos, sino de tener dinero para las papas aliñás. Y para langostinos a tutiplén o un chuletón si te sientes Obelix. En un mes podemos tener un repertorio ensayado. Te fogueas en las ferias, que te consigo yo bolos en Carmona y en Morón cuando quiera, y en abril te meto en una caseta a la vez que sacamos un disco. Mira al Pali, llenando teatros todavía, forrado y orondo —abarcó el aire— que parece que se haya zampado todos los barbos en adobo.
Diego pescó el verso al vuelo y replicó de súbito “madre no me riña usted por salir de costalero”.
-Anda, niño, hazte un favor y déjate la pureza en el barrio.
El Diego hizo un gesto al camarero para que le sirviera otro cubata. Quería mostrarse fanfarrón y despectivo ante el viejo, que era maricón de fijo y solo pretendía sobar bullanga, pero le traicionaba el temblor de los labios y los ojos perdidos, absortos en contar y cortar, dosis y billetes.
-¿Y tú qué te llevas?
-Vamos al cincuenta. Yo corro con los gastos y me hago cargo de las pérdidas, si las hay. No pongas esa cara, que me voy a dejar una pasta en ti antes de que empieces a rendir.
El Diego se recostó en la silla y bajó la mirada mientras encendía un cigarrillo. Notaba el veneno del dinero entrándole por los poros.
Una guitarra que, aparte de bulto, poco hacía; un bajo eléctrico zumbón y sobredimensionado; una batería electrónica que se sacaba las palmas de una cajita con botones, y un teclado pomposo como un órgano de iglesia (cuando lo vio, el Diego preguntó si también planchaba. “La cara como te pases”, respondió el teclista, que ejercía a su vez de director musical). Tal era el conjunto que Rogelio había organizado para él.
Los cuatro músicos llevaban las gafas aburridas de quienes cambiaron el jazz o el heavy metal por un sueldo estable y la cotización a la Seguridad Social. Cuando llegaron al local Rogelio y él, la banda se entretenía improvisando una bossa nova. Eran eficaces, sinuosos, fríos. Una vez presentados todos, blandos apretones de manos, ninguna sonrisa, Rogelio entregó al Diego una carpeta abultada en la que se apretaba un buen taco de partituras.
-Este es tu repertorio primo. Las letras son mías y las músicas de Enrique. Ya verás qué bombazo. Creo que es lo mejor que nunca hemos hecho.
-Yo no sé leer música.
-Ya me lo imaginaba. Al final están las letras. Ahora estos te las cantan para que las vayas cogiendo. Lo de aprendértelas deprisita es cosa tuya.
El Diego pensó que serían las mejores letras jamás escritas si le importaran lo más mínimo las rosas caídas en la acera, las sábanas manchadas de carmín, los carros del Rocío, el bendito Quema, las olas de la playa o la puta madre que lo parió al hortera ese con el que había firmado un contrato.
Peor fue la elección del vestuario. Rogelio lo llevó a una sastrería en Los Remedios donde los atendió un tipo escapado de una película inglesa, aunque no podía ocultar el deje de la sierra de Estepa por más que intentara pronunciar a la manera de Valladolid. Al gachó se le veía la zamarra de cabrero bajo el chaleco floreado.
-Nada de colorines ni estampados. ¡Mi chico es un señor! Camisas blancas, cuello duro y puños vueltos. Pantalones de pinzas, con vuelta, azul oscuro, con raya. Desabróchate ese botón. Así, como Robert Mitchum. Mírame más duro. Cinturón negro y zapatos Oxford. Dobla el brazo, que se vea la moya. Toma un cigarrillo; enciéndelo, pero no lo fumes; tenlo en la mano. Esto es para las fotos de promoción. Se te van a follar vivo, Diego. Vete poniendo la ropa; acostúmbrate a ella. No esperes a estrenarla el día de la actuación. Siéntete cómodo para dominar el escenario. Y toma esto, quiero que lo lleves encima siempre que cantes.
Le puso en la mano una navaja grande, de hoja sevillana damasquinada y cachas de nácar.
-¿Y esto?
-Para que te sientas peligroso. Para que des miedo. Nada les pone tanto a las mujeres como tener miedo de un tío.
El Diego miró la navaja de brillos irisados y caprichosos. “Hasta para matar tienes que ser maricón, hijoputa”.
Más tarde pensaría que todos los años posteriores se comprimieron en aquella primera noche en la que un presentador palurdo tartamudeó su nombre en la carpa levantada por el Ayuntamiento de Utrera en el Parque de la Consolación. Rogelio había pasado la tarde echándole bronca tras bronca, mordisqueando el puro con ansiedad, aflojándose más y más el nudo de la corbata.
-¡Deja de sudar, criatura, que parece que vienes de la sauna! Tranquilo coño, que en la prueba de sonido lo has bordado. Ahora, cuando salgas, mira a un lado y a otro, pero sin fijar la vista. El público pensará que te diriges a todos ellos, pero en realidad no estarás viendo a nadie. Canta como tú sabes, y antes de que te des cuenta nos estaremos tomando unas copas.
El éxito fue total. Desde que salió, un coro constante de voces alcohólicas y voces seniles lo aupó: ¡Tío bueno! ¡Guapo! ¡Machote!... El delirio llegó cuando se palpó el bolsillo en busca de la navaja y las mujeres pensaron que se afirmaba el paquete. Entonces comprendió la facilidad del género que cantaba; las aceras paseadas por la noche, los claveles cortados, las ventanas abiertas y las camas deshechas no eran sino la mitología oscura con que construían sus oraciones quienes veían transcurrir la vida en bata, en el sofá, frente al televisor, sin más peligro que el que sentían de vuelta del colmado, con la bolsa llena de sobres de fiambre y legumbres para el puchero. Él, Diego de Triana, guapo y canalla, se había convertido, por gracia de un compás de cuatro por cuatro repetido machaconamente, en un Orfeo de saldo que había atravesado el infierno de la purpurina para ser devorado por una panda de bacantes con los bajos oxidados. Mientras declamaba, para cerrar la ceremonia de comunión, los pesares de un marino que salvaba las olas sobre un caballo de azabache en pos de la amada que lo esperaba Guadalquivir arriba, se preguntó cuántas de aquellas marujas se follarían a su marido esa noche pensando en él.
Al menos, amortizarían la entrada.
Tras las copas después de la actuación, bebidas con la ansiedad de la deshidratación, vinieron las copas antes de la actuación, bebidas con la ansiedad del hartazgo, de la humillación que no dejaba de sentir a cada minuto que lo acercaba al escenario.
Al tercer whisky se arrancaba por bulerías sin importarle si estaba en el bar, en la calle o en la habitación de una pensión, ni si eran las seis de la tarde o las cuatro de la mañana. Cada estrofa era, al mismo tiempo, un arpón que se desclavaba y un arpón que se hincaba más en su carne.
Para la Feria, Rogelio le hizo sitio en una caseta de postín, de las de más solera y peor olor de todo el Real. Olor a coño y a billetes sucios, pensó el Diego en cuanto entró. Poco antes, mientras paseaba intentando mantener la compostura (Rogelio le había impuesto la sobriedad antes de la actuación), se había encontrado de frente con algunos colegas del barrio. Lejos de saludarlo con aprecio, comenzaron a descojonarse en su cara.
-¡Mira, el Travolta de Triana!
-¡Si es Rocío Jurado!
-¡No, hombre, ella tiene más cojones!
Y señalaban el casete con su fotografía que presidía el puesto de venta de recuerdos, tal y como ocurría en expositores de gasolineras, en tabernas, en mercadillos.
Cuando llegó a la caseta apenas se tenía en pie. Rogelio se gritaba a sí mismo y se golpeaba el esternón con el puño.
-¡Para qué cojones dejo solo a este hijoputa, si sé que me la va a liar! ¡Para qué cojones lo dejo solo!
El director de la caseta se asomó al cubículo en que el Diego babeaba y Rogelio lloraba enrabietado. Sin decir nada, sacó una bolsita del bolsillo, tiró la raya sobre la mesa, la afiló y le pasó a Rogelio un tubo de bolígrafo.
-Que se la meta del tirón y en cinco minutos listo. Todos los putos años igual con las estrellitas…
Rogelio no dudaba de cómo iba a terminar Diego de Triana; tan solo se preguntaba cuánto tardaría en llegar el jaco y si le daría tiempo a hacer tanto dinero como soñaba.
Y el jaco llegó, pavoneándose, una tarde de noviembre, en un Cádiz abanicado por el Levante, bruñido por la lluvia, frío como manzanilla. Rogelio no lo sintió primero en los ojos vidriosos o en la lentitud de los movimientos del Diego, sino en su voz, en la ronquera distinta y dulzona con que salían las palabras, en aquellos dos tonos más graves que peleaban con la tumefacción provocada por la droga.
-Ya las liado, Diego; ya la has liado.
-Yo no he liado nada, bujarrón. Ayer conocí a unos amigos y he estado poniendo la cabeza en orden. A ese chaval —se dirigió al de seguridad— lo dejas pasar, que viene conmigo. Se llama Rafita.
Rafita inclinó la cabeza con indiferencia. Rubio y regordete, impregnado de marihuana más que Rogelio de Brummel, vestido con la ajada camiseta con la que saldría un currito del astillero tras la jornada.
Llevaba una guitarra carcomida en la mano izquierda.
El bolo iba de maravilla. La distancia que el chute había provocado entre el Diego y el público otorgaba a aquel el aire misterioso de un océano distinto. En cada canción, la voz comenzaba bajita y frágil, como si no fuera capaz de terminar la frase. Pero, cuando llegaba el estribillo, se alzaba sobre ella misma, sobre los instrumentos y las palmas, sobre la resonancia del teatro, dura, melosa, alcohólica, como un brandy antiguo. El público se intoxicaba, sobrecogido, con cada inflexión, cada subida, cada final en suspenso… tema tras tema, el teatro se venía abajo con una pasión que Rogelio no había presenciado en su vida.
-Solo ha sido un pico. Solo ha sido un pico. Lo cuido un poco y no se me cae…
Tras unos fandangos, el Diego hizo gestos de parar al grupo. Sin darles tiempo a preguntar, se dirigió al público:
-Os voy a presentar a un amigo que me va a ayudar a hacer una cosita que me apetece mucho. Venga, niño, salte p´ácá.
De entre bambalinas salió el Rafita, con la guitarra en una mano y un taburete en la otra. Caminaba con la despreocupación del colgado. Al llegar al centro del escenario, se sentó y comenzó a puntear en aquella guitarra que sonaba a cuerda vieja y a astillas. Sin mediar palabra, el Diego se arrancó por soleás. Cantó con poder, con carcoma con rabia y cal resquebrajada. A la soleá siguió una taranta tan sombría que estremeció al respetable, como si un manto de grisú enlutara el teatro. Algún olé ahogado se escapó del público y no faltaron los aplausos, pero podía sentirse la decepción; el dios Apolo se había convertido en un esquinero del Cerro del Moro.
-Gracias a todos. Buenas noches y con Dios…
Rogelio lo enganchó de la camisa y lo clavó en la pared en cuanto entró al camerino.
-¿Pero qué coño has hecho, joputa? ¿Qué quieres? ¿Que nos hundamos?
El Diego sonrió desde muy lejos. Le dijo al Rafita que lo esperara fuera y se encaró con Rogelio. Habló despacio y vocalizando con mucho cuidado, para que ni una sola palabra se escapase.
-Hasta aquí hemos llegado. Tú tienes tu dinero y el mío te lo regalo si hace falta. No voy a calentar coños de maruja ni un día más. Búscate a un pringao que aguante esto, que en los pueblos los hay a patadas.
No hubo respuesta, ni súplica ni amenaza. Tan solo un gancho a la jeta que el Diego recogió extrañamente aliviado.
-Eres un mierda, Dieguito, y no dejarás nunca de serlo. Vete y muérete si quieres, pero yo hice un hombre de la mierda que eres y no vas a desaparecer sin que me lo cobre. Acostúmbrate, porque vas a terminar de chapero.
Ha cantado los martinetes como si tuviera la fragua dentro, piensa el Rafita. Hasta el punto de que ha visto como le inflamaban las venas del cuello, las únicas en que aún no se ha picado. Se acerca al Diego todavía empapado en sudor, todavía resollando después de la pelea a muerte que ha tenido con su guitarra, a la que ha exigido más sonido, más temblor y más valor que nunca; el valor necesario para seguirle por el desfiladero que ha atravesado hoy.
-Hace dos años me llevaron al Caminito del Rey. Eso era para matarse sí o sí. Puro vértigo. Pues es nada comparado con lo que has hecho esta noche, Diego.
El Diego le responde sin quitarse el cigarrillo de la boca, sin apartar la mirada del montón de jirones que iban a tirar los que desmontaban los equipos y que él ha salvado de la bolsa de basura, “un recuerdo, primo”, un recuerdo de tiras de seda, de franela, de poliéster, como un nido de culebras enmarañadas. En el éxtasis de la petenera los gitanos se arrancan las camisas para escuchar con las tripas y ofrecer su vida al cantaor. Esa noche, el Diego ha visto a una esfinge de cobre que, en medio del delirio, se ha mordido el brazo hasta sangrar.
-He cantado, Rafita. Tan solo he cantado. Y cantar es como ser marino: difícil, pero sencillo. Tenlo siempre en cuenta.
-Nos vamos a tomar unas birras. Te esperamos si quieres.
-Id por delante, que os alcanzo en cuanto me respondan las piernas.
Y el Rafita se marcha musitando un “ya” casi inaudible mientras pasa la mirada, furtiva, avergonzada, por la mochila en la que adivina las jeringuillas y la bolsa de magia blanca.
A medida que los músculos se relajan, el Diego va sintiendo con mayor intensidad los cristales machacados que caen entre las fibras, en los tendones, en las paredes del estómago, bajo las uñas; aunque lo peor es el miedo. Miedo al placer, al olvido, al diamante delante de cada ojo y al susurro de la hojarasca en los oídos. Quiere resistir, retrasar el reloj de su angustia una hora más o dos, y piensa que cantar es fácil, que siempre lo fue para él. Lo que ha hecho esa noche lo podría haber soltado en un banco del Altozano o mientras apedreaba ratas desde el murete de la calle Betis. Nunca necesitó el dolor que ahora lo corroe, ni al Rafita, ni los jaleos del público, ni los trapos que, inadvertidamente, ha ido anudando hasta formar un cordel bastardo de siete u ocho.
-Puede ser más largo.
A pesar del agarrotamiento que se va apoderando de sus manos, consigue anudar cinco jirones más con fuerza y decisión.
-Es casi tan sencillo como cantar, o como ser marino, o como dejar de ser.
Uno de los focos pende a la altura adecuada. No le preocupa su resistencia; a él apenas le queda el aire de los pulmones para añadir peso. El nudo que cierra el lazo no es muy bueno, pero tampoco importa.
-El ritmo lo es todo, primo…
Y hay ritmo en su subida al odioso cajón, en el paso del cordel por el soporte del foco y del lazo por el cuello; hay ritmo en el saltito con el que deja su cuerpo colgando.
Como presentía, no se ha roto el cuello y ahora le esperan minutos de estrangulamiento lento y tenaz. No se resiste, no patalea, no intenta desligarse. El ardor de los pulmones es nada comparado con la furia con la que el mono retuerce todas y cada una de sus fibras. En el momento de apagarse, un quejido suave llega a los labios ya violáceos:
-¡Ay, mamita! ¿Qué me está pasando?