Javier Reverte, supongo
Es un género que comenzó cuando se puso ante la máquina de escribir y ha terminado demasiado pronto.
Este último puente de los Difuntos se ha currado su nombre, aturdiéndome con tres certeros golpes de guadaña.
Si bien es cierto que el cine es el arte de mi tiempo -que cada vez se conjuga más en pretérito- y que, como dijo Walter Pater, «todas las artes tienden a la condición de la música, que sólo es forma» - frase que le aupó al columpio de la gloria-, soy, me guste o no, gente de libros y de amigos.
Han sido la amargura y la nostalgia las que han decidido esta lápida, no yo.
Según el aforismo clásico, hay dos tipos de escritores: los que van a comprar el pan y lo cuentan como si hubieran estado en la guerra, y los que van a guerra y lo cuentan como si volvieran de la tahona mordiéndole los juanetes a la barra.
Yo añadiría un tercer tipo a esta clasificación: el escritor que ha viajado a África y lo cuenta como si hubiera viajado a África.
Apenas se han hallado especímenes de esta categoría de depredadores de kilómetros, personas y paisajes. El último del que he tenido noticia se llamó, hasta el maldito sábado treinta y uno de octubre de 2020, Javier Reverte.
A Reverte le debo algunas de las mejores páginas que he leído en mi vida y muchas de las peores. Y es que, tras empaparme con el calor, la humedad, la belleza y la miseria que inundan Vagabundo en África, pensé que en los libros de viajes encontraría una riqueza vedada hasta aquel momento por un prejuicio que me indicaba la futilidad de dar cuenta de territorios recorridos cien mil veces, cazados en millones de fotografías, accesibles gracias a los paquetes organizados. De aquel impulso, que me llevó a leer a los más dispares autores, extraje dos conclusiones en las que me mantengo aún: que mi prejuicio es muy razonable (solo el vagabundo Cela, el misántropo Pla y el fantasioso Chatwin se salvarían de ser yo el cura a cargo del escrutinio), y que Javier Reverte no es una excepción en un género copado por impostados impostores, mitómanos y caraduras con tantas pretensiones como poca altura; Javier Reverte es un género que comenzó cuando se puso ante la máquina de escribir y ha terminado demasiado pronto.
Lo conocí por mediación de mi colega David Torres, al que pedí que me lo presentara en cuanto supe de la amistad entre ambos. Además de algunos libros suyos que ya había leído (pocos si tengo en cuenta la velocidad de sus dedos sobre el teclado y la voracidad que sentía ante las palabras), tenía en la mente sus dos primeras incursiones por África y aquella por el luminoso Egeo en que tan vivamente persiguió a Homero y a Cavafis. También las crónicas que envió desde el Sarajevo sitiado, tan sentidas que a veces tuvimos que taparnos los oídos para no escuchar las detonaciones mientras manchas de sangre emborronaban el diario (ahora que Trump ya ha sido defenestrado de su delirio, y que ni Leguineche ni Reverte podrán describirnos el bombardeo y sus daños colaterales, puede que al fin gocemos de una paz efímera).
“Todos los periodistas somos todo terreno, porque nos va el sueldo en saber adaptarnos”, me dijo cuando le pregunté por aquella pericia de camaleón. Aunque me confesó que siempre que iniciaba una aventura, por decisión propia o de su director, se sentía como William Boot, el ingenuo protagonista de Noticia bomba; un escritor especializado en floricultura y jardinería al que un error en la burocracia del periódico para el que trabaja envía a África como corresponsal de guerra.
Su magia residía en su humildad. Se negaba a acaparar la conversación, aunque su cultura y sus experiencias dieran para horas y horas de monólogo. Siempre encontraba lo mejor de su interlocutor; sentía las vidas de los demás con pasión, ya fuera la de un cocinero amarrado a los fogones o la de un dependiente de comercio que aprovechara las noches para escribir versos oscuros.
Hay quien viaja para distanciarse del rebaño, y piensa que el secreto del buen viajero consiste en doblar la esquina que nadie dobla. Javier Reverte lo tenía muy claro: solo es rebaño quien cree que el rebaño son los otros. Quien ve una piara donde hay seres humanos se condena a hacer el ridículo en la selva del Amazonas y en la Puerta del Sol.
Y a él, ningún balido le era ajeno.
Nunca precisó doblar la esquina extraña. Llevaba su propio camino en su cabeza y en su corazón.
“Una vez hubo viajeros, pero ya no. Ahora somos todos turistas, y yo el primero, con más o menos arrojo, más o menos medios, más o menos tiempo por delante. Pero turistas”
Javier Reverte no quería explorar lugares desconocidos, ni quería iniciar tramposos viajes en el tiempo, sino que ansiaba conocerse, abandonar todas las máscaras en las lindes de los caminos que dejaba atrás. Por el contrario, muchos de sus compañeros de oficio en esto de las letras no hacen más que ocultarse por más que se muestren.
En cierta ocasión, me decidí a sonsacarle algunas historias maravillosas que hubiera traído de sus travesías (sentía la fascinación por los barcos y las singladuras que todo buen lector ha de sentir). Asegurado el suministro de ginebra y tónica, inicié la conversación esperando noticias de las procelosas costas de Madagascar o de la inasible Malasia, pero a él le bastó una palabra para desatar toda la magia de las exploraciones míticas:
Garrucha.
Inmerso en tantos oleajes, coronado de espumas, cabe suponer que el mar - su escritura de brea- ya había cincelado en su mente todos los nombres.
No por eso deja de sorprenderme que se refugiara en aquel puerto almeriense, que se perdiera por las sierras cercanas como los viajeros del XIX, y que se uniera a las tripulaciones de bajura, amén de tirar la caña en la playa y apurar botellines y sardinas con los del pueblo (ambos estuvimos de acuerdo en que los almerienses han hecho un arte de la plancha).
La noche se llenó de verano y desierto, de corrientes marinas y partidas de mus, de inesperados palmerales y un Al-Andalus que ignoramos. Y yo supe, por fin, que nadie viaja si no sabe detenerse, que cualquier expedición termina en un cuarto de estar, en silencio, al final del día.
Nunca le agradecí lo suficiente que descendiera por el Yukón resbalando en las huellas de London. El río de la luz derrocha inteligencia y comprensión. Sus pocos personajes son un prodigio de vida trasplantada al papel. La tierra se puede masticar, la nieve hiere, el aire corta la piel en presente, hablan los manantiales.
Javier Reverte fue erudito del silencio, vividor de oficio y escritor necesario. Uno de los pocos.
Ahora, huérfanos a la deriva, preguntaremos por él en todos los puertos.