Jacques Demy: La culpa es del presente
Está habiendo un merecido movimiento revisionista de su obra y, al fin, se encuentra en él toda una fuente de inspiración y de arte desconocido.
Todas las épocas históricas tienen a artistas que rompen con la norma. No me refiero a autores que realizan su trabajo dentro del marco de un movimiento artístico concreto, o en una situación dada, sino a personas que, a pesar de las tendencias culturales e incluso contraculturales, eligen una vía alternativa hasta entonces inexistente. Personas auténticamente innovadoras.
Lo pernicioso de este caso es que, tras décadas postradas en los márgenes del arte, aquellas personas genuinamente transformadoras suelen salir a la luz a deshora, por lo general cuando ya es tarde para ellas. Es entonces cuando el reconocimiento debido les llega, en el mejor de los casos, a sus herederos.
Esto es culpa de ese cúmulo de prejuicios y lugares comunes que es el presente. El presente es quien vela por la norma, por la pequeñez. Nadie puede sobresalir y, si lo hace, es reconducido hacia los cauces marcados. Todo presente, en su intencionalidad uniformadora, acaba favoreciendo la deformación.
Vistas en un museo, todas las piezas se nos antojan distintas y brillantes, quizá por pensar en ellas como un todo y no como un conjunto de casuísticas concretas. Los museos se componen de obras y las obras son, a la postre, las personas que las crearon. Y, para algunas de ellas, el ofrecer su visión personal del arte y del mundo ha alcanzado cotas de auténtica revolución.
Pensemos en el cine de Jacques Demy. Su obra se encuadra en la nouvelle vague, pero, a pesar de ello, rompe formalmente con los postulados de este movimiento cinematográfico de principio a fin. Cierto es que se aviene a ellos en determinadas cintas, pero las obras cumbre de su filmografía no se asemejan lo más mínimo al trabajo de coetáneos como Jean-Luc Godard, François Truffaut, Agnès Varda (¡la gran Agnès Varda!) o a Alain Resnais, por citar a algunos de ellos.
Si ahora pienso en Demy es porque está habiendo un merecido movimiento revisionista de su obra y, al fin, se encuentra en él toda una fuente de inspiración y de arte desconocido.
El cine de Demy, especialmente en su vertiente más celebrada, es todo un festín para los sentidos. Cuando en Francia la cinematografía discurría por derroteros más realistas, fotografiado en blanco y negro y con una planificada imagen de espontaneidad y desorganización, Demy brindó la posibilidad de disfrutar de un cine fuera de los axiomas de la nouvelle vague, ofreciendo películas que respondían a sus propios postulados.
Su propuesta llegó al cénit de la creatividad en los musicales que formuló en los años sesenta. Hacía décadas que Ginger Rogers y Fred Astaire habían dejado los ampulosos áticos de la Quinta avenida y el cine norteamericano, verdadera factoría del género musical, presentaba unas películas que en nada se parecían a las coloridas Cantando bajo la lluvia (1952, Stanley Donen y Gene Kelly) o Siete novias para siete hermanos (1954, Stanley Donen). En la década de los sesenta, los musicales que sobresalían eran West Side Story, Sonrisas y lágrimas, My Fair Lady o Mary Poppins, esto es, unas cintas que abandonaban la grandilocuencia del pasado, con temática variada, y que se adentraban en una corriente que desembocaría en los rompedores musicales de los setenta, con Cabaret, Grease, Hair o The Rocky Horror Picture Show como máximos exponentes.
Pero, qué sucedía con el glamour, con la elegancia y con la delicadeza de los musicales clásicos, ya prácticamente extintos en los Estados Unidos. Pues que fueron retomados por un cineasta francés y protagonizados por Catherine Deneuve.
En 1964, Demy presentó Los paraguas de Cherburgo (1964) una película deliciosa que le granjeó la Palma de Oro en el Festival de Cannes y el abrazo unánime de la industria internacional. Les parapluies de Cherbourg es un drama romántico, un cuento dulce y también amargo sobre lo que significa amar y perder.
Con Las señoritas de Rochefort, rodada en 1967, Demy hizo que el lujo regresara al espectáculo musical más puro. Les demoiselles de Rochefort no solo contaba con la presencia de Catherine Deneuve y su hermana Françoise Dorléac, ambas deseando encontrar su camino y su amor verdadero, sino que también brindaba la ocasión de reencontrarnos con Gene Kelly, incansable galán musical, y todos ellos acompañados por el recientemente desaparecido Michel Piccoli.
La planificación escénica de la película, su cromatismo inigualable, la frescura que exuda cada fotograma y la sensación de vitalidad casi cítrica que la acompaña resultan tan vigorizantes que, viéndola con cierta perspectiva temporal, no se puede sino añorar aquel presente en el que un director de la nouvelle vague podía romper con todo y proponer un viaje a la alegría de la juventud fotografiada en Eastmancolor.
Satisface saber que las nuevas generaciones, en ese revisionismo de justicia histórica, encuentran en Demy a un creador inigualable que merece la pena rescatar.