Ilustración de Carlos Alejándrez 'Otto'
"El de Carlos es el humor ácido y lúcido que tiene en Goya a su padrino desquiciado y en Billy Wilder a su mentor sardónico".
Lo que son las cosas: esta semana no cuentan ustedes con ella. Una azarosa imagen sustituye al relámpago ocre que abre mis textos, los ennoblece y los ilumina con el temblor de una vela y la profundidad de campo de un faro sobre el mar.
Y no, no me estoy excediendo en el lirismo ni exaltando la amistad al modo de la quinta copa. A mí, que paro mis escritos con escasa fortuna, a trompicones y en ratos ganados, recorrer las viñetas con que Carlos los acompaña me muestra todo aquello que ni yo mismo sabía que estaba escribiendo.
Más que ilustrar mis textos, los traduce a un idioma aún más humano, rítmico y expresivo que aquel en que me manejo.
Que yo conociera a Carlos era inevitable: necesitaba un grafista que diera vida a mis cartas de platos y vinos (suya es la idea de que estas, anticipando la factura, exhiban un cuchillo enhiesto) y él se dedicaba a la ilustración y al diseño gráfico. Así de sencillo.
Así de increíble.
Que a un tipo al que uno acaba de conocer se le caigan las banderas de la República (la auténtica enseña de la libertad y la civilización) de la carpeta en la que lleva las muestras de su trabajo, que reconozca los versos de Pepe Hierro que se incrustan en la conversación, que calle con respeto e ironía cuando bebe un vino nuevo… todas esos pequeños detalles me hacen pensar que Otto es la novia con la que siempre soñé. Con barba y todo.
En pocos asuntos no coincidimos; me conmueve la manera que tiene de no amar a los caballos, esas cosas (según él) que tiran de los carros y no son su sobrino. Algún parentesco le debe unir con aquel ilustre visitante que, inoportuno, llamó a las puertas de Buckingham el día del Derby. Cuando Isabel, prismáticos en ristre, le invitó a la gran cita, respondió lacónico: Gracias, Majestad, pero ya sé que unos caballos corren más que otros.
Pero cuando delineó el galope de un pura sangre sobre el fantasma del agonizante caballo de Picasso, hace apenas dos semanas, sentí que nadie como él sabe atrapar en un trazo la forma del viento.
Cuando tocó pintar la tragedia del naufragio, le bastó una lata de sardinas gallegas a medio abrir en la que se adivinan los cuerpos de los marineros perdidos para siempre en las aguas canadienses. Dos siluetas silentes y, por ello, estruendosas, son el puerto al que nunca regresarán.
Y es que las siluetas de Otto son su dialéctica. Se le compara con El Roto, como a todo columnista gráfico desde que el gigante surgió (Ops, firmaba en sus primeros tiempos), y Carlos no niega tal modelo; pero creo, sinceramente, que él va más allá. Sombras que hablan, que transitan la actualidad en malignos escorzos o resisten los golpes de la tiranía y la avaricia con la tensa quietud de la razón atropellada.
Los bocadillos que las acompañan, lejos del pan de molde, nos provocan la risa y nos la hielan en el mismo segundo. El de Carlos es el humor ácido y lúcido que tiene en Goya a su padrino desquiciado y en Billy Wilder a su mentor sardónico.
Aunque el territorio de Carlos es, para mí, el de Joan Brossa, el poeta que prefirió los objetos a las palabras para armar sus versos. A las manzanas enmascaradas y los huevos con llave del catalán, el Lobo de Navalcarnero (solitario, feroz, rápido y elegante; así sería Carlos como boxeador) opone sillas de inválido con relojes por ruedas; guillotinas en las que la cuchilla es un libro, garrafas con el logotipo de Chanel, aviones de papel que dejan su tricolor estela de humo… él no intenta hacer del mundo un lugar bello, tarea pueril y condenada al fracaso, sino extraer de tan condenado lugar la belleza que se resguarda al acecho, como Moby Dick, en lo más remoto del mar.
Otto es un capitán Ahab de buen humor y pasión por los placeres de la vida.
El miércoles, el bueno de Carlos presentó en Madrid su último libro, Hechos y desechos, magníficamente editado por la muy competente Entrelíneas. Un auténtico manual de supervivencia contra la estupidez imperante y las tiranías que nos tienen ganas. Un libro reflexivo e iracundo, en el que el tiempo queda en suspenso en cuanto la mirada se adentra en sus páginas.
Y es que, si el sueño de la razón produce monstruos (Goya, ya lo dije, aún anda por aquí), la razón del sueño produce una ilustración de Carlos Alejándrez “Otto”.