Cierra el último Hospital del Juguete: “Llevo más de 50 años y todavía me queda mucho por aprender”
Antonio Martínez Rivas se despide del 'sanatorio' al que ha dedicado su vida: “He disfrutado mucho, pero llega un momento en que no se puede alargar más”.
“Antonio, ¿dónde pusiste la cabeza?”. La pregunta podría ser retórica, pero es literal. Hace referencia a la cabeza de una muñeca que Antonio Martínez Rivas, el último ‘doctor de juguetes’ en España, tiene pendiente reparar. Y la lanza su mujer, Ludi, que desde hace unos años echa una mano a Antonio con los juguetes.
A sus 70 años, Antonio Martínez Rivas pone fin al negocio al que ha dedicado su vida, ese que inició su padre en 1945, que él heredó oficialmente en 1985 y que ahora, bajo el nombre de RIMAR Hospital del Juguete, en Madrid, se queda sin sucesor. Desde octubre, Martínez Rivas no admite más encargos, y esta vez no hay vuelta de hoja: se ha plantado en el cliente número 10.470, ha rellenado 190 talonarios, y echará el cierre al local el próximo 31 de diciembre.
“Cierro definitivamente. Hasta entonces, trato de sacar fuera todo esto”, dice Martínez, y señala montones de cajas, muñecas, peluches, patinetes, coches y hasta tazos de los 90 repartidos por el taller.
Para buscar el origen de este negocio familiar hay que remontarse a la posguerra, cuando Antonio Martínez padre lo fundó como fábrica de juguetes. “De madera, de hojalata, de mayólica…”, enumera el hijo. “Hacía sus propios diseños”, recuerda. El heredero explica que en 1952, “cuando llegó el plástico”, sus padres “se asustaron de lo que había que invertir en maquinaria, poliestireno y aprendizaje”. “Entonces dejaron la fabricación y se dedicaron a la reparación”, apunta el restaurador.
Antonio Martínez padre empezó a colgar carteles en las jugueterías de Madrid: “Se reparan muñecas”. “Aunque en realidad se reparaba de todo”, matiza el hijo. A 10 pesetas el arreglo, más o menos, de las que el restaurador se llevaba 3 y la juguetería, el resto.
“Figuro como reparador de zapato y pequeño electrodoméstico”
Pasaron los años 60, y el negocio –ubicado entonces en el barrio de Tetuán–, se complicó con el cierre progresivo de las fábricas de juguetes en la Comunidad Valenciana, de donde los Martínez Rivas obtenían repuestos, así que la familia tuvo que reinventarse. A finales de los 70, cuando Antonio Martínez hijo se acercaba a la treintena, tomó las riendas, y en 1985 puso a su nombre el negocio, aún bajo la atenta mirada del padre, que no quería “desentenderse”.
Reconoce Martínez que cuando tuvo que sacarse la licencia de actividades, no supo cómo registrarse, “porque no existe nada de restauración de juguetes”, de modo que lo hizo como “reparador de zapatos y pequeños electrodomésticos”. Algo lejos de la realidad. Su trabajo “tiene cosas de bellas artes, de electricidad, de electrónica”... y luego “tienes que ser un poco manitas también”, añade Martínez.
A falta de escuelas específicas, él aprendió casi todo de su padre. “Cuando salía del colegio, hacía mis deberes, y después me ponía al lado del banco de mi padre a aprender”, cuenta Martínez.
Pasado el tiempo, y con la evolución hacia el juguete electrónico, le tocó ser autodidacta. “Leía sobre electrónica, sobre electricidad… y así iba aprendiendo”, explica. Lo que era un condensador, un transistor, el uso de un circuito integrado, relata. A veces, Martínez también tenía que tirar de inventiva: “Cuando te venían los coches dirigidos por radio, tenías que inventarte un montón de cosas. La mayoría no te mandaban esquemas”.
“Sólo me salen aprendices de 70 años para arriba”
Por mucho interés que genere ahora la extinción de este negocio, Martínez recalca que no ha tenido un solo aprendiz en su medio siglo de trayectoria, así que tampoco cuenta con que salga ahora alguno in extremis. “Esto no se aprende en un día, ni en dos, ni en tres, ni en un mes. Yo llevo más de 50 años y todavía me queda mucho por aprender”, insiste. “A mí me gusta mi trabajo, y el que quiera, que lo vea, porque como más se aprende es viendo”, asegura Martínez.
En lo que dura la visita de El HuffPost al Hospital del Juguete –situado en Granada, 36–, tres personas además del dueño trajinan por el local entre cajas, telas y repuestos. Le decimos a Antonio Martínez que al final sí le ha salido algún aprendiz. “Pero todos de 70 años para arriba”, responde él, con sorna. “Hay mucha gente que viene y dice: ‘Uy, yo aquí disfrutaría’. Pero luego disfrutan un rato. Si están 10 horas seguidas, se cansan”, zanja.
Martínez defiende que “la artesanía no está pagada”. “La gente ve las horas que echas y el dinero que te llevas, y no les interesa”, admite. El ‘doctor’ cobra las reparaciones de muñecas a unos 20 o 25 euros, y las de juguetes electrónicos al doble.
“Algo más” cuestan las restauraciones de muñecas especiales como “una Mariquita Pérez, una Gisela, una Cayetana”. Estas son “muñecas muy antiguas de cartón piedra a las que tienes que hacer dedos, arreglar patas, poner peluca, hacer un puente de ojos, los párpados, ponerle las pestañas, pintar”, describe con calma Martínez. “Mientras lo he estado haciendo, he disfrutado mucho, me ha gustado, pero llega un momento en que no se puede alargar más”, dice.
“La quimio te cansa… no trabajas igual”
Hace unos años, a Antonio Martínez le diagnosticaron un cáncer del que aún no ha conseguido salir del todo, y que ha acelerado su decisión de echar el cierre. “La quimio te cansa, el dolor de las manos, la neuropatía… no trabajas igual”, afirma. “Y aparte de eso, que también te gusta vivir de otra manera, estar más con la familia, no estar todo el día metido en el trabajo”, añade.
El Hospital del Juguete está abierto sólo en horario de mañana, “pero luego siempre me llevo cosas para hacer en casa”. “Estás siempre liado”, dice. A Martínez no le cuesta reconocer que lo suyo “es vocacional”, y cree que nunca cortará todos los vínculos, como le pasó a su padre, que cuando se iba de vacaciones siempre echaba en la maleta “estaño, soldador, tijeras, tenacillas, latón” para hacer aviones, casitas o estuches desmontables. “Y mi madre, toda cabreada, porque no salían a ningún sitio”, recuerda ahora el hijo.
Esas piezas, que Antonio guarda todavía, tienen unos 60 años y no están en venta. “Esto no se va a tirar, evidentemente. Lo tendré que restaurar yo”, avanza.
El ‘fenómeno nostalgia’ pega fuerte
Cuando le preguntamos qué tipo de juguetes ha restaurado más en todo este tiempo, Antonio se para a pensar. Curiosamente, aquello que más tuvo que arreglar en sus comienzos en los años 70 es algo que se ha vuelto a encontrar con fuerza en los últimos tiempos: los coches dirigidos por cable.
Ahora “son los padres, o los abuelos, los que me piden que arregle esos coches con los que jugaron de niños”, explica. Muchas veces para placer del propio cliente, pero también para ‘sorprender’ a los más pequeños de la casa con los rudimentos de entonces. La historia acaba alguna vez en decepción, reconoce Martínez: “Vienen los nietos y ven cómo funciona eso, y dicen: ‘Qué rollo’”.
Con sus nietos –“dos figuras de mucho cuidado”– le ha pasado algo parecido. “Ya no les hago juguetes porque ellos son digitales”, confiesa. Atrás ha quedado la época en que Antonio Martínez se fabricaba sus propios juguetes y era la envidia de los niños del barrio. “Las espadas, las catapultas, un carro con los rodamientos del taller mecánico que ya no valían… montábamos unas en el barrio”, recuerda. “Pero ya no se juega en la calle”.
En aquella época, sus padres tenían el taller en casa, algo que después él se negó a hacer con su vivienda. “Había juguetes por todos lados: debajo de la cama, en el armario, hasta en la cocina. Y yo no quería eso”, reconoce Martínez. Así que él tiene su taller al fondo del hospital-tienda, aunque en su casa, a la entrada, mantiene “un tallercito pequeño” al que llama cariñosamente “el zulo”.
El avión de Uruguay, la muñeca con “mirada maligna”
Por el taller de Antonio Martínez han pasado probablemente juguetes de toda España y parte del extranjero. “Me ha llegado hasta un avioncito japonés de Uruguay. La reparación costó 50 euros, y el envío 70”, detalla. “No se lo arreglaban en ningún sitio, y se lo arreglamos aquí”, se enorgullece el hombre.
Martínez Rivas también tiene anécdotas con muñecas de porcelana y clientes algo esotéricos. Que si “las muñecas tienen alma”, que si Antonio le había puesto “una mirada maligna” a una, cita. “La clienta estaba empeñada en que la muñeca no tenía la misma mirada, y yo le decía que los ojos eran iguales”, relata Martínez.
Algo parecido le ocurrió a su mujer, Ludi, cuando le tocó arreglar un peluche. “Había que hacer todo el cuerpo nuevo y meter relleno. La clienta dijo que vale, pero que en el interior dejase las telas viejas que tenía porque eran el espíritu del peluche”, recuerda el hombre.
Pese a todo, los clientes acaban, en general, “muy satisfechos”, y más de una vez hasta “se emocionan al ver que los juguetes funcionan después de treinta años”.
“Sin hacer nada no puedo estar”
Antonio Martínez Rivas echará de menos esa emoción y esa gratitud, aunque reconoce que seguirá arreglando algunas cosas “para amiguetes” y para sí mismo, sobre todo juguetes de chapa: “Sin hacer nada no puedo estar”.
Los próximos días 3, 4, 5 y 6 de diciembre, el Hospital del Juguete celebra unas jornadas de puertas abiertas para dar salida a (casi) todos los juguetes antiguos que todavía pululan por el local.
Y el 31 de diciembre, cuando Antonio cierre las puertas, ¿qué?
Pues mucha emoción, nostalgia, pena por el adiós y orgullo por el trabajo hecho. Cuenta Antonio Martínez Rivas que cuando en 2007 hizo la mudanza del antiguo local en el barrio de Tetuán al actual en Retiro ya lo vivió como un pequeño drama. “Cuando bajé las escaleras y vi todo el local de Tetuán vacío, me puse a llorar como un imbécil, y eso que me venía aquí”, dice. “Supongo que ahora me pasará lo mismo”.