Honrar la memoria del futuro
Habían entendido a Lenin quiere decir que habían comprendido su ejemplo y habían decidido seguirlo. Ahí está la clave del homenaje.
No es tema menor este de hacer memoria, recordar, rendir homenaje. Tiene mucho de evocar, invocar y hasta conmemorar. Abundan los homenajes, no demasiado, hay que decirlo, a los más variados personajes, o en torno a fechas significativas, porque en ellas ocurriera algo que cambió las cosas para bien, o para mal. O para bien de unos y para mal de otros.
Homenajes, personajes, fechas, bien pertrechados de charlas y conferencias, textos publicados y republicados, documentales, libros conmemorativos, películas, exposiciones singulares, actos públicos, únicos, minoritarios, elitistas, masivos, exclusivos. En vida, post mortem.
No me parecen del todo mal, aunque no siempre me terminan de convencer este tipo de eventos. O tal vez me parecen bien, así en general, aunque con más o menos matices, según la ocasión, o mi estado de ánimo, o los ojos con los que los miro. Creo que esta valoración personal tiene mucho que ver con el subjetivismo, la simpatía personal, puede que hasta con la ideología. Sobre todo con la experiencia, lo aprendido, bien o mal aprendido.
Aquel poema de Bertolt Brecht, habrá quien lo recuerde y quien nunca lo haya leído. El que habla de aquellos tejedores de Kujan-Bulak, la pequeña aldea fuera de mapa, al Sur de Turquestán, en esa zona exótica del imperio ruso poblada por kazajos, uzbekos, tayikos, turcomanos o kirguises. Aquellos tejedores que por no hacer un feo, entre temblores de fiebres, a merced del humo de un ferrocarril intermitente, acuerdan realizar una colecta y levantar un busto a Lenin para honrar su memoria.
Sus temblorosas y febriles manos van depositando sus pequeños ahorros de cada día hasta que Gamalev, el soldado del Ejército Rojo, propone gastar ese dinero en petróleo que será vertido en la laguna para acabar con los mosquitos que infectan el pueblo y causan las fiebres. Así lo hicieron y Brecht sentencia que aquellos hombres habían entendido a Lenin y le honraron al tiempo que se beneficiaban. Así se decidió, así se hizo, concluye el poeta.
En una asamblea, esa misma noche, decidieron colocar una pequeña placa en la estación que diera buena cuenta de este peculiar homenaje. Ciertamente no hubo grandes banderas, discursos de autobombo de los comisarios políticos, los alcaldes, los dirigentes del partido, los sumos sacerdotes del culto a la personalidad, los héroes del trabajo, los constructores de la patria. No cantaron sus himnos guerreros los coros del Ejército Rojo, ni se bailaron las danzas populares a cuenta del siempre presente, desde la lejanía de su imponente mausoleo de la Plaza Roja, el camarada Vladímir Ilich Ulianov, alias Lenin.
Tal vez hicieron lo correcto, lo que había que hacer. Dudo que los ecologistas de hoy en día dieran el visto bueno a tal derroche de petróleo en la laguna. Eran otros tiempos. No estoy tan seguro de que los inspectores, comisarios, veedores, contadores, representantes de los nuevos zares rojos entendieran bien el mensaje, aunque debieron dejar hacer por no emprenderla contra los miserables tejedores febriles y temblorosos de una pequeña aldea en las fronteras de la nueva URSS.
Tampoco querrían contrariar al poeta. Ya es bien sabido, a través del episodio de Mandelstam, en el que andaba por medio Pasternak, el temor de Stalin por cuantos pudieran sobrevivirle con su obra y maldecir su nombre por toda la eternidad.
Habían entendido a Lenin quiere decir que habían comprendido su ejemplo y habían decidido seguirlo. Ahí está la clave del homenaje. Elegir el homenaje para fijar la memoria en un tiempo pasado, o para convertirla en ejemplo, tal como nos insinúa Todorov.
Dejar que la memoria se empoce en nosotros, convertida en recuerdo de cuanto perdimos, memoria sagrada, inmutable frente a otras memorias contrapuestas y también inalterables. Memoria única, irrepetible, pero particular, individual. Extraordinaria y exclusiva, pero estéril. Memoria que nos hace revivir la condena del pasado, nos niega la libertad del presente y el gobierno del futuro.
De otra parte, la memoria como dolor, duelo, análisis y psicoanálisis de un hecho, convertida en lección y ejemplo. En este caso, el homenaje tiene mucho de justicia que transforma la sociedad. Son muchos los pueblos que hemos tenido que recuperar la memoria, realizar homenajes a quienes fueron víctimas de un pasado violento. De Argentina, o Chile, a Alemania. De Sudáfrica, a Italia, Francia, pasando por todos y cada uno de los países del Este. También en Portugal y España. Un día lo tendrá que hacer China.
No siempre y en todos los casos se ha resuelto bien. Nunca y en ningún caso es fácil. Atarse al pasado para sentirse seguro en el presente, aún a costa de repetir los errores, cuando no la violencia, es una tentación perfectamente humana, a veces irresistible. Para el poder de turno terriblemente útil. Una nueva oportunidad para la revancha, la venganza, la renovada violencia.
Hacer memoria, reconocer los errores, los fracasos, el dolor causado, el dolor vivido y sobrevenido, es mucho más difícil. Convertir el recuerdo en modelo, análisis, ejemplo aplicable al presente, para hacer justicia, no tanto la de los jueces como la de reparar en lo posible los frutos de tanto mal desencadenado, la de perdonar sin olvidar, la de transformar el presente y construir el futuro poniendo barreras infranqueables a la violencia desencadenada.
Somos otros los actores, los protagonistas. España ya no es lo que era. Sin embargo, no despreciemos el poder de la memoria mal utilizada para buscar nuevos campos de batalla, confrontaciones estériles y posturas irreconciliables. Si algo puede salir mal, acabará saliendo mal.
Nuestro Gobierno y sus oposiciones, la sociedad organizada, o desvertebrada, quienes se referencian ideológicamente en una derecha, una izquierda, o un centro cada vez más líquidos, debemos prestar mucha atención para que nuestra memoria y cada homenaje se conviertan en punto de encuentro, voluntad compartida de justicia y reparación, llamamiento para el futuro.