Heilige Nacht 1914
Se llamaba Gabriel Erzengel. Murió hace décadas. Su nieto, también soldado, continúa cada Navidad recordándole a través de esta historia.
“Aquella noche de desesperanza y tristeza del 24 de diciembre de 1914, Dios envió a sus dos ángeles, Gabriel, su fortaleza, y Miguel, su general, al frente, y todo se detuvo por unas horas”. En la mente del anciano soldado alemán, todavía resonaban los disparos, el temblor de la tierra, el frío y el miedo a cada nuevo amanecer. Sin embargo, ese recuerdo, vivo cada Nochebuena desde 1914, seguía repitiéndose, como una costumbre familiar desde entonces, para que sus hijos y, más tarde, sus nietos, conocieran la historia de un viejo que sintió la presencia del Altísimo en medio de la muerte y la destrucción de una guerra.
Se llamaba Gabriel Erzengel. Murió hace décadas. Su nieto, también soldado, continúa cada Navidad recordándole a través de esta historia. Este es su relato de los sucesos de aquella Nochebuena de luz, paz y amor. Quizás no sean los mismos que hayan leído en otros relatos, pero son los más cercanos a lo que ocurrió, pues, cada 24 de diciembre desde que volvió del frente, Erzengel recordaba detalle a detalle, con tanta exactitud que, quienes se arremolinaban a la vera del antiguo soldado podían respirar el aire del frente y sentir sus emociones.
No pretendo cambiar sus palabras. Solo recordar que la voluntad humana, nacida de la esencia divina que hay en cada uno de nosotros, es capaz de rescatar nuestras almas del infierno más atroz, aún en la negritud de una guerra cruel, en la que el Mal recorrió los campos de batalla y la guadaña de Satanás cobró las almas de miles de hombres buenos. Aquella noche, sobre la oscuridad de Lucifer y sus servidores, por unas horas brilló de nuevo la luz de Dios a través de sus hijos. Sirva este recuerdo como homenaje a todos aquellos hombres buenos, da igual el país de origen, que cambiaron el mundo con su ejemplo.
El frío ya se había apoderado de sus huesos. La mayoría, si no todos, salvo los mandos, estaban enfermos o a punto de caer, pero la fiebre se agradecía en medio de la noche, pues alejaba la muerte gélida que se apoderaba de cada uno de los poros de su piel, y, cuando se acompañaba de un trago de licor, permitía olvidar todas y cada una de las excusas que todavía se repetían, cada vez en voz más baja, para justificar en sus mentes una sola razón detrás de los cuerpos de sus camaradas y amigos destrozados en una alambrada cercana, los restos de aquel cráter abierto por la artillería, a pocos metros, donde los cada vez más descarnados restos de un puñado de muchachos franceses encontraron la muerte con una mueca de sorpresa y dolor.
Gabriel sabía que ese, y no otro, era el destino que les esperaba a todos ellos. Quizás fue su mente, o sólo la desesperanza, pero, por un momento, regresó a Baviera, a su casa, al calor de la chimenea del hogar donde su madre se afanaba en colocar los últimos adornos y algún que otro regalo, mientras su hermana pequeña prendía las velas que iluminarían la cena que recordaba la noche en la que el Divino Hijo de Dios llegó al mundo. Las lágrimas, heladas a su paso por la piel, fueron apartadas con rabia. Se negó a abrir los ojos, a volver a la realidad de aquella trinchera en la que se hacinaban los hombres, muchachos como él. Y pidió a Dios que le permitiera un momento de esperanza, que trajera por un instante esa paz que dejó. Rezó como le había enseñado su madre cada noche. Rezó con tanta fe que en su corazón se prendió un extraño fuego, amor divino, lo llamaba su padre, fervoroso cristiano, y, en su cabeza, la familia Erzengel, al completo, comenzó a cantar Heilige Nacht. Noche silenciosa, noche de paz… Las lágrimas caían a raudales, mientras se negaba a dejar ese último rincón de cordura en su mente. Dormir en la paz celestial…
Sonaron disparos, algún grito, alguien le zarandeó, escuchó su nombre, pero él seguía junto a los suyos y el villancico continuaba: “A través del ángel, aleluya, suena en voz alta desde todas las partes. Cristo, el Salvador, está aquí”.
De pronto los ruidos del frente cesaron, y llegó la calma. La niebla, la fina lluvia que jugaba a nieve en el cielo, trajo esa heilige Nacht, esa noche santa de paz. Y Erzengel, movido por un resorte interno, se alzó desde la trinchera, con los brazos en alto. ¿Tan diferentes eran alemanes y franceses? ¿Acaso no añorarían a sus mujeres, hijos o padres? ¿No sentirían ese tremendo vacío en sus corazones? Y seguía el intenso calor, que lo prendía todo, convirtiéndole, por unos instantes, en un hijo de Dios que solo buscaba la paz con sus hermanos.
No recordaba cómo, pero sus camaradas le contaron que, a pesar de los gritos del capitán Schultz, abandonó la trinchera, mostrando sus manos desarmadas, y dos versos de la canción se tornaron palabras en su hermosa voz de barítono: “Nos llega la hora de la Salvación, Cristo, en tu nacimiento”.
El tiempo se detuvo, los disparos se perdieron en la oscuridad del Diablo, que, tenso, aguardaba una explicación con media sonrisa en su rostro siniestro. ¿Qué juego era el que Dios se traía entre manos? Aquella noche, como tantas, saldría de cacería y pensaba cobrarse cada pieza, cada trofeo entre los huesos de los muertos, entre las almas de los inocentes.
Mientras Erzengel caminaba, sostenido por el espíritu del Todopoderoso, el recuerdo de su familia y una fuerza que nunca supo explicar, nadie detuvo su paso. Desde las filas enemigas se ordenó “¡alto el fuego!”. Sólo el silencio lo llenaba todo, roto con cada uno de sus pasos firmes hacia las líneas enemigas. Y cuando por fin abrió los ojos, hasta entonces cerrados, se encontró con un muchacho, no mayor que él, que dejó su fusil sobre la húmeda tierra, y juntó su voz, en francés, para compartir entre lágrimas, miedo y Fe que, sobre la destrucción y la muerte que otros, desde lejanas posiciones de retaguardia, desde sus despachos secos y lujosos, desde el desprecio de considerar números a quienes son hermosas almas; que, por encima de las decisiones de quienes juegan a creerse Dios sobre un putrefacto tablero de juego, está el libre albedrío de los hombres, capaces de rescatar la esencia que les hizo ser la criatura ante la que se inclinaron todos los ángeles del Señor. Excepto uno.
Se abrazaron, rieron, se les unieron más y, por unas horas, el frente se transformó en el más hermoso lugar de la tierra.
Cuando Gabriel Erzengel entregó su alma, su nieto mayor descubrió una vieja cartera entre sus pertenencias. Contenía un dibujo y unas líneas en francés. Mostraba a dos muchachos compartiendo su comida, a la vera de un improvisado fuego. Por eso, cada Nochebuena, los descendientes de este antiguo soldado alemán honraban a su abuelo, pero también a Michel de Dieu, el chico de Troyes que aparecía en esos trazos de lápiz. Porque, por encima de las diferencias que imponen los poderosos, siempre los hombres hemos sido hermanos e hijos del Altísimo. Amén.
Para quien desee acompañar la lectura de este artículo con la música que sonaba de fondo mientras lo escribía, os dejo a continuación el enlace: