He tenido un hijo a los 40 y es maravilloso
Permitidme empezar diciendo que no tenía pensado tener un hijo a los 40. Quería tener un hijo, pero esperaba tenerlo mucho antes.
Cuando tenía 24 años, le dije a mi novio que más le valía dejarme embarazada pronto, porque los óvulos se me iban a marchitar y a morir. Por algún motivo, no duramos mucho tiempo juntos.
Cuando tenía 31, publiqué un anuncio en Craigslist buscando a algún hombre que encajara en una descripción muy específica y que algún día quisiera formar una familia. Tuve la extraña suerte de encontrar a uno que encajaba casi a la perfección (aparte de otros 300 señores que me mandaron un surtido de fotos de algunas partes interesantes de su cuerpo).
Alex tiene ocho años menos, por lo que yo era consciente de que nuestra diferencia de edad iba a dejar en suspenso mis sueños de ser madre. Mi decisión de ser humorista y música poco pudorosa de folk-rock tampoco aceleraba las cosas.
Alex se mantuvo a mi lado con cariño, haciendo la vista gorda a mis jugarretas, a mis actuaciones nocturnas, a mi gusto por la bebida y a mi incapacidad de comportarme normal en cualquier situación. Cuando cumplí 36, me casé con Alex montada sobre un unicornio en Cape May (Nueva Jersey).
Eso fue unos dos años antes de decidir que el aspecto económico de la paternidad ya era algo que podíamos afrontar. Nos pusimos en marcha para intentar crear al bebé a todas horas. Teníamos un objetivo y nuestro duro trabajo dio frutos. Descubrí que estaba embarazada a principios de abril, a los 38 años.
Solté un suspiro de alivio: 38 eran los años que tenía mi madre cuando tuvo a su último bebé y también los años que tenía mi abuela cuando tuvo a su último bebé. Alex y yo celebramos juntos la buena noticia.
Por desgracia, la médica me dijo en la consulta de las 10 semanas que no había latidos. Sospechaba lo peor: que no nacería. No se equivocó. Sufrí un aborto poco después. El dolor físico y emocional fue casi inconcebible.
Todo lo que había leído y oído me vino a la mente: ¿He esperado demasiado? ¿Debería haber recolectado mis óvulos cuando tenía treinta años? ¿Debería empezar a pensar en la adopción? ¿No podré ser madre?
No tuve mucho tiempo para preocuparme. Poco después del aborto, me encontré un bulto superficial en el pecho y tuve que pasar por varios chequeos médicos hasta que me dijeron que probablemente era un tumor benigno, pero que hacía falta una tumorectomía para estar seguros. Alex y yo nos pasamos el verano de camping, literalmente escapando de nuestros peores temores: que fuera cáncer de mama y que no pudiéramos formar una familia.
Me operaron en septiembre. Efectivamente, el tumor era benigno. Era una cicatriz radial, por lo que mis probabilidades de desarrollar cáncer de mama aumentaban un 15%, pero el cirujano me dijo que aún podía ser madre e incluso podría amamantar.
Un mes después, a los 39 años, me quedé embarazada. No se me escapó que ese embarazo fue un milagro.
Acudí a todas las pruebas y citas médicas recomendadas. Los médicos me habían insistido en que era de vital importancia que lo hiciera, ya que era una mujer con "avanzada edad materna". Un médico tuvo las narices de llamarme "madre geriátrica". Me dieron ganas de pegarle un puñetazo en el riñón y creo que se dio cuenta, porque añadió: "Ya sé que suena extraño, pero así es como se conoce".
Como soy RH negativo, tuvieron que ponerme unas inyecciones para evitar que mi sangre atacara al bebé. Aparte de eso, este embarazo fue coser y cantar. No tuve náuseas matutinas. No me sentí mal ni enferma ni triste ni rara. Casi ni me sentía embarazada, salvo por el hecho de que la tripa empezó a engordar.
Solo engordé unos 11 kilos, hice senderismo, trabajé, pasé tiempo con mis amigos, actué, practiqué mucho, pero que mucho sexo, fui de acampada, comí mucha comida de la buena y de la mala y me divertí un montón, posiblemente porque sabía que una vez que llegara el bebé, pasaría un tiempo hasta que pudiera volver a divertirme.
Mi marido y yo vimos muchas películas juntos, hablamos, fantaseamos y fuimos muy cariñosos. Estaba tremendamente colocada bajo los efectos de la serotonina: feliz y espléndida. Mi pelo estaba espeso y hermoso de todo el ácido fólico, así como mi piel, que estaba radiante.
Una noche, con el embarazo muy avanzado, a la luz de una vela a la mesa en mi restaurante favorito, cumplí 40 en compañía de 15 de mis amigos más cercanos. Estaba hasta arriba de endorfinas y no me sentía para nada deprimida.
Fue probablemente todo lo perfecto que puede ser el embarazo de una mujer mayor.
Me sentía en una nube a medida que se iba acercando la fecha programada. Mi marido, algunos amigos y yo hicimos una excursión hasta una cascada secreta y nos sentamos en la revitalizante agua de un caluroso día, susurrándole cosas tranquilizantes a mi bebé aún no nacido (y a mí misma, supongo) acerca de las semanas y meses que teníamos por delante.
Fui al médico al día siguiente, un día antes de la fecha fijada. La enfermera que me hacía la ecografía permaneció en silencio conforme deslizaba el transductor por mi vientre. La prueba parecía estar durando más de lo habitual. Inspiró y espiró de forma pesada, contagiándome su preocupación.
"¿Va todo bien?", le pregunté.
"Voy a buscar al doctor", respondió ella. El médico acudió y repitió la prueba.
"Tu nivel de líquido amniótico está bajo. Te aconsejo que adelantemos el parto", dijo.
En ese momento añadí una nueva palabra a mi vocabulario: oligohidramnios, el volumen deficiente de líquido amniótico, que puede suceder por muchas causas. Puede ser por una insuficiencia placentaria, por deshidratación de la madre o simplemente porque ha habido una fuga de líquido amniótico. Como eran los días más calurosos de agosto y yo había estado andando, trabajando y haciendo excursiones durante meses, di por hecho que probablemente estaba deshidratada. Sin embargo, los médicos no se toman estos asuntos a la ligera. Hay demasiadas demandas posibles.
Me dieron algo llamado cervidil, que se suponía que me iba a "hacer madurar el cuello uterino", como los muchos plátanos que me tomé con la esperanza de ponerme de parto. Tuve contracciones durante dos días enteros, pero acabaron en nada. Entonces, los médicos me inyectaron el temido pitocín, que se suponía que iba a forzar el parto. Eso también acabó en nada de nada. Mi obstetra-ginecólogo acudió y aconsejó que me hicieran la cesárea inmediatamente.
Mi tierno marido estuvo a mi lado durante todo ese histérico momento. El médico me advirtió que notaría algunos tirones. En realidad, fue como si me arrancaran todas las entrañas y me las volvieran a meter en su sitio. Oí el llanto de mi bebé cuando lo sacaron del cómodo lecho que tenía en mi vientre.
Nació a las 4:20 p. m. Me pusieron al bebé junto a la cara, y papá, hijo y yo reímos y lloramos juntos mientras me ponían puntos. Durante la primera hora, en la cama del hospital, amamanté a mi bebé por primera vez. Fue una experiencia increíble que me alegré de haber buscado, pese a que también era la situación más terrorífica por la que había pasado.
Tras el nacimiento del bebé, sufrí un bajón enorme. Embarazada, había estado increíblemente feliz, pero al convertirme en madre primeriza me sentí deprimida, devastada, asustada, traumatizada y con ansiedad.
La felicidad y la paz que había sentido al cumplir 40 años habían hecho la maleta y se habían marchado. Durante meses, estuve llorando sobre la cabeza de mi bebé y tratando de encontrar desesperadamente algún terapeuta que estuviera especializado en depresiones postparto y que aceptara mi seguro médico.
Me tuve que conformar con un entrenador emocional que trabajaba en un cuarto piso sin ascensor y que me preguntó si había probado a buscar mis síntomas en Google. Aun así, poco a poco, los meses fueron pasando y mi ansiedad se fue diluyendo. De algún modo, conseguí superar el primer año de maternidad.
Los altibajos de la maternidad son enormes para las mujeres, pero creo que, como madre mayor, tuve que afrontar otros desafíos adicionales. Mi madre, que había tenido seis hijos, me dijo en una ocasión: "Deberías tener hijos cuando aún seas demasiado joven como para pensártelo bien". Ahora comprendo lo que quería decir.
Tener un bebé es renunciar a mucho de lo que eres o eras. En cierto modo, es morir y renacer. En mi caso, fue en un cumpleaños trascendental: convertirme en madre a los 40 años fue una doble barbaridad.
Sin embargo, ahora sé un poco más del mundo que cuando era una veinteañera y, en muchos sentidos, me alegro de haber esperado tanto para tener un bebé.
Económicamente soy más estable. Tengo más conocimientos y, esperemos, estoy más preparada para responder a las preguntas complicadas y para lidiar con los desafíos que seguro que llegarán. Soy menos egoísta. He alcanzado más logros y estoy más dispuesta a hacer un paréntesis temporal en mi carrera y en mis sueños para dedicarme por completo a mí misma y al desarrollo de otra persona.
Aun así, me pregunto si habría sido mejor tener hijos cuando era más joven. Imagino que no habría estado cansada a todas horas. ¿Habría tenido un parto natural? (Mi madre me dice que un parto natural tampoco es un paseo por el parque).
Habría menos diferencia de edad entre mi hijo y yo y habríamos crecido juntos como hicimos mi madre y yo. Quizás habría podido tener dos o tres hijos en lugar de uno. Sí, podría tener otro hijo ahora si me pusiera a ello, digamos, ahora mismo, pero tengo desbordadas las manos y el corazón. Siempre puedo adoptar, me digo a mí misma, si decido que de verdad necesito cuidar a otra persona.
Celebré una fiesta por el primer cumpleaños de mi hijo. Lo ambientamos en una temática de campamento. Toqué canciones tradicionales con la guitarra y canté con un amigo. Recorrí con la mirada a las 35 personas aproximadamente que se habían reunido para la celebración. Les di las gracias por venir y lloré, delante de todos, como una gran y feliz idiota.
En esas lágrimas por fin liberé a mi antigua yo sin hijos. Por fin pude aceptar a la nueva yo, que había ocupado su lugar: una mujer sin hijos que había logrado cruzar por los pelos el umbral de la maternidad antes de que se cerrara para siempre, una nueva madre que ya miraba más allá de su cuarta década de vida.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.