He dejado de buscar el amor y es lo mejor que he hecho en mi vida
Estar soltera no es necesariamente mejor que tener pareja. Todavía no. Pero la vida no se acaba.
Al acabar nuestra cita de agosto de 2018, Justin me acompañó al coche, donde, nervioso, me dio un beso. Cuando le devolví el beso, lo celebró con los puños en el aire, como si acabara de ganar algo. Caminé desde el bordillo hasta mi coche y, cuando me giré, aún estaba ahí, mirándome y sonriendo.
“Solo quiero asegurarme de que llegas sana y salva a tu coche”, me dijo, pese a que estaba a menos de un metro.
Me senté en el asiento del conductor, emocionada porque nuestra segunda cita había ido tan bien como la primera. Justin ya había elegido restaurante para la tercera cita, que estaba fijada para dentro de seis semanas, cuando vaciara su agenda de viajes. Durante los siguientes días, me movía con ligereza y alegría, convencida de que sentía la combinación adecuada de emoción y certidumbre que se supone que hay que sentir después de quedar con quien podría ser el elegido. Por fin había desaparecido mi maldición romántica, pensaba. Solamente tenía que esperar hasta octubre.
Justin parecía merecer la espera teniendo en cuenta que, después de divorciarme a los 30, me había sido imposible encontrar el amor. Durante los 17 años que habían pasado desde entonces, había tenido incontables citas y un montón de rollos intrascendentes, pero lo más cerca que había estado de tener un novio de verdad (es decir, un humano varón al que darle una oportunidad para siempre) era un chupatintas depresivo con el que solo tenía en común la soledad. En el momento en que su tendencia a los celos empezó a darme miedo después de solo un año juntos, no me quedó más opción que cortar, pese a que solo me esperaban las penurias de la soltería.
A mis 46 años, no era un marido lo que necesitaba, precisamente. Ya había tenido un marido cuando era veinteañera y, pese a que el matrimonio había sido una experiencia enriquecedora, podía vivir sin ello. Lo que necesitaba era a alguien con quien compartir las cargas emocionales de mi día a día (reveses laborales, preocupaciones financieras y crisis existenciales). La melancolía que sentí después de demasiados sábados por la noche sola se había transformado en algo mucho peor: el reconocimiento de que no tenía a nadie que me apoyara y calmara esos pensamientos terroríficos que a menudo nos despiertan en mitad de la noche.
Sin embargo, tras el divorcio, desarrollé la tendencia de enamorarme de hombres que no valoraban las relaciones, o peor aún, que no me valoraban a mí. Hombres que me cortejaban con celo hasta que las cosas empezaban a ponerse serias. Hombres por los que me preocupaba me decían a bocajarro que “nunca se enamorarían de mí” o que tener una relacón conmigo “no merecía la pena” pese a sus sentimientos. Un hombre me dijo literalmente que sería más fácil salir conmigo si fuera “menos guapa y más tonta”.
Muchas mujeres solteras sufren un trato deplorable, pero después de casi dos décadas así, me resulta difícil pensar que no me ha caído una maldición.
Sabiendo esto, mi amiga música Anna me recomendó que conociera a Justin, un compositor que la había entrevistado para un libro. Ambos hicieron buenas migas, aunque Anna lo conocía lo suficiente como para saber que estaba soltero y tenía algo más de cincuenta años. Esa soltería me preocupaba, ya que daba por hecho que los hombres de mediana edad que no se habían casado seguían solteros porque querían. Aun así, Anna me había dicho que Justin era una persona amable y tierna, por lo que, cuando me invitó a cenar tres semanas antes de mi 47º cumpleaños, acepté.
En nuestra primera cita, eligió un restaurante “de la granja a la mesa” con vistas al paisaje de Los Ángeles. Nuestra mesa estaba en mitad del jardín central. No recordaba que me hubieran invitado antes a un sitio tan elegante, de modo que lo tomé como una buena señal.
Cuando Justin llegó cinco minutos tarde, se disculpó, y lo mismo hizo durante el resto de la velada las veces que se dio cuenta de que monopolizaba la conversación. No pidió carne cuando le conté mi reciente decisión de ser pescetariana y me sirvió la comida sin que yo se lo pidiera. Al final de la noche, pese a mi insistencia por pagar a medias, me pagó la cena y el aparcacoches. No pensé que sus disculpas y gestos de cortesía fueran necesarios, pero me gustó estar con alguien que me hacía sentirme cuidada.
Más emocionante fue la comodidad instantánea que tuve con él, una afinidad natural como la que sentí con algunas de las personas que se han convertido en mis mejores amigos, aunque Justin, además de eso, me parecía atractivo y tenía ganas de besarle. Mientras probábamos nuestros respectivos cócteles, descubrimos que nos gustaban los mismos grupos musicales y libros, incluso esas obras complejas que pensábamos que a nadie más les interesaban. Cuando nos servíamos la lubina al horno con nuestras rodillas rozándose bajo la mesa, compartimos algunos de nuestros temores en torno a la soledad y al fracaso artístico y después, otros detalles más íntimos de nuestras vidas: Justin me contó la muerte prematura de sus padres y yo, la ausencia de mi padre biológico. Sentía que podía ser yo misma con Justin porque mostraba verdadera curiosidad por mí y parecíamos tal para cual.
“Esta es una señal de que hemos tenido una buena conversación”, comentó al darse cuenta de que el restaurante estaba cerrando. Me pidió que accediera a tener otra cita la semana siguiente y prometió llamarme para hacer planes.
La semana pasó y no recibí ninguna llamada. Luego, el fin de semana. Cuando resurgió días después, se disculpó efusivamente y explicó que le había surgido un viaje inesperado fuera de la ciudad.
“Lo habría entendido si hubieras tenido que cancelar la cita”, le dije, “pero no comunicarte no ha estado bien. Van a venir unos familiares a verme varias semanas por mi cumpleaños. Si aún quieres quedar después, ponte en contacto”.
“Lo haré”, aseguró.
Dos semanas después, Justin me envió un mensaje que decía: ”¡Hola! ¡Muchas felicidades!”. Se había acordado y se había tomado las molestias y el tiempo de felicitarme. Prometedor, pensé.
Nuestra segunda cita a finales de agosto fue incluso mejor que la primera. De nuevo, nos compenetramos en asuntos vitales. Y, de nuevo, cerramos el restaurante. En esta ocasión, Justin me explicó en detalle cómo influirían en nuestras citas los viajes que tendría que hacer por su nuevo trabajo. Sin pedírselo, me contó todo su itinerario, qué ciudades iba a visitar y cuándo. Lo que me estaba diciendo era que si esperaba, podíamos empezar a poner una relación en marcha en octubre. Tras ese beso decisivo de camino a mi coche, imaginé que empezaríamos algo bonito.
Pasaron semanas sin saber nada de él. Aunque era consciente de que a los hombres a los que les gusta una mujer buscan formas de permanecer en contacto, Justin me había advertido de que no estaría disponible, así que intenté tener paciencia mientras seguía abierta a conocer hombres por internet. La falta de química que sentía con ellos solamente intensificaba mi creencia en que lo mío con Justin funcionaba.
Cuando Justin no me llamó en octubre, hice un último esfuerzo.
“Tengo ganas de verte”, le escribí. “Si no sucede, me dolerá, pero quiero saberlo ya para poder pasar página. Espero que podamos vernos pronto”.
Justin me respondió inmediatamente después con otra disculpa y esta vez dijo que había tenido la gripe, pero me dijo que quería verme y que me llamaría después del fin de semana. Por supuesto, no lo hizo.
Tal vez Justin tuviera a otra persona en su vida. Tal vez le gustaba comportarse como un adolescente soltero. Tal vez no teníamos esa conexión que yo creía. Cualquiera de esas explicaciones me habría resultado triste, pero lo habría superado.
En cambio, lo de desaparecer me hundió. Dos citas no son nada para sentir que me han roto el corazón. Si mi historial hubiera sido distinto, tal vez Justin solo hubiera sido un pequeño tropiezo. Sin embargo, me dolía que alguien por quien me había emocionado no pareciera respetarme lo suficiente como para confesarme que quería huir, pese a que le había facilitado esa opción.
Pensaba que Justin podía ser el elegido, mi alma gemela llegando a última hora para salvar a la mujer mayor que se ha dado por vencida en el amor. Pero no. Se convirtió en la gota que colmó el vaso. Diecisiete años sin pareja parecían un buen indicador de que la soltería iba a convertirse en mi estado social definitivo. Dos décadas de gente demostrándome (o diciéndome abiertamente) que no soy apta para el amor me habían pasado factura. Parecía la hora de tirar la toalla.
A lo largo de los años, había conocido a mujeres de mediana edad que se habían rendido, como Joan, una amiga que, en la víspera de su 50 cumpleaños, le pregunté si estaba conociendo a alguien y me dijo: “esa parte de mi vida ya se ha terminado”. Cuando me dijo que nunca más tendría que esperar a que el hombre la llamara ni preocuparse por no decir “lo correcto” en una cita, sentí lástima. Había elegido una vida solitaria no necesariamente porque quisiera (algo que estoy segura que muchas mujeres hacen), sino porque no había encontrado a nadie. Mujeres como Joan me parecían casos trágicos y juré no convertirme en una de ellas.
Pero sí. Ahí estaba yo. Rindiéndome. Acabada. No más citas por internet. No más pedirles a mis amigos que me presentaran a nadie. Nada de despistarme con los otros hombres de la habitación en vez de centrarme en la persona con la que estaba hablando. No más desear.
Cuando empecé a imaginarme pasando el resto de mis días sola, me acordé de Joan y me di cuenta de que aunque había algo de lamento en su decisión, también había optimismo y alivio. Se había comprado un BMW nuevecito del que estaba muy orgullosa y había vuelto a invertir en el negocio que había abierto hacía unos años.
También me acordé de Yvette, quien, después de que su marido decidiera divorciarse después de 30 años, empezó a recorrer el mundo.
Recordé a Evelyn, soltera y sin hijos, cuya carrera como poeta despegó con la edad. También me acordé de Katrina, que se sacó una carrera en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) a los 48 años. Y Wendy, que se alistó en el Cuerpo de la Paz de Estados Unidos con más de 50 años.
Esas mujeres irradiaban elegancia, probablemente porque la soledad les brindaba libertad y les abría todas las posibilidades. Su felicidad ya no dependía de las decisiones románticas de otras personas.
Antes de Justin, pasé años tratando de entender qué había malo en mí. Visité a varios psicólogos y mentores personales, leí libros de autoayuda y me leyeron las cartas del tarot. Incluso me dejé convencer para comprarle un cepillo de dientes a la futura pareja a la que tenía que conjurar en mi mundo. En algunas ocasiones bebía demasiado y comía muy mal. Lloraba a menudo.
Cuando me imaginé dejando de hacer estas cosas, décadas de estrés se desvanecieron. De repente, me di cuenta de cuánto espacio quedó en mi vida cuando dejé de preocuparme por mi estado social. Descubrí lo feliz que puede ser la vida si ocupaba cada momento con actividades que quisiera hacer por mi propio placer y no porque quizás así encontrara el amor de mi vida. Fue liberador convertirme no solo en mi prioridad, sino en mi única prioridad. Empecé a sentirme mucho más sana. Mucho más feliz.
Hoy, un año después de mi última cita con Justin, mi mundo tal vez parezca el mismo desde fuera: mismo trabajo, misma vivienda, mismos amigos. Lo que ha cambiado es la forma en que vivo mi vida. En ocasiones la mejor parte de mi día es volver a mi piso de un solo dormitorio, donde puedo cantar desafinando, chillarle a la tele, bailar, desconectar, llevar ropa mal conjuntada y dejar que se me acumulen los platos sucios sin preocuparme por lo que puedan pensar los demás. Incluso me molesta imaginarme a otra persona invadiendo mi espacio, reubicando mis muebles o cocinando algo que no me gusta para cenar. He acabado agradeciendo el control absoluto que tengo sobre mi agenda y mi cartera. También me tranquiliza saber que puedo dejar mi trabajo y mudarme a la otra punta del mundo en cualquier momento si me apetece.
Mis amigos y mi familia ya no me preguntan si hay “alguien especial” cuando nos vemos, de modo que ya no tengo que sentir la subsiguiente vergüenza y las dudas de cuando decía que no. Ahora hablamos sobre lo que escribo y lo que enseño en clase, cosas que sí puedo controlar y que sirven como prueba de que mi vida sigue adelante y ya no está atascada en la misma espiral amorosa de siempre. Ahora hablo sobre lo que sí sucede en mi vida. Por suerte, hay mucho que contar.
En el año que ha pasado después de Justin, he terminado de escribir una novela y, como mi mente no está obsesionada con el amor, me han venido muchas más ideas y ya estoy empezando a desarrollar dos de ellas. Estoy más comprometida con mis amigos y disfruto profundizando mi relación con viejas amistades y reforzando las nuevas. Después de una década sin hacer turismo, ya he hecho dos viajes al extranjero, incluida una escapada a Costa Rica en la que me despertaban todos los días los monos que había en los árboles que veía por mi ventana. He cambiado mi dieta y mi práctica de yoga. Este año, por fin he ejecutado correctamente la postura de la grulla por primera vez.
Los eventos sociales ya no me estresan porque me da igual quién se fija en mí. Si un hombre quiere flirtear conmigo, me alegra el día, pero ya no absorbe toda mi energía emocional ni determina mi humor. Nuestras conversaciones son solo conversaciones y no instrumentos para detectar indicios de compatibilidad.
Evidentemente, no todo es perfecto. La vida sin pareja puede ser agonizantemente solitaria y aburrida. Hay días en los que el aislamiento emocional no me deja hacer nada. En ocasiones deseo desesperadamente tener pareja, como cuando me despierta una pesadillla en mitad de la noche o sufro una crisis profesional y necesito hablar con alguien. Cuando hago frente a los desafíos y los miedos que todo el mundo sufre, tengo que hacerlo yo sola.
Pese a todo, ya no sufro ansiedad y miedo por el amor. Lo que más me afectaba era el miedo de quedarme sola para siempre, pero esa vida solitaria que temía para un futuro muy lejano ya estaba sucediendo. Lo había vivido durante casi dos décadas.
Había días buenos, días no tan buenos y días infernales, pero lo mismo se puede decir de mi matrimonio y del tiempo que pasé tratando de encontrar pareja. Ya estaba viviendo en el peor de los casos y no me estaba yendo mal. En cuanto acepté mis circunstancias, empecé a salir a flote.
¿Que si aún mantengo la esperanza de encontrar a un buen tío? Desde luego. Estar soltera no es necesariamente mejor que tener pareja. Todavía no. Pero la vida no se acaba. Para nada. Y tanto si llega alguien a mi vida como si no, quiero vivirla.
Nota: Los nombres de este blog no son los reales.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.