Hacia un mundo con nuevas normas
La batalla más dura será conseguir que aquellos más fuertes se comprometan con la protección de los menos fuertes.
Llegamos a finales de mayo, con una primavera exuberante en Madrid y en lo que muchos expertos consideran tan solo los inicios de una epidemia global cuya duración y consecuencias aún desconocemos. Aquellas personas que creemos vivir en un mundo global, en el que el destino de la humanidad es uno y es interdependiente del uso que hagamos y el trato que le demos a nuestro entorno, nos jugamos mucho en cómo resolvamos la epidemia. Parece haber a grosso modo dos caminos, y ninguno de ellos sencillo, que están en aparente competición política, en algunos países con enorme crudeza.
Uno de los caminos abre una nueva vía política para trascender aún más a las instituciones estatales y establecer nuevos acuerdos e instituciones multilaterales, en ocasiones de naturaleza público-privada, que puedan establecer desde las medidas de prevención y la adquisición de los suministros, hasta las normas que regulen el acceso y precio de la futura vacuna, pasando por la gestión de la movilidad humana en las fronteras o las políticas e instrumentos de financiación destinados a paliar los enormes daños económicos y sociales de la COVID-19. Este camino tiene algo de épico y utópico pero no nos engañemos, su más reciente antecesor ha sido la globalización liberal, con su consiguiente desregularización de los mercados financieros y mercantilización de los cuidados y los bienes naturales. Este precedente ha generado un mundo de brutales desigualdades y nuevas formas de poder poco transparentes, difíciles de controlar y de hacerlas rendir cuentas. En este camino, nuestro reto será conseguir que las nuevas reglas e instituciones sean inclusivas, democráticas, transparentes y que no beneficien fundamentalmente o exclusivamente a las actuales élites cosmopolitas. Es una lucha por nuevas formas de poder.
El otro camino llevaría a reforzar las mermadas instituciones estatales y las legitimidades nacionalistas. Esta vía, en los tiempos que corren, tiene algo de romántica resistencia y defensa de lo conocido que también enamora a muchos. De nuevo, no debemos engañarnos: no es una vuelta a un pasado más feliz. Por un lado, da alas a la competencia entre países para autoprotegerse y resolver en su territorio la pandemia cueste lo que cueste. Pero no todos los países podrán pagar ese precio, lo que dejará a miles de millones desprotegidos. Por otro lado, requerirá desarrollar nuevas reglas de cooperación entre estados en un marco de interdependencia, un poco al estilo de los años 80 del siglo XX. En ese escenario, ya podemos vislumbrar la pelea hegemónica entre los países más fuertes y el notable riesgo de que el “nosotros primero” fácilmente se transforme en un “sálvese quien pueda”. Por tanto, la batalla más dura será conseguir que aquellos más fuertes se comprometan con la protección de los menos fuertes, algo que la reciente historia demuestra que es muy difícil.
Debemos ser conscientes de que en ambos escenarios hay una batalla descarnada por los recursos, el poder y la supervivencia y que tendrán una reglas de juego distintas. Además, siempre tendrá perdedores.
Desde otro punto de vista, nos movemos entre la disyuntiva de avanzar ya hacia el futuro o mantener el pasado vivo durante más tiempo, un par de décadas quizás.
En esta elección, deberíamos apostar por construir un mundo nuevo y aprovechar la crisis global generada por el coronavirus para arriesgar y crear esas reglas e instituciones de convivencia para la humanidad, aceptando que compartimos un espacio político común. Reglas e instituciones para reforzar el sistema de protección de los derechos humanos y hacerlo más vinculante para gobiernos y el sector privado, así como más accesible para ciudadanos y colectivos. También es muy importante gobernar y controlar los mercados financieros y el sistema actual de deuda soberana, de forma que los recursos se inviertan en la transición ecológica y en la protección de los servicios públicos que protegen la vida y reducen las desigualdades. Y es necesario un sistema de protección de nuestros bienes públicos globales, acompañado de un sistema fiscal con reglas vinculantes y armonizadas y una política de cooperación cuyo principal papel sea facilitar y canalizar la redistribución de recursos a nivel global. Garantizar la movilidad humana en condiciones de dignidad también es algo fundamental. Son algunas ideas pero hay muchas más. A medio plazo, considero que no quedará otra opción que tomar este camino, salvo que nuestro modelo económico, de producción y consumo, se vuelva esencialmente local. Y es algo que parece harto improbable e inviable.
La organización que dirijo, Alianza por la Solidaridad, que forma parte de la Federación Internacional Action Aid, con presencia y trabajo en unos 50 países, siempre ha estado en ese espacio entre lo local y lo global. En este momento, damos respuesta a la crisis de la COVID-19 en 40 países. A pesar de las diferencias climáticas y culturales entre ellos, vemos las similitudes de los retos y patrones comunes de comportamiento. Pero también vemos la crudeza de las desigualdades, lo diferentes que son las opciones de cuarentena, de acceso a medidas básicas de protección, agua, vivienda, atención médica, medicación, cuidados, protección frente a la violencia de género o a ejercer la libertad de expresión y la disidencia en cada lugar del mundo. Comprobamos lo duro y difícil que es estar expuesto al virus y a la vez a una guerra o huyendo del hambre o de un desastre climático.
No vemos la COVID-19 sólo como un problema que España o Europa o Estados Unidos o China podrán resolver mas o menos solos. En Alianza y otras ONG sabemos que el problema no estará resuelto hasta que toda la humanidad este libre de coronavirus y, aún entonces, seguirá viviendo con el hambre, la violencia, la discriminación o en medio de desastres climáticos. Si cada vez somos más las personas capaces de ver lo que sucede como un problema común, tendremos más fuerza para influir en las crudas luchas de poder que están por venir.
¿Y qué podemos hacer las organizaciones sociales, que llevamos décadas tratando de erradicar el hambre, la pobreza, frenar el cambio climático o avanzar en derechos humanos? Por supuesto, facilitar que millones de personas, independientemente de su lugar de nacimiento, puedan protegerse para prevenir la enfermedad o tratar de paliar el sufrimiento y el dolor, junto con todos los impresionantes esfuerzos ciudadanos de los que somos testigos en todo el mundo. Pero, además, considero que nuestro principal papel es convencernos y convenceros de que esta batalla por construir nuevas instituciones, normas y mecanismos globales para resolver la pandemia y mucho más, merece la pena ser dada. Que esta vez, si somos muchas las personas que vemos el mundo como uno y entendemos que nuestro destino es común, la correlación de fuerzas será más eficaz para conseguir no tener una versión dos de la globalización salvaje del siglo pasado ni de la ley del más fuerte.