Grandilocuente cainismo
Legislatura tras legislatura, la comisión de peticiones del Parlamento Europeo registra con habitualidad una sobrecarga de escritos de petición de procedencia española.
Habrá quien, por su joven edad, no recuerde otra dialéctica que la que destila últimamente el control parlamentario los miércoles por la mañana: “¡Gobierno débil, cobarde, inútil... y mentecato!”, vociferaba el otro día un tronitonante diputado de la ultraderecha. Pero al observador extranjero que muestre estupefacción por los decibelios de ruido y furia habituales en la refriega política española, habría que aclararle la condición existencial de tan desaforado volumen de decibelios: que la derecha esté en la oposición rebufando a todo meter contra un Gobierno de izquierda.
Transportar esa desmesura a la arena europea no es fácil, pero tampoco imposible. La anchura y complejidad de la integración supranacional hace que, en el Parlamento Europeo (PE), esa confrontación resulte menos frecuente, en aras de negociaciones y transacciones que requieren un intenso reseteo a quien provenga de una política entendida como guerra de trincheras sin cuartel ni prisioneros. Aun así, no es infrecuente quien, desde un escaño en el PE, se consume en las redes sociales y en cada ventana de comunicación malmetiendo sin freno ni medida contra el Gobierno de España, sin detenerse un segundo a pensar en el impacto que eso tenga en nuestra imagen de país ante el conjunto de ciudadanía europea a la que representamos.
Baste pensar en la dinámica de la comisión de peticiones. Desde que, con impulso decididamente español (el de un Gobierno socialista en el Consejo de la UE), se introdujo en el Tratado de Maastricht (1992) un primer estatuto de ciudadanía europea, el derecho fundamental de petición aparece consagrado en el Derecho de la UE (art. 44 de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, CDFUE). Para su sustanciación, cuenta el PE con una comisión no legislativa (la comisión PETI del PE), que las tramita y decide sobre su curso posterior.
Durante el tiempo de vigencia del Tratado de Lisboa (TL) y de la CDFUE, revestida del “mismo valor jurídico que los Tratados” (art. 6 TUE), legislatura tras legislatura, la comisión de peticiones del PE registra con habitualidad una sobrecarga de escritos de petición de procedencia española, supuesta la condición de que gobierne la izquierda y la derecha se revuelva sin pausa en la oposición. Cumplida esa condición, cualquier observador constata la frecuencia estadística de las quejas sobre abusos —alegados o reales— contra autoridades locales, autonómicas o estatales españolas, buscando su sustanciación en clave de “denuncia ante Europa”. Se nutre así una de las virtualidades del PE, haciendo de sus paredes caja de resonancia o altavoz de controversias cuya matriz es local, regional o nacional, a las que se reviste de engarce en normas de Derecho europeo para poder acompañarlas o, en su caso, envolverlas —como sucede a menudo— de una puesta en escena de alto voltaje político.
La cronificación de esa secuencia que, en la jerga europea, se conoce como “disputa hispanoespañola” viene a ejemplificar, gráficamente, una inveterada querencia con rasgos de idiosincrasia: es la que, con un vocablo tan españolísimo como de imposible traducción en las demás lenguas de la UE damos en llamar cainismo. Un mal patrio, irónicamente, contrapuesto a todo patriotismo.
Viene esto a cuento de la, a mi juicio, artificiosa exacerbación de las encendidas arengas desde tribunas europeas por “abusos contra el Estado de Derecho”, la “separación de poderes” o “la independencia judicial” que proliferan cada vez que la derecha española está en la oposición sin reparar en mientes en cuanto tenga a su alcance para dañar la imagen de su país siempre que gobierna la izquierda.
Hace daño a la reputación española en el Parlamento Europeo esa recurrente disputa, notable desde hace tiempo en la comisión PETI y, lamentablemente, cada vez más frecuente en otros escenarios del PE. Perjudica, a mi juicio, a la imagen del PE, pero también a la de España.
Pero chirría, sobre todo, que ese daño reputacional esté siendo infligido sin tregua ni clemencia con quienes se llenan la boca con el nombre de España, estilando esas pulseras que hace tiempo se perfilan como distintivo de reconocimiento, y no desperdician ocasión de rebajar la estatura del trabajo que se nos ha confiado en las Instituciones europeas ni de tuitear día y noche mensajes contra el prestigio y la credibilidad de cualquier iniciativa —por más que sea de país— en tanto haya de ser gestionada o liderada por un Gobierno que no sientan excluyentemente el suyo.
Algunos ejemplos expresivos rozarían el ridículo si no fuera porque en su trasfondo relucen problemas de calado: así, pretender que el PE “se opone a que la UE investigue los crímenes de ETA” —como si el PE tuviese realmente el poder de investigar y aclarar aquellos cuya autoría no pudo determinarse—, o pretender que “el PE se niega a investigar abusos de menores en Centros de Baleares” —como si no hubiese ninguna actuación investigadora cuya conclusión sea más útil que la que pueda derivarse de su conducción desde el PE—.
Y cuando esa disputa es llevada al paroxismo, en un revuelto de grandilocuencia desmedida e impúdica teatralidad, tal mezcla resulta entonces particularmente indigesta: rebasa todas las fronteras de lo tolerable el que ese cainismo propenso a la enormidad se reviste de palabros no solo descalificatorios sino directamente criminalizadores. Es el caso de la adjetivación de “traidor” y de la acusación de “traición”, que más pronto que tarde aflora en el jupiterino discurso de la derecha cada vez que en España se encuentra gobernando la izquierda.
“¡Traidor, felón! ¡Alta traición, felonía, perjurio!”. Lo dijeron contra los Gobiernos del presidente Zapatero; y lo repiten contra los Gobiernos del presidente Sánchez, con el mismo ardor guerrero con que tuvieron que escuchar las mismas acusaciones desde la Transición, por osar todo lo que osaron, Suárez o Gutiérrez Mellado, nada sospechosos de rojos. “¡Malandrín! ¡Follón! ¡Bellaco!”, bramaba Alonso Quijano, Don Quijote, deshaciéndose en mandobles contra sus enemigos imaginarios. Solo que, a diferencia de esos pasajes desternillantes de la inmortal obra cervantina, las acepciones específicas en el código penal de esas descalificaciones son una cosa muy seria. No cabe banalizarlas.
La violencia del lenguaje de la derecha española no pasa desapercibida al observador europeo. En esa patología subyace una dimensión que, de tan preocupante, debe ser denunciada: crispar para obstruir cualquier tratamiento de Estado a asuntos que lo requieren. Es todo lo contrario a, y lo opuesto a, la inflamada retórica de valores constitucionales con la que farisaicamente hinchan tanto su discurso.
La mención a la “acusación por traición” contra el Gobierno de España en el art. 102 CE es una referencia heredada de nuestra historia complicada (¡la misma, por cierto, por la que la “prerrogativa de gracia” aparece hasta tres veces en la Constitución!), pero una disposición así es, asimismo, frecuente en el Derecho comparado de los Estados miembros de la UE. Lo que no es frecuente ni aceptable, ni comprensible siquiera, es el nivel de cainismo y de confrontación que anida en la disputa española... cada vez que la derecha rabia en la oposición porque gobierna la izquierda.