El instante inasible y Gonzalo Suárez
“Gonzalo siempre ha sido el más adelantado de los escritores y cineastas de nuestro país” puntea Fernando Trueba.
Ahora estoy aquí, bajo la lluvia en la plaza de Isabel II, pero recuerdo que hace unos minutos, acaso unos segundos, transitábamos por París. No es cierto, pero, cuando se está junto a Gonzalo Suárez, lo improbable gana la partida a lo posible y la imaginación vence a la realidad. Estar con Gonzalo te hace inmortal. “Quisiera que me firmases este libro” le había dicho hace apenas un cuarto de hora, después de que presentase El cementerio azul en la librería La buena vida, ubicada en un Madrid de los Austrias que solo brinda buenos recuerdos.
Junto a él está Fernando Trueba, con quien parlamenta distendidamente acerca de lo terrenal y lo artístico. “Dicen que el ser humano prehistórico dibujaba bisontes porque quería recordar cuántos había cazado. Pero no es cierto, su pretensión era otra muy diferente a la de hacer un libro de cuentas”, apunta Gonzalo con la certeza del sabio. “Entonces” interpela Fernando Trueba, “¿crees que los prehistóricos pretendían hacer arte? Porque quizá fue un individuo el que pensó que, en lugar de reducir la escritura al mero recuento, podía hacer algo más profundo. ¿Los humanos prehistóricos ya eran artistas?”. Gonzalo cavila, aunque niega casi de inmediato: “No, no creo que los primitivos de la cueva de Chauvet pretendieran hacer arte; pero estoy seguro de que no deseaban hacer cuentas”.
Gonzalo sonríe, como también lo hace Trueba, mientras rememoran lo largo y profundo de su amistad: “Gonzalo siempre ha sido el más adelantado de los escritores y cineastas de nuestro país” puntea Trueba: “pero, con el tiempo, se ha convertido en un clásico. Claro que es imposible que Gonzalo sea otro distinto a sí mismo; muchos intentan imitarle, pero eso no es posible. Gonzalo es el único que puede serlo. En cierto sentido, Gonzalo está condenado a ser él mismo”. De nuevo ríen mientas dan un sorbo a su copa de vino. “¿Sabes? Todos mis amigos en el mundo del cine han sido beodos”, señala Gonzalo con sorna, desdiciéndose al punto: “Bueno, todos menos tú”. Trueba acepta el envite y apuesta cinco más: “No pasa nada, Gonzalo, puedes decir que tus amigos del cine son beodos o estrábicos”. Ahora toda la sala ríe, especialmente Charo López, apostada en el quicio de la puerta que yo flanqueo desde el otro extremo.
“El último relato de El cementerio azul es la mejor película que he visto este año”, añade Fernando Trueba a este encuentro de dos genios sin par. Gonzalo le mira desnudo, porque Trueba ha desvelado un secreto: “Es que El manuscrito de Sichuan iba a ser un guion. Pero no medró como película, como tantos y tantos guiones que no se pueden llevar a cabo. Así que tomó forma de relato”. En este punto participa Ayanta Barilli, escritora y periodista que también asiste al encuentro: “Durante un tiempo, Gonzalo y yo estuvimos trabajando en un guion que no salió adelante. De todo aquello recuerdo un día espeso, en el que ni él ni yo sabíamos cómo continuar, Gonzalo -que además de escritor, cineasta y filósofo es boxeador-, me agarró y, poniéndome bocabajo, giró mi cuerpo para que cayeran las ideas que nos faltaban. Aunque no salieron disparadas, sí he recordado ese momento muchas veces cuando, en la soledad, he intentado sacar ideas que no acaban de brotar”. Barilli pronuncia sus palabras con emoción y con cariño, sabiendo además que Gonzalo es así, el último surrealista.
Esta percepción la subraya la actriz Ana Álvarez cuando rememora que, al recibir un premio, su galardón salió corriendo en manos de un Gonzalo Suárez con paso de Groucho Marx: “Nadie entendió aquella broma” indica Álvarez “pero a mí me queda un recuerdo imborrable de aquel día”. Gonzalo sonríe y recalca el valor de los momentos: “no existe el futuro, ni tampoco el presente; solo existe el instante, pero este se desvanece en cuanto se pronuncia ‘ins-tan-te’. Y el instante ya ha pasado”. Esta reflexión me recuerda inmediatamente a Endless Cinema, el documental que dirigí hace un par de años y en el que Gonzalo tuvo la generosidad de participar: “El instante es inasible, Lucía” repetía ante mi cámara: “El instante también se va”. Todo con Gonzalo es magia.
Miro a la sala y pienso que, a buen seguro, la generalidad de los asistentes ha vivido ese tipo de instante mágico con Gonzalo Suárez. Porque, antes de que la idea de multiverso se estilara, los que tenemos la suerte de conocerle desde hace tiempo ya sabíamos que los universos paralelos existen. Lo hacen en su discurso, en su intelecto. Y es que Gonzalo ensortija las palabras, el espacio, el tiempo y la lógica. Con él, el surrealismo está garantizado.
Me aproximo a Gonzalo con reserva, hay mucha gente a su alrededor y no quiero absorber su tiempo. En cuanto me ve, me sonríe con afecto. Sabe Gonzalo cuánto le aprecio, y que le quiero como a un amigo irremplazable, como parte de la familia que yo he elegido. “Gonzalo, quisiera que me firmases este libro”, le digo extendiendo Doble dos, una de sus pocas obras que todavía no tenía en mi poder. “Pero Lucía, para dedicarte este libro necesito mucho más tiempo”, me dice clavando esa mirada límpida que solo Gonzalo tiene. Entiendo lo que me dice, para mí también es un libro especial. Le invito a dejar pendiente su firma; en todo caso, y aunque el instante sea inaprehensible, siempre habrá momento para una dedicatoria.
Mi madre, crítica de cine a quien Gonzalo también conoce y aprecia, le entrega su ejemplar de El cementerio azul; él se apresura a realizar su dedicatoria, pero le consulta si puede indicar junto a su firma que estamos en París. Lógicamente, ella accede; también a ella le seduce la idea de estar hoy allí.
Finaliza su travesía parisina regresando a mi libro; le da vueltas, medita de nuevo. Para mi sorpresa, escribe en su interior y me lo entrega. A las puertas de la librería, no antes, leo su dedicatoria: “Para luego. Gonzalo” en la firma no hay un lugar ni una fecha, solo un “ahora” que enseguida entiendo.
Sonrío y corro. Sigue lloviendo. No sé cómo hemos salido de París y estamos en plena plaza de Isabel II en esta suerte de otoño temprano. Charo López encuentra un taxi con presteza. Pronto nos despedimos. Miro atrás y pienso en Gonzalo Suárez y en cómo hemos presenciado un instante que jamás podremos replicar. Tan inasible como el tiempo, pero tan perdurable como ese arte que, milenios después, sigue sobrecogiendo en la oscuridad de una cueva.