Giulietta, deja de llorar...
Federico Fellini habría cumplido cien años esta semana.
No es lo mismo deseo que pasión, y nada tienen que ver ninguno de ellos con el amor.
Nadie como él supo comprender tales diferencias.
Si la muerte no se dedicara a perder el tiempo (se nota que le sobra) en estupideces, Federico Fellini habría cumplido cien años esta semana. Y, de seguro, los habría celebrado tras el visor, armado con esa sonrisa golfa en la que cabía tanto la excitación por la escena a punto de rodar como las ganas de echarse una siesta.
De paso, puede que Fellini vivo hubiese encadenado a este mundo, aunque solo fuera por un rato, a ese milagro que se llamó Giulietta Masina, una mujer que cambió el sentido de la interpretación para siempre y cuya presencia en la pantalla hace sombra a Chaplin, a Quinn, a la Garbo o a la mismísima Hepburn.
Cada vez que veo (y siempre por primera vez) La Strada o Las Noches de Cabiria, me pregunto quién seguía a quién, si Masina a la incontinencia visual de Fellini o este a la tupida retama interpretativa de aquel gigante tan menudo.
Y guardo en lo mejor de mi memoria la frase con la que Federico reconoció a su compañera al recoger el Oscar honorífico: “Gracias por todo, Giulietta, y, por favor, deja de llorar”.
Tropecé con el cine de Fellini a mediados los setenta. La tímida apertura que siguió al cierre de la tumba permitió que las pantallas acogieran aquel sueño absorbente y descabellado llamado Roma, una película que no es exactamente una película; quizás un documental de ficción, un ejercicio de naturalismo surrealista, o unas falsas memorias acerca de lo que sucedió en realidad… no tengo ni idea de cómo trabajaría con Bernardino Zaponni en el guion, pero si que me lo imagino en su despacho, arrojando papeles al aire y gritando: “¡Podemos soñar los recuerdos!”.
Del majestuoso desfile de escenas en las que la sensualidad barroca se enreda con la suciedad de las calles romanas, siempre volveré a la noche en que las trattorias sacan las mesas a la calle, sin cuidarse, ni siquiera, de las vías del tranvía, para pasear todas las variedades posibles de pasta, mientras las niñas sin modales se limpian el tomate en la blusa, los músicos callejeros aceptan un vaso de vino, los golfos se uniforman con camiseta y redecilla para el pelo y las matronas comen caracoles incitando a la fellatio.
O al momento en que los frescos se desmoronan, arrojando al suelo las miradas de dos mil años. No creo haber encontrado nunca mayor magia en una pantalla.
O al atasco hecho de niebla y voces.
O al minuto en que Álvaro Vitali emula a Fred Astaire para olvidar que es electricista, hasta que se lo recuerda un gato muerto arrojado al escenario.
Al año siguiente ejecutaría una pirueta aún más difícil y recordaría sus recuerdos: Amarcord es un ajuste de cuentas con el fascismo ridículo y un guiño, nostálgico, dedicado a aquella sensación de la pubertad a medio camino entre el amor platónico y la paja a escondidas, ya se llamara Sharagina o Gradiska.
Yo ya estaba atrapado en aquellas imágenes que eran pura carne, abundante y melosa, depravada y mística. Entonces descubrí sus rostros.
La bendita Filmoteca y algún despistado programador televisivo con buen criterio me trajeron a la Masina, a Sordi, a Quinn y a Mastroianni: La Strada, Cabiria, La Dolce Vita, El Jeque Blanco… la cronología es lo de menos. Los ojos brillan en las películas de Fellini sin necesidad de artificio, ya sea a través de las lágrimas de la mala bestia llamada Zampano, que solo sabe mostrar su amor maltratando, de la jovialidad torturada de la prostituta romana que juega a ser feliz cuando no juega a ser ella misma, o del periodista que atraviesa un sueño pensando que es la ciudad y abraza a Anita Ekberg como si no fuera un fantasma.
Y Ocho y medio, claro. La vida de Fellini convertida en un desfile circense en el que caben sus amores, sus errores, los clérigos, los gruistas, la inquietud, el dinero, la madre… Mastroianni supo recoger aquella partitura atonal y darle la melodía de sus gestos y de su voz persuasiva y cínica a un tiempo. No creo que haya un solo actor que no haya bebido del mismo balneario desde aquel momento.
Sin embargo, Fellini arrastra, en mi opinión, dos fracasos que no consigo comprender: Satiricón y Casanova, sus dos enfrentamientos oficiales con el erotismo y en los que anduvo bastante perdido. Incluso permitió que un actor de la talla de Donald Sutherland se le escapara vivo y echando pestes de él a todo aquel que quisiera escucharle. No fue buena idea que el director desembarcara en mundos ajenos, siendo tan excesivo el suyo.
Sus últimos zarpazos le sirvieron para hacer la paz con el tiempo. Ensayo de orquesta, una película destinada en principio a la televisión, habla de cine más que ninguna otra, aunque sea una orquesta de música clásica la que ocupa la pantalla. Pero es imposible no reconocer al orondo cineasta en ese director que ha de lidiar con la reivindicación de los asalariados, con la especulación inmobiliaria, con el oscuro orgullo de cada una de las partes, sin más armas que su partitura y un tarareo insuficiente.
Lloré cuando vi Ginger y Fred, de agradecimiento y de admiración. Quien fuera el mayor seductor del cine supo ser el más noble anciano, capaz de dejar de lado la nostalgia y de bailar una vez más con las viejas alas.
Mientras Giulietta desbancaba, con su cuerpo maltrecho y sus arrugas, a todas mis diosas.
Pero a la muerte le sobra el tiempo (contar decesos no es un trabajo arduo) y tuvo que fijarse en aquel tipo socarrón cuyo mal humor fue legendario, que devoraba pasta como en un chiste y que en más de una ocasión se plantó en el estudio sin saber qué rodar.
Y la muerte no es de fiar. Como los policías de La jungla de asfalto, cuando menos te lo esperas, hace su trabajo.
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