Fui un inmigrante sin papeles durante cuatro años y quiero que sepas esto
Todo el mundo esperaba que fuera rápido, no me quejara y consiguiera sacar más trabajo adelante que mis compañeros documentados, blancos en su mayoría.
En 2009, me fui de El Salvador a Estados Unidos y me convertí en uno de los millones de inmigrantes sin papeles que viven de forma clandestina en el país. Lo hice porque mi sueño era aprender inglés e ir a la universidad, lo cual me resultaba imposible en mi patria. Tenía parientes en Nueva York y, en mi última visita, decidí quedarme en el país.
No puedo hablar en nombre de todo un colectivo, pero espero que mi historia ayude a concienciar sobre la situación de los trabajadores sin papeles en Estados Unidos y a dar voz a aquellos que no pueden contar su experiencia.
En los cuatro años que trabajé indocumentado, primero fui lavaplatos y después me dediqué a la construcción. Participé en varias obras y reformas en Long Island y Nueva York: hacía estructuras para casas, instalaba tejados, echaba hormigón, pintaba, demolía, cargaba escombros y ponía molduras, zócalos y rodapiés. Conseguí estos trabajos a través de familiares, amigos y, más adelante, mis propios contactos.
Como no tenía papeles, todo el mundo esperaba que me esforzara, fuera rápido, no me quejara y consiguiera sacar más trabajo adelante que mis compañeros documentados, blancos en su inmensa mayoría.
Cuando empecé a trabajar no hablaba muy bien inglés, pero sí lo suficiente como para saber que me trataban de forma diferente que a aquellos con un buen nivel, y lo mismo les pasaba a los que tenían menos soltura con el idioma. Cuando una de estas personas intentaba decir algo, los jefes ponían malas caras o llamaban a alguien para que hiciera de intérprete en vez de esforzarse por entender.
Trabajaba muchas horas (hasta doce al día) sin descansos y, lo que es peor, sin que me pagaran las horas extra tras mi jornada de ocho horas. En un par de ocasiones, ni siquiera me pagaron por los días que había trabajado. Muchos os preguntaréis por qué me callé. La razón es que, por aquel entonces, daba gracias por tener empleo. Ganaba más dinero del que nunca iba a ganar en mi país y estaba contento de poder trabajar aunque fueran muchas horas, ya que me levantaba a las 4:00 y me acostaba a las 22:00.
En aquella época, en El Salvador el salario mínimo era de unos 6 dólares al día [5,4 euros]. Durante esos cuatro años, cobraba unos 10 dólares por hora [9 euros], casi todo en efectivo, así que podía pagar el alquiler, ahorrar un poco y enviar algo de dinero a mi familia.
En una ocasión, antes de Acción de Gracias, mi jefe me dijo que me iba a pagar un 50% más por cubrir un festivo. Me llevé una alegría, ya que nunca había cobrado extra por trabajar un día de fiesta. Sin embargo, cuando recibí la nómina una semana después, me di cuenta de que me habían pagado lo mismo de siempre. Cuando le pregunté por el motivo a uno de mis jefes, me dijo que tenía que dar las gracias por haber trabajado ese día. Me llevé un buen chasco y quise contestarle, pero lo único que hice fue decir en voz baja que era una injusticia y me marché.
Unos minutos después, cuando me estaba preparando para irme a casa, me llamó a su despacho y me informó de que ya no había trabajo para mí, que estaba despedido. Tardé varias semanas en encontrar otro trabajo estable. Llegué a la conclusión de que, si volvía a tener discrepancias con mi sueldo, lo mejor era no decir nada.
Cuando no tienes papeles, siempre te da miedo sufrir un accidente laboral, sobre todo porque no tienes derecho a un seguro y te toca pagar el gasto médico de tu bolsillo. A eso hay que sumarle el riesgo de que te descubran y te deporten.
En la época en la que estuve trabajando en una empresa de construcción de tejados, me tocaba transportar cubos llenos de escombros todos los días, por lo que acabé sufriendo síndrome del túnel carpiano. Me dolía tanto que tuvieron que hacerme una pequeña intervención para aliviar el dolor y las molestias. La idea de entrar en un hospital o en una clínica me aterrorizaba. No solo porque no sabía cuánto me costaría, sino también porque no quería arriesgarme a que me echaran de Estados Unidos. Uno de mis familiares me recomendó un centro de salud cercano que ofrecía tratamientos de bajo coste y que no preguntaba a la gente por su situación en el país. Acudí y recibí la atención que necesitaba sin decirle a nadie que era inmigrante ilegal. Ahora sé que la HIPAA (ley de transferencia y responsabilidad de seguros médicos) garantiza la protección de los datos de los pacientes independientemente de su lugar de procedencia.
En los años que he vivido en Estados Unidos, he oído a gente hacer chistes sobre las redadas a trabajadores sin papeles, como las que se produjeron hace poco en una planta procesadora de pollo de Misisipi. Cuando trabajé en el sector de la construcción en Nueva York, uno de mis jefes blancos llamó a la puerta y se hizo pasar por la policía para hacer la gracia. Lo que les pasó a los trabajadores detenidos en las redadas es algo que puede pasarle a cualquiera de nosotros. El miedo a que te pillen y te deporten es real y no tiene ni pizca de gracia.
Donald Trump y sus seguidores han popularizado la creencia de que las personas como yo hemos venido para quitarles el trabajo a los estadounidenses. No quiero parecer desagradecido ni meter a todo el mundo en el mismo saco, pero mis jefes o bien sabían que yo no tenía papeles o no preguntaron. No despidieron a nadie para darme su empleo, simplemente necesitaban gente. No le he quitado el trabajo a nadie.
Los inmigrantes no son el problema. Hay demanda de mano de obra y venimos a suplir esa necesidad. Lo que este país necesita es una reforma completa del sistema de inmigración para solucionar el problema.
Como trabajador sin papeles, doy las gracias por haber conocido a personas fantásticas que trabajan muy duro, que me han ayudado y que ahora son mis amigos. Doy las gracias a mi familia por apoyarme en todo momento, a los jefes buenos que han valorado mi trabajo y por todos los empleos que me han enseñado cosas que hoy en día me resultan muy útiles.
Después de pasar cuatro años sin papeles, mi estado pasó al de inmigrante legal tras casarme con mi mujer (que es ciudadana estadounidense). Terminé la carrera y trabajé en los sectores del turismo y la restauración, además de en el departamento de operaciones de una empresa tecnológica emergente. Ahora tengo estudios universitarios, soy ciudadano y he trabajado para organizaciones conocidas en todo el mundo, como el museo conmemorativo del 11-S, el observatorio One World, la cadena de hoteles Holiday Inn, la maratón de Nueva York, Heal y muchas más. En todos estos lugares han valorado tanto mis habilidades como mi dominio del idioma, he podido desarrollarme profesionalmente y he estado al cargo de equipos.
Hace dos años, cuando fui al acto en el que me nombraron ciudadano estadounidense, sentí una sobrecarga emocional de alegría, alivio, optimismo y, al mismo tiempo, tristeza por todos los demás inmigrantes sin papeles que se merecen vivir en este país, sin ocultarse y sin tener miedo, pero que aún no han tenido la oportunidad.
José Mendoza ha trabajado como lavaplatos, obrero de la construcción, profesional de la hostelería y la restauración y gestor de operaciones en una ‘start-up’. Cuando no está trabajando, le gusta viajar, preparar pupusas y salir a correr.
Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ EEUU y ha sido traducido del inglés.