Fantasmas electrónicos
Entrevista con el crítico cultural estadounidense Grafton Tanner, autor de 'Un cadáver balbuceante'.
En filosofía, un fantasma es una imagen producida por la fantasía. En este sentido, los fantasmas existen por todas partes… y además son entes reales (de nuestra mente, claro). Hay fantasmas de todo tipo, y en una era digital como la nuestra, también hay fantasmas electrónicos. Grafton Tanner es un crítico cultural estadounidense que ha publicado Un cadáver balbuceante (Holobionte, 2022), una especie de tabla de ouija filosófica sobre cómo el pasado regresa obstinadamente para asaltar y enturbiar nuestras conciencias.
Esta entrevista tiene algo de fantasmagórica, y no porque se haya hecho a través de Internet, sin un contacto real, sino porque el subtexto es aún más rico e inquietante que este cadáver balbuceante de preguntas y respuestas.
Antes de tratar los fantasmas digitales, quiero preguntarle por los fantasmas analógicos y me viene a la cabeza la nieve o ruido que se aprecia en los antiguos televisores. Según he leído, un porcentaje de esas señales son provocadas por la radiación de fondo de microondas. Tenemos en la tele una de las pruebas del Big Bang. Resulta irónico que los orígenes del universo y sus misterios se puedan observar en la caja tonta.
Un fantasma es lo que aparece… cuando algo regresa. Siempre es confuso. Desafía la comprensión tradicional en torno a la presencia y la ausencia, lo material y lo inmaterial, lo artificial y lo orgánico. Se le representa con una sábana blanca reluciente o como un ser translúcido y brillante, así que es casi como una pantalla, quizás incluso como una ventana. Vemos el fantasma, pero además vemos a través de él, o incluso nos proyectamos sobre él, y eso es algo que el filósofo Derrida entendió bien.
El cine es un espacio donde podemos reunirnos con fantasmas en una especie de sesión espiritista. La televisión analógica, esa reliquia a modo de ondas, también es un conducto para los fantasmas, que es como decir un conductor de intervalos, señales mixtas, imágenes perdidas y mala recepción. Es propensa a fallar, y cada fallo es un recuerdo de que nuestras tecnologías no están siempre bajo control. Esto causa frustración, y parece más evidente con las tecnologías analógicas. Lo digital tiene sus propios fallos, errores e inconvenientes. Antes, una televisión analógica rota (lo que viene a ser una televisión infestada de fantasmas) se podía reparar. Ahora, cuando un smartphone se rompe, se reemplaza por otro smartphone, lo que nos deja con muy poco espacio para vivir con sus fantasmas.
Los fantasmas del pasado son aquellos espíritus ambulantes que no pueden desaparecer y que reaparecen a menudo en nombre de la justicia, enmendando algún error para que puedan abandonar nuestro mundo. Nos persiguen en el presente para recordarnos asuntos sin terminar, viejas inquietudes, injusticias y formas de ser. Son realmente impertinentes. No queremos que el pasado venga a interrumpirnos ruidosamente, aunque el pasado se filtra todo el tiempo en el presente. Deberíamos escuchar a esos fantasmas; ellos transportan información crucial sobre nosotros para entender nuestro pasado y nuestro futuro.
Ya he visto la nueva temporada de Stranger Things y me consta que ha escrito sobre esta serie. Más allá de la nostalgia, que me parece evidente, yo veo una visión naíf sobre el poder de unos preadolescentes, que aún pueden cambiar el mundo, o al menos logran que los adultos no empeoren más la situación. Me imagino que su análisis va por otro lado.
En mi libro The Hours Have Lost Their Clock, aún sin traducir, defiendo que la nostalgia de series como Stranger Things permite a los espectadores ver a gente joven perseverar ante el advenimiento de grandes desafíos. Así que estamos de acuerdo en que ese es parte del atractivo de esta producción de Netflix. Dicho esto, la serie es parte de un género-anzuelo plagado de nostalgia: es una serie nueva que sin embargo parece vieja y puede verse junto a películas como E.T. y Los Goonies sin que parezcan muy distintas. Cada vez parece más difícil determinar qué producciones son originales de Netflix y cuáles son anteriores.
La serie también gusta a los espectadores que disfrutan estableciendo conexiones y encontrando referencias, un público que busca huevos de Pascua y pistas que hacen referencia a otras temporadas o a películas más antiguas. Gusta a los grandes conspiranoicos que desean el control y ver patrones. Los conspiranoicos intuyen algo raro, algo que parece estar mal. ¿Qué está pasando realmente?, se preguntan. Hasta cierto punto, todos sentimos esa extrañeza, como si alguien estuviera controlando las cosas y no fuéramos dueños de nuestras vidas. Stranger Things es una representación dramática de nuestro deseo por resolver qué hay detrás de esa extrañeza.
También es una serie que no habría tenido sentido en los años ochenta, sin la ecología digital de YouTube, con vídeos explicativos del tipo: “10 cosas que no viste en la cuarta temporada de Stranger Things” o “Todas las referencias y huevos de Pascua explicados”. Solo tiene sentido en una sociedad en la que el pasado invade el presente, no para exigir justicia, sino para asustarnos con la creencia de que todo pasado fue mejor. Eso no es necesariamente consecuencia de nuestro pensamiento: no todo el mundo cree que el pasado fuera mejor y más libre (aunque la derecha a menudo lo piensa). Es más bien el resultado del modelo de negocio de la industria del entretenimiento, que explota la vieja propiedad intelectual dando luz verde a reboots, secuelas, precuelas, universos extendidos y retroanzuelos como Stranger Things. No hay margen para narrar algo original cuando el modelo Disney de “narración persistente” se ha demostrado tan lucrativo.
El metaverso de Facebook parece vaporware y ese software-fantasma, lleno de humo y falsas expectativas, es parte esencial del capitalismo tardío, ¿no es así?
Puede ser difícil averiguar qué es vaporware (una tecnología anunciada que nunca llega a crearse o a usarse a nivel de usuario) y qué llegará a ser una tecnología real y funcional. Incluso si el metaverso solo llega a ser vaporware y no ocurre nada, sus versiones de prueba son lo suficientemente controvertidas como para que mucha gente, entre las que me encuentro, las critiquen abiertamente.
Por otra parte, el vaporware es tan real y material como una “cosa real”, quizás incluso más. El vaporware puede revelar las aspiraciones tecnológicas de los diseñadores, que sueñan con tecnologías perfectas antes de que puedan materializarse. En muchos casos la tecnología no deja de ser un sueño, y en retrospectiva ese esfuerzo es desprestigiado como simple vaporware. Pero incluso esa propuesta, la versión beta, la que se anuncia pero nunca se hace, es tan real como lo que existe de verdad. El vaporware nos muestra hasta dónde quieren llevar las empresas sus ideas y también cómo las tecnologías anunciadas podrían usarse para conseguir una ventaja comparativa en el mercado.
Hace no tanto que se acusó al vaporware de violar las leyes antimonopolio. Ahora, los anuncios de tecnologías como Neuralink, los coches automáticos y hasta cierto punto el metaverso se venden como monumentales empresas progresistas, no muy diferentes del anuncio de ir a la luna o de crear aviones supersónicos. El vaporware ha llegado a aceptarse porque es un tipo de placebo del progreso significativo en un momento donde hay grandes expectativas de que se haga historia.
Tengo que preguntarle por la masacre de Uvalde. Aquí veo, al menos, cuatro elementos: el control de armas (un problema político), la salud mental (un problema psicológico), la Segunda Enmienda (un problema constitucional) y la religión (un problema con la secularización).
También hay un elemento ideológico. Hay un problema con quienes se toman la justicia por su mano, una idea nociva patriarcal y supremacista que recorre Estados Unidos. Mucha gente de la derecha teme que las personas blancas (los hombres blancos) sean reemplazados por los inmigrantes y las personas trans; que la izquierda esté lavándole el cerebro a los jóvenes… y así sucesivamente. Esas ideologías son difíciles de combatir, aunque no están limitadas a Estados Unidos. Existen en todo Occidente.
Lo mismo se puede decir del argumento sobre la salud mental. La salud en Estados Unidos, y la salud mental en particular, es pésima. Aunque en otros países tienen una seguridad social que no está vendida a monopolios de seguros privados, también tienen problemas de salud mental. Los tiroteos masivos seguirán ocurriendo con dolorosa regularidad a menos que se apruebe el control de armas. Toda arma letal de tipo militar debe ilegalizarse. No hay razón para que un ciudadano necesite una, y me parece tremendo lo que voy a decir, pero vivo en un país en el que muchos creen que la Constitución protege el derecho a llevar armas que pueden despedazar a niños en cuestión de segundos.
Podemos empezar por disolver la Asociación Nacional del Rifle y terminar con sus prácticas de presión sobre los políticos para que promuevan el derecho a las armas. Si no se consigue esto, el armamento militar gozará de derechos que nosotros como ciudadanos no tenemos.
Su libro en realidad trataba sobre el vaporwave (que no vaporware, aunque ambos conceptos están relacionados), un subgénero musical basado en la nostalgia, y no hemos hablado de música. Para colmo, ha fallecido uno de los fundadores de la banda Depeche Mode.
No me sale recomendar una canción de vaporwave, pero sí creo que todo el mundo debería escuchar Black Celebration and Music for the Masses, mi disco favorito de Depeche Mode.