Este país es un desastre
Los españoles ni siquiera han sido capaces de poner en valor de forma conjunta el trabajo de Fernando Simón.
En un ataque de euforia ante el estallido de una crisis que nos cogió a todos (sí, a todos) de improviso, nos prometimos que saldríamos de ella más fuertes y unidos. Nos conjuramos para constatar que sabíamos estar a las maduras, pero sobre todo a las duras. Nos convencimos de que íbamos a dejar claro a todo el mundo que España es un gran país y los españoles un ejemplo a imitar.
Tras casi cien largos días termina el trabajoso estado de alarma y la única enseñanza que podemos sacar, si nos resistimos a caer en la autoindulgencia, es que salimos de la crisis mucho peor de lo que entramos. Es evidente que nunca se podrá salir mejor del ataque inmisericorde de un virus que ha cercenado la vida de decenas de miles de españoles, pero incluso de las mayores desgracias se deben sacar lecciones que aplicar en el presente más inmediato. No es el caso de España.
El país entró en la crisis del coronavirus dividido y sale fracturado, dolorido y terriblemente enfadado. Ni siquiera la mayor tragedia sociosanitaria en los últimos cien años ha ejercido de revulsivo para que la clase política antepusiera los intereses partidistas a los generales. El Gobierno ha incurrido en decenas de errores estos cien días (¿quién no los cometería en una situación de esta envergadura?): falta de una mínima previsión, carencia de una voluntad clara de alcanzar acuerdos con la oposición, una gestión nefasta en la compra de test o la mucha más inquietante ausencia de datos sobre fallecidos y contagios durante 12 días, han sido fallos que el mismo Gobierno ha reconocido y que no se deberían volver a producir.
De la oposición política se esperaba poco, un vaticinio que ha quedado ridículo por buenista. El PP ha desaprovechado su gran oportunidad para demostrar que es un partido de Estado capaz estar a la altura cuando el país más lo necesita. Lejos de eso, ha seguido más preocupado por Vox que por el país y lo que podría haber sido una oposición leal pero dura ha derivado en una crítica desmesurada y constante imposible de distinguir de la de Vox. El partido de Pablo Casado debería analizar su papel estos meses y plantearse muy seriamente qué necesidad tiene de mantener en nómina a personajes como Cayetana Álvarez de Toledo: no atrae un solo voto más y dinamita la credibilidad de un partido clave para la democracia española.
Más preocupante, mucho más, es el papel de Vox no sólo en esta crisis, sino en la realidad española. Su populismo rancio envuelto en banderas, proclamas, soflamas, insultos y críticas no aportan nada al país. Nada. Porque por mucho que repitan palabras como patria y nación en realidad no hacen más que evidenciar lo mucho que detestan a España: sólo ponen en valor conceptos abstractos y vacuos como la “España que madruga” o “Esta gran nación”, nada más. El resto, todo lo que conforma el país, les abochorna y enfurece: los “subsidiados” de la “paguita”, los rojos, los gays, los paniaguados de la cultura, los emigrantes, los medios de comunicación, los políticos, las comunidades autónomas... Odian a España y por eso se han sentido tan cómodos en un momento en el que el país ha estado a punto de quebrarse.
No, la clase política no ha estado unida. Pero tampoco la sociedad. Los primeros aplausos fueron sonidos de esperanza, emoción y solidaridad, pero un mes después enmudecieron ante las rabiosas caceroladas del ‘todo mal, todo siempre mal’. Fuimos moderadamente aplicados durante el confinamiento pero no nos hemos terminado de creer que el virus ni se va de vacaciones ni va a dejar de matar. Nunca llegamos a entender que el confinamiento no se debió al capricho de un presidente socialcomunista, sino que fue una medida extrema y necesaria para evitar que usted, yo, todos nosotros, acabásemos contagiados. O lo que es peor, muertos. Los soberbios que presumen de que vieron venir la crisis en enero podrán reprochar al Gobierno su falta de previsión, pero sólo un necio puede tener los arrestos de no reconocer que, una vez que Sánchez tuvo conciencia de la gravedad del problema, tomó la mejor decisión de su vida: confinar a 47 millones de personas.
Nada bueno se puede esperar de una país en el que, desde presentadores a periodistas pasando por políticos, se ha colocado en la diana de todos los males a Fernando Simón, un hombre que ha dado la cara todos los días, que se ha dejado la salud para informar con todo el detalle que podía de la evolución de la pandemia, que ha dado consejos y opiniones siempre con la actitud del profesor paciente. Un hombre al que no se le ha escuchado ni una mala palabra, una queja, un reproche y que ha actuado con una prudencia encomiable. Ni siquiera el país, todo el país, ha sido capaz de poner en valor algo tan evidente.
El desastre de 1898 provocó la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, pero también propició el movimiento regeneracionista, la corriente ideológica que intentó luchar contra “la decadencia española” en los ámbitos político, económico y social. Ningún trozo de tierra vale una vida humana y, por eso, las decenas de miles de fallecidos por el coronavirus deberían llevar a que nos replanteemos quién somos, dónde estamos y qué queremos. Es decir, qué es España y qué son los españoles.
Tal vez así nos demos cuenta del país en el que nos hemos convertido y recompongamos entre todos los retales de una nación descosida.