Estas son las razones por las que debí abortar a mi hija
La realidad era que mi hija y yo no teníamos nada. Nada.
A lo largo de los 18 años de mi hija he pensado, en varias ocasiones, que lo mejor que debí haber hecho era abortarla; pero cuando tuve que decidir, simplemente no me atreví.
Hay mujeres que sueñan toda la vida con ser madres, pero ese jamás fue mi caso. Recuerdo haber dicho muchas veces que los niños no me gustaban y, la verdad, jamás me llamó la atención jugar con bebés como a mi hermana mayor.
Tenía una vaga idea de cómo se juega con un bebé porque tuve dos hermanas menores y mamá me pedía que la ayudara a entretenerlas. Las dos se me cayeron. La menor se me cayó desde la cama de arriba de la litera, cuando jugaba a que ella se caía del barco en el que nuestra imaginación había convertido nuestra litera.
La otra se me cayó de la carriola y, en una ocasión, cuando mi hermana mayor fue madre y me pidió que cuidara por un momento a su hija, casi se me cae de la silla de comer. Toda la vida me divirtió hacerle bromas pesadas a mis hermanas menores y darles sustos de muerte cada vez que se presentaba la oportunidad. Eso no ha cambiado.
Mi hija tiene 18 años, y a pesar de que ya es una ciudadana capaz de tomar decisiones por su país, parece tan solo una niña con temores acerca de qué carrera debería estudiar, problemas acerca de sus relaciones con amigos y amigas, dudas sobre su sexualidad... Ella es tan solo una niña tratando de conocer y de aprender del mundo.
Mi hija es una niña con miles de sueños que están cada vez más cerca de convertirse en realidad. Yo estaba en la misma situación que ella, excepto porque también estaba a punto de ser madre.
Me recuerdo con mi panza en el salón de clases, riendo con mis amigos, yendo de un lado a otro con ellos, haciendo planes de lo que haríamos luego de terminar la universidad. La verdad es que no me caía el veinte de que estaba embarazada. Fue hasta una mañana que al salir de bañarme, me paré frente al espejo del baño y descubrí que se me empezaba a notar la panza. Recuerdo que me sentí como en uno de mis sueños más locos… pero era real, ¡yo iba a ser madre!
Iba a ser madre a los 19 años, con todas esas dudas que supongo que una madre tiene: ¿Seré buena madre? ¿Sabré cuidar de un bebé? ¿Cómo se cambia un pañal? ¿Qué diablos come un bebé? Pero además, todas las dudas acerca de la vida que una adolescente todavía no resuelve. No tenía idea de cómo iba a mantener a ese bebé; no sabía en qué podía trabajar. No tenía idea si iba a poder terminar la carrera. Ni siquiera sabía si el papá de mi hija se iba a quedar con nosotras.
Creo que ni aún con el bebé en brazos me cayó el veinte. Fue hasta que tuve que regresar a casa de mi papá, dejar la carrera y ponerme a trabajar cuando las cosas empezaron a ser una realidad para mí. La realidad era que mi hija y yo no teníamos nada. Nada.
Y ahí, mientras la tenía en mis brazos, lista para amamantarla, fue la primera vez que pensé que debí de haber abortado a esta dulce niña.
No había sido el derecho a la vida de un feto lo que me hizo no abortar a mi bebé, porque desde siempre he defendido el derecho al aborto. Tampoco me detuvo la presión de quienes me contaron que habían abortado a su bebé y luego se sintieron culpables ni tampoco las ganas que muchas otras tenían de ser madres y que no habían podido; en realidad fueron mi egoísmo y mi inmadurez los que me hicieron acobardarme a la hora de abortar a esta niña.
Y así, con un día de vida, la realidad de mi hija era que estaba viviendo de arrimada en la casa de mi padre. Habíamos sacado a mis hermanas menores de su habitación.
La realidad era que mi bebé era hija de una mantenida.
No pude evitar pensar que yo no podía darle una casa; bueno, ni siquiera una recámara para ella sola donde pudiera colocar los pósters de sus artistas favoritos o sus dibujos o lo que le diera la gana. No había siquiera considerado que obviamente no podía pagarle una escuela privada ni clases de inglés ni de danza ni de guitarra ni de natación.
No sabía cuándo podría llevarla a conocer el mar o si algún día siquiera podría pagarle un boleto de avión o un viaje. No había pensado en la universidad ni en comprarle la ropa que a ella le gustara, o simplemente no sabía si podría pagarle unos tacos en la calle.
No sabía cómo iba a enseñarle a comer o a ir al baño. No sabía qué hacer en caso de que se le atorara algo en la garganta o si se caía y se fracturaba una mano o un pie. No sabía cómo iba a decirle que no se embarazara a los 18 años ni tampoco cómo iba a consolarla cuando las cosas le salieran mal. Yo no sabía si podría ser amiga de una personita que estaría por siempre a mi lado llamándome mamá. Mamá… a mí que solo era una niña de 19 años, con rastas, la ropa sucia de pintura y que ni siquiera sabía cocinar un huevo.
Yo era una chica que apenas hacía nueve meses estaba en fiestas con mis compañeros de la universidad; era la chica que salía con su novio mayor que tenía carro y vivía solo, pero que ni siquiera estaba lista para tomarme nada en serio. Apenas dos años antes estaba marchando en las calles defendiendo la autonomía de la UNAM en una huelga que duró 11 meses.
Yo no tenía nada real aún. Tenía muchos sueños que estaban tomando forma, pero en ese momento no tenía ni una carrera. Me sentía terrible, como la persona más egoísta sobre la tierra. No sabía siquiera si podría estar con ella o sería una niña que se la pasaría en guarderías o en casa de los abuelos, mientras yo trabajaba todo el día.
No lo pensé. A la hora de tomar la decisión de abortar o no, la verdad es que jamás pensé en si tenía el valor y la capacidad de cubrir todas y cada una de las necesidades de mi hija. Fui egoísta e inmadura. Según yo le había dado el derecho de vivir; yo, la que en mi juventud me sentía todopoderosa, capaz de arreglar el mundo y luchar porque terminaran una y mil injusticias en este país; de repente, me encontré con lo que en realidad era: una niña inmadura, indefensa, incapaz de cuidar a otro ser humano; una niña a la que la abuela todavía le lavaba la ropa. Me llenaba la boca diciendo que era yo la que le daba el derecho de vivir a mi hija… pero ¡¿qué clase de vida?!
Afortunadamente, mi hija es brillante y se ha pasado la vida corrigiendo mi error. Cada vez que la veo conseguir uno y otro logro y alcanzar una y otra meta con las dificultades que ocasiona el que yo no tenga las posibilidades económicas que ella se merece, me llena de satisfacción y de orgullo, pero no puedo evitar pensar en el ‘hubiera’, pues soy consciente de que una niña tan brillante se merecía, se merece mucho más.
La realidad es que con una tasa de 77 embarazos por cada mil jóvenes de entre 15 y 19 años de edad registrada en 2018, México es el país miembro de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) con más adolescentes embarazadas, lo cual constituye, entre otras cosas, un importante problema de salud pública.
Pero siendo una joven universitaria no voy a decir que no contaba con información acerca de los preservativos. Sin embargo, toda la teoría que sabía de sexo era básicamente lo que me contaban mis amigos y amigas que ya habían iniciado su vida sexual, algunos desde los 15 años. Y muchos no usaban preservativos.
De acuerdo a cifras de la Estrategia Nacional para la Prevención del Embarazo en Adolescentes, en México ocurren al año 340 mil nacimientos en mujeres menores de 19 años; y 15% de los hombres y 33% de las mujeres no utilizaron métodos anticonceptivos en su primera relación sexual.
Yo vivía con mis abuelos y obviamente ni el sexo ni la prevención de un embarazo adolescente eran temas de conversación con ellos. En ese contexto inicié mi vida sexual con mi primer novio, el que a veces quería usar condones y a veces no. Las veces que no, usamos la técnica que me había contado una amiga que consistía en tomar cuatro pastillas anticonceptivas juntas, para evitar el embarazo. Aquello fue una experiencia horrible que hice una y otra vez, siempre sin consultar a un médico. Y supongo que alguna de las veces que ya no quise hacerlo fue la razón de que mi hija comenzara a formarse en mi vientre.
No solo el tema económico es uno de los motivos que me parecen suficientes para haber considerado que abortar a mi hija era una decisión dolorosa pero sabia en ese momento, sino también hay que aceptar que las jóvenes a esa edad no están preparadas emocionalmente para hacer frente a la maternidad y pueden ser víctimas de violencia psicológica o física por parte de la pareja o la familia.
¿Por qué me embaracé? Definitivamente por inconsciente, por inmadura, por irresponsable, por egoísta y por no usar anticonceptivos.
El padre de mi hija nunca quiso ser su padre y es normal, era un niño de 20 años, pero ¿cómo le explicas a una pequeña niña que si su padre la desprecia y la trata mal no tiene nada que ver con ella? ¿Cómo podía hacerle entender que él no estaba preparado para dejar su vida de lado y dedicarse a ella? Ni siquiera yo estaba lista para dejar todo de lado por ella. Sentía que yo simplemente estaba fluyendo con todo lo que sucedía.
Cambiaba pañales, le hacía las papillas, le leía cuentos, jugaba como jugaba con mis hermanas menores. Estaba siendo una madre de una niña maravillosa, pero sin la mínima idea de nada. Al menos tuve el chispazo de ir a tomar cursos de primeros auxilios.
Me casé con ese chico de 20 años que detestaba tener que cargar con una familia y que cada día de nuestras vidas nos hizo saber lo mucho que le pesaba. Lamentablemente, mi hija tuvo que ser testigo de violencia intrafamiliar por un largo tiempo. Contra viento y marea decidí terminar la carrera, empezar a trabajar y divorciarme.
Jamás les conté a mis padres lo que estaba viviendo hasta que ya no lo pude soportar más. Las denuncias, las idas y venidas al Ministerio Público y al juzgado tuve que hacerlas sola, mientras mi madre cuidaba a mi hija. Esta etapa de nuestras vidas no fue fácil para ninguna de las dos. Siempre estaré arrepentida de haberme casado siendo una niña.
Hace unos días, acompañé a mi hija a su ceremonia de graduación de la prepa (bachillerato). La vi a lo lejos. Ella estaba feliz, reía y hacía bromas con sus amigos y amigas. Usaba su toga y su birrete, cantaba ‘goyas’ en celebración por una meta tan importante que ese día se veía materializada con un diploma que, cuando le tomé la foto, agarró al revés. Me reí muchísimo.
Me di cuenta de que mi mejor manera de enmendar el “error” de mi adolescencia (y aclaro que al decir error no me refiero a mi hija sino a mi inmadurez a la hora de tomar una decisión tan importante como lo es ser madre y guía de otro ser humano), ha sido darle a mi hija todo el amor del que he sido capaz. Mi manera de enmendar el error de ser tan egoísta y no haber pensado más en ella a la hora de decidir que no abortaría, ha sido tratar de verla sonreír cada día.
A lo largo de 18 años creí haber sido su amiga, su compañera de aventuras y de juegos, pero sobretodo su maestra. Por estos casi 18 años de mi hija creí que le estaba enseñando cómo vivir la vida de la mejor manera posible; le enseñé a irse a dormir cuando el día se ponía muy negro, porque a la mañana siguiente volvería a salir el sol. Creí que en este tiempo le había enseñado a amarse, tanto como yo la amaba; a estar orgullosa de sí misma, tanto como yo lo estoy de ella; a amar a su familia, a ser agradecida, a no hacer tanto drama y a luchar por sus ideales, a defender a quienes están indefensos y a trabajar duro para materializar sus sueños.
A lo largo de estos 18 años, creí que le había enseñado a mi hija a ser un verdadero ser humano, pero cuando la vi ahí tomándose fotos con sus amigas y amigos me di cuenta de la realidad: Mi hija ha hecho que mi error se convierta en lo mejor que nos pudo haber pasado a mí, a ella y a todas las personas que han tenido la dicha de conocerla.
Desde una semana después de nacida, cuando tuvo su primer gripe y yo no hacía más que llorar, porque no sabía cómo curarla, mi hija me enseñó a ser fuerte y a pensar en alguien más que en mí misma. Gracias a ella aprendí a trabajar, a esforzarme por conquistar metas, por cumplir sueños, me animó a seguir jugando y aprendiendo y a reír cada día aunque todo se pusiera negro. Ella me enseñó y me sigue enseñando a valorar más los días. Ella ha sido mi compañera de lucha, ella ha sido mi amiga, ella ha sido mi fuerza y mi motor. Ella ha sido la maestra. Yo le debo tanto más a ella de lo que esa chica que ríe con sus amigos se puede siquiera imaginar.
Estoy segura de que ella es capaz de darse a sí misma, todo aquello que por mi inmadurez no fui capaz de darle.
Hija, aunque parezca aberrante, te pido perdón por mi egoísmo y por mi cobardía cuando decidí no abortarte. Considero que si me hubiera portado más responsable y más adulta habría tenido que sacar el coraje para hacerlo. Sin embargo, me alegra mucho que estés viva y te doy las gracias, porque cada día te has dedicado a corregir mis errores de adolescente. Te amo profundamente y quiero que sepas que siempre estaré a tu lado para hacerte más fuerte, tal y como tú los has hecho conmigo estos 18 años. Gracias por enseñarme tanto.
Y si hay algo que quiero decirte es que ser madre no es un juego de niños, es una responsabilidad súper grande, una decisión que debe de tomarse luego de analizar un montón de variables y situaciones; y que ser madre no es sinónimo de ser mujer y eso del instinto maternal no existe y no nace junto con un bebé.
Espero que el relatarte mi pequeña historia te sirva para entender que si decides ser madre debes analizar primero si estás lista para pensar y ocuparte de la vida, las cosas y los problemas de alguien que no seas tú y, que si no quieres ser madre nunca aceptes tener sexo sin condón.
Y que si quedas embarazada y no quieres ser madre, recuerda siempre que abortar es decisión sola y exclusivamente tuya, pero yo estaré ahí para apoyarte.
Te amo inmensamente.
Con amor para todos aquellos que sobreviven un embarazo adolescente.
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