Estamos produciendo ciudadanos sin comprensión de nuestro pasado colectivo
No hay que confundir historia y memoria histórica.
Un conocido periodista ha comparado España y el Reino Unido y negado que ambos países puedan explicarse hoy por referencia a la guerra civil y a la segunda guerra mundial. En parte tiene razón. No toda. En el primer caso puede argumentarse, por ejemplo, que la guerra civil no terminó en 1939 sino, básicamente, con la dictadura de Franco, ya que su recuerdo y glorificación fueron constantes hasta entonces. Y el Brexit tiene mucho de reverberación del orgullo nacional de la época cuando los británicos se creían solos contra el nazismo, aunque no lo estuvieron nunca.
Para un historiador escribir sobre el pasado y, más precisamente, sobre la guerra civil y la dictadura franquista es una ocupación habitual. Al fin y al cabo, solo tras la desaparición de la censura y la apertura -con reservas- de los archivos públicos -no de todos- ha sido posible abordar tal tarea sin riesgos de visitas de la Brigada Político Social. No es demasiado tiempo el transcurrido dada la magnitud de la tarea a realizar.
Los ciudadanos, por el contrario, son consumidores de una historia fundamentada, pero no solo de ella. También, y quizá en mayor medida, lo son de un relato que no lo está y que prolonga el que creó el franquismo. No es una casualidad. Una parte de la sociedad española no se ha destetado del que siguen manteniendo partidos políticos poderosos, la Iglesia católica española, ciertos medios y, no en último término, autoridades incapaces de asumir versiones contrarias. Añádanse dos peculiaridades: la primera es que lo que los historiadores hemos ido descubriendo no se ha filtrado hacia el sistema educativo, ni en el público ni en el privado; la segunda que España no ha arreglado cuentas con su pasado, manchado de sangre y sobrepuesto a una inmensa represión en y tras la guerra civil. Sus dimensiones y materialización empezaron a salir a la conciencia colectiva no hace más de veinte años.
Hoy pugnan por influir en el relato público versiones muy contradictorias de ese pasado. No somos en ello un caso único en la Unión Europea (ahí están Italia, Hungría y Polonia o, en menor medida, Bélgica), pero España sí es el único que tiene fosas olvidadas en las que yacen millares de esqueletos. Y también en el que algunos partidos políticos siguen meciéndose en la “seguridad” que da no tener que enfrentarse con un pasado en el que España se dividió irremisiblemente en dos sectores: el de los vencedores y el de los vencidos. O, en una confrontación dicotómica un tanto forzada, el de las variopintas derechas y las no menos plurales izquierdas.
¿Qué hacer? Dejar que los historiadores hagamos nuestro trabajo y facilitar nuestra tarea (¡abrir más archivos!) es condición necesaria, pero no suficiente. Eso lo han acometido todos los países de nuestro entorno, sin excluir a Estados Unidos, en cuyo Sur todavía laten visiones de su propia guerra civil de hace más de 150 años. Es preciso trasladar a la ESO, al Bachillerato y al sistema de enseñanza público y privado interpretaciones del pasado republicano, de la guerra civil, del franquismo y de la transición que estén acordes con los progresos realizados por los historiadores. Y no de forma tal que se dediquen, cuando se dedican, unas cuantas horas de clase, al final de cada curso. ¿Resultado? Estamos produciendo ciudadanos sin comprensión sistemática alguna del pasado colectivo. La que adquieren lo hacen por canales extraños al sistema. Como pueden.
Lo contrario no es una utopía. No hay que reinventar la rueda. Simplemente ver cómo, por ejemplo, los alemanes han lidiado con un pasado infinitamente más traumático que el español. O cómo se han apañado los franceses con Vichy. Ambos casos representan dos sistemas de enseñanza: el propio de un Estado federal y el de otro de tradición unificadora y centralista.
No hay que confundir historia, que es un conocimiento que tiende a la objetividad y es siempre provisional en función de nuevos descubrimientos y nuevas interpretaciones, y memoria histórica que impregna el relato -o los relatos- que conviven en una sociedad. En la medida en que la alargada sombra de los mitos franquistas funciona como escudo protector de un pasado dictatorial, no es de extrañar que otro sector de la sociedad se revuelva contra ella y su defensa.
Un ejemplo tomado de la última campaña electoral. Ciertos políticos cuyos nombres están en la mente de todos condimentaron sus dicterios contra los oponentes argumentando que se batían contra un supuesto “Frente Popular” en formación. Son personajes con estudios superiores. Todos han pasado por la Universidad, aunque quizá no por las Facultades de Historia. Ninguno parece saber lo que fue la coalición del Frente Popular que ganó las elecciones en febrero de 1936. Tampoco las circunstancias en que se formó. Mucho menos del entorno político, intelectual e intelectual que lo propició en España, Francia y Chile, donde llegó a ejercer el poder gubernamental. ¿Insulto? ¿Apelación a aspectos un tanto siniestros incrustados en ciertos sectores de la memoria colectiva? ¿Estupidez? En cualquier caso, vehiculados de buen grado por medios de comunicación social.