Estafeta
Un cuento veraniego.
La sombra de la higuera es, en lo que cae (o no) la breva del verano, de muchas y beneficiosas aplicaciones. El señor Cela la tenía por insuperable para estar fresquito mientras uno se amanceba con la mano. Y todavía queda una libre para teclear en el móvil.
Menos íntimo, pero no menos placentero, es el sueñecito que nos echamos después de comer arropados por su sábana de frescor y moscas.
Pero yo me quedo con el momento en que la verde penumbra acoge la lectura de ese relato que hemos ido demorando durante todo el año.
Para quienes dispongan de tan preciada sombra, también para quienes gasten toldo, sombrilla o sombrero de paja, he pergeñado ocho cuentos pret-à-porter. Alguno asfixiante, como el verano, y el resto, frescos como la siesta.
Nunca comprendió la abulia con que sus compañeros de instituto asistían a las clases en que el profesor les hablaba de Hemingway.
Aquel primer fragmento de prosa entonado con voz nasal y monocorde, un párrafo laberíntico y suave perteneciente a Las nieves del Kilimanjaro, supuso una epifanía de la que no se había desengañado tantos años después. A veces sentía una punzada de culpabilidad por haber abandonado a Twain, su mejor compañía de la primera adolescencia; pero era consciente de que el arrebato de la aventura, el dolor, los crepúsculos y las causas perdidas se había adueñado de él como una droga cuyo efecto no disminuyera con el hábito. Había aprendido a espaciar la relectura de cada uno de aquellos libros preciosos para que la memoria no le tentara a saltar ni una línea.
Le gustaba, de vez en cuando, pasar la tarde fumando un puro cubano, conseguido bajo cuerda en la tienda de cigarros cuyo dueño tanto viajaba a México, y bebiendo whisky de centeno de una petaca forrada en cuero que había comprado en Idaho. Apreciaba, sobre todo, lo levemente ridícula que era la imagen compuesta. Era su ritual de masturbación, secreto y adorado, del que nunca dio noticia, ni siquiera a sus dos exmujeres. Cuando comenzaba a sentir la flojera del alcohol en las piernas y en el cerebro, se dejaba caer en el sillón como un muñeco al que el ventrílocuo sacase de su mano y pensaba, indefectiblemente, que había organizado toda su vida alrededor de una pregunta:
- ¿Por qué te mataste, Papá?
No le gustaba ninguna de las mil explicaciones que los estudiosos habían tejido, desde la genética a la paranoia propiciada por el FBI, pasando por las clásicas del declive físico o la impotencia que nunca sufrió, pensaba él, y a la que se había referido en tantas páginas apurando el juego morboso de imaginar lo que pudo haberle sucedido. Pero nunca los contradeciría. Aunque hallase una solución al enigma, no la compartiría. Era su secreto, como el habano y la petaca, su juguete al fondo del arcón, a salvo de los torpes y los malintencionados. Tantos artículos publicados sobre el miedo y la ansiedad ante la muerte, su especialidad como psicólogo, y ni una sola mención a Ernest Hemingway, a sus escritos o al momento en que cargó su rifle más potente con dos (nada menos que dos) balas y se reventó la cabeza.
Sorprendió a todos los que le conocían cuando se matriculó en las asignaturas que le facilitarían el título de psicólogo: su familia, sus amigos, la novia del asiento trasero que no había hecho sino despedirse de él desde el primer momento. Estaban convencidos de que convivían con un cachorro de novelista, pero él ya había decidido no dejar nunca atrás El viejo y el mar o Al otro lado del río, entre los árboles. Hay quien vive y hay quien lee, y él había elegido formar parte del segundo grupo.
De paso, buscaría las respuestas que su propio miedo reclamaba.
Cuando daba el último trago al whisky y el puro apagado ya se había deshilachado entre sus dientes, se levantaba del sillón y abandonaba el sótano, dispuesto a pasar la noche americana de cena recalentada y televisor insomne.
-Conozco el peligro. Como Hemingway, yo me he erguido frente a un elefante, Eso sí, en el zoo. Lo reconozco.
Era su broma favorita, y no recordaba habérsela negado a ningún paciente. En ocasiones, fantaseaba con que dos de ellos se reconocían en una barra de bar al escuchar el chascarrillo.
Solo había visitado el zoológico una vez, cumpliendo con la obligación que tiene todo habitante de San Diego de conocer su atracción más famosa. Y no recordaba haberse detenido ante la verja tras las que los imponentes animales sesteaban su cautiverio. Más viva conservaba la sensación de asco con la que había atravesado el terrario entre niños que golpeaban las cristaleras, excitados por la idea de que muchas de aquellas asesinas sibilantes reptaban a pocas millas de sus casas.
Su capacidad para haber esquivado el peligro durante más de cuarenta años le parecía milagrosa. Y neurótica. Nunca un barrio de mala fama ni una hora intempestiva lo habían encontrado callejeando; nunca se había visto envuelto en una pelea ni había practicado un deporte de contacto (todos, en su escala, lo eran si no permitían la práctica en soledad). Su miedo a ser asaltado pugnaba, desde siempre, con su miedo a las armas de fuego. Había fortificado su casa rogando que rejas y alarmas resultaran suficientes; que nunca se viera obligado a utilizar el espray de pimienta que guardaba en el cajón de su mesilla, maléfico a pesar de su inocuidad.
Solo una vez cogió el rifle de su padre. Fue una tarde en que volvió, de visita, a la casa en que había pasado su temblorosa infancia y en la que su padre deshojaba sus últimos pasos agarrado al andador. Sabía dónde lo guardaba el viejo, un trasto inútil que todavía limpiaba con esmero, soñando que podía dispararlo sin que el retroceso le partiera el hombro. El pobre hombre lloraba quedo al recordar tantas cacerías de ciervos y la noche en que estrelló una bala en el coche de quienes habían pretendido asaltar su hogar. Su hijo le preguntaba constantemente por qué conservaba aquella reliquia.
-Siempre hay ocasión para un último disparo, hijo.
En el aire, desde entonces, había quedado la incógnita de a quién estaba destinada aquella bala final.
Había aprovechado una escapada al baño para escamotear el viejo Remington 700 que desafiaba a la oscuridad apoyado en el cabecero de la cama. Comprobó, obsesivamente, que estaba descargado; dejó el cerrojo abierto y quitó la mano de la empuñadura.
Intentó por tres veces introducir el cañón en la boca, pero ni siquiera fue capaz de encararse con la bocacha inerme, el ojo vacío de un animal muerto al que no pudo soportar la mirada.
Desalentado, comprobó que dejaba el rifle tal y como lo había encontrado, Lo miró por última vez y le dirigió la pregunta que no había sabido hacerse.
-Él no quería morir, ¿verdad?
-Estos Montecristo no son cubanos.
El dueño de la tienda de tabacos alzó los brazos en aspavientos propios del italiano que no era.
-Vamos, hombre. ¿De verdad piensas que te voy a engañar a estas alturas? Mal negociante sería yo. Lo que pasa es que Cuba ya no es Cuba. Ya no les importa ni el buen nombre de sus puros con tal de recibir dólares.
Cogió uno de la caja que el tabaquero le ofrecía como si fuera un cuerpo de mujer, hermoso y fragante, y lo encendió con descaro, casi con desprecio, mordisqueando la cabeza y escupiéndola. Estaban en la trastienda, escondidos de las leyes que impiden fumar incluso donde se vende el tabaco (“no es tan extraño”, bromeaba el comerciante. “Que yo sepa, no se puede matar a nadie en una armería”). Sin pedirlo, se encontró con un vaso de ron en la mano, oscuro, sin hielo.
-Es de Puerto Rico. Tan bueno como el dominicano y mucho más barato.
Bebió el ron de un trago y presentó el vaso para que le sirviera otra dosis. El puro tenía la terrosidad propia de la marca, pero no tiraba bien. Los dedos encontraban nudos y huecos por doquier.
-Voy a pensar que me cobras el ron y me regalas los puros; así no me sentiré estafado.
-Acostúmbrate. Vienen tiempos peores.
- ¿Peores?
-Ya no recuerdo si alguna vez fueron buenos.
La pregunta surgió de improviso, casi inconscientemente.
-Oye, tú que bajas tanto a Tijuana…
El tabaquero sonrió y entrecerró los ojos.
-Tijuana… buenos negocios y buenas juergas. Deberías venirte conmigo. Las timbas duran dos días con sus noches y nunca faltan muchachas aindiadas bellísimas y depravadas.
Negó con la cabeza, intentando disfrazar el pánico de desinterés. Daba por cierto lo que las películas mostraban: callejones sucios, apenas iluminados, en los que la muerte no respetaba ninguna puerta; rostros amigables que disimulaban la navaja abierta en la mano; botellas rotas que se estrellaban en el cuello; cuerpos arrojados a la miseria de los arrabales para festín de perros y ratas, a los que ni siquiera se les concedía la caridad de la muerte asegurada.
-No me va. Prefiero el country a los corridos. Lo que yo quería saber es si es cierto lo que leí en las memorias de un cineasta. Contaba que a los mexicanos les gusta jugar a arrojar una pistola cargada y amartillada sobre la mesa a la que están sentados, esperando a comprobar si se dispara y hacia dónde.
-La ruleta mexicana… si, es cierto. Pero los muy cabrones lo han convertido en un engañabobos para turistas. Créeme, desde hace mucho, las balas en el tambor son de fogueo.
“Te mataste porque necesitabas una aventura definitiva. Habías estado en tres guerras; habías cazado en África y en las Rocosas; habías pescado en el Caribe y corrido delante de los toros en Pamplona. Pero nunca habías podido eliminar el azar que desvía las balas, que rompe los sedales o hace que el toro pase de largo por milímetros. Escapaste muchas veces por los pelos, pero el destino de tus personajes es inexorable. Tienen que perder. Tanto el viejo que no llegará a puerto con el pez como el sueco que no escapará a sus asesinos.
Te metiste el rifle en la boca porque necesitabas esa aventura sin errores, sin casualidades, sin oportunidades perdidas de fracasar.
Te mataste para vivir sin excusas, Papá, viejo cabrón”
En cuanto le dijeron que debía evitar la calle Estafeta, “no es para novatos”, supo que ese sería su tramo.
Durante la hora que tuvo que esperar desde que cerraron el acceso al recorrido hasta que escuchó el estampido del cohete, repasó mil veces la decisión que había tomado de enfrentarse al miedo que tanto había excitado a Hemingway. Era consciente de que en aquella trampa repleta de turistas que disimulaban la cogorza al paso de la policía, enfocada por mil cámaras de televisión, cerrada por talanqueras que exhibían publicidad, poco quedaba del reto agreste y ancestral que Papá había descubierto casi por casualidad, en un país del que se había enamorado y que había perdido en su segunda guerra.
Pero quedaba el peligro de los seis toros buscando la embestida.
Se pegó a la pared cuando empezaron las carreras; no quería ponerse en marcha hasta que viera la manada. Aguantó topetazos, empujones e insultos; incluso un intento de puñetazo que le lanzó un mozo harto de yanquis que solo sabían estorbar. De su propia ansiedad lo sacó el estruendo de una masa oscura y vibrante que se estrelló contra el muro, apenas a dos metros de él. El toro se irguió de inmediato y arrancó, bufando con rabia, directo hacia su cuerpo.
Echó a correr.
Sintió como una extraña calma iba abriéndose camino entre el pulso disparado y la respiración entrecortada; como era capaz de refrenar sus zancadas para no perder la cara del morlaco, al que atraía con el periódico enrollado que había copiado de los demás corredores. El miedo pugnaba por avisarle de que la calle no terminaría nunca, de que aquellos doscientos cincuenta metros se convertirían en doscientas cincuenta millas en las que caería derrengado. Pero, impotente, tuvo que rendirse al entusiasmo con que iba abriendo paso al toro entre los que trastabillaban y se echaban a un lado. Solo escuchaba el ritmo que marcaban las pezuñas del animal contra los adoquines, la respiración pausada con la que el toro reconocía su derrota, el aleteo armónico de sus propios brazos…
Se supo invulnerable.
Al salir a Telefónica, se echó a un lado y salió del recorrido saltando limpiamente sobre los tablones. No le importó que le vieran hablando solo.
-Así que esta fue tu muerte, Papá. Bien hecho, viejo cabrón. Ahora, me voy a desayunar.
Tiró el periódico al suelo. La portada estaba ocupada por un único titular.
SE ACABÓ.
LA OMS DA POR SUPERADA LA PANDEMIA DE LA COVID 19.