Esta temporada se lleva Chéjov: de 'La gaviota' a la 'Paloma negra'
Dos reconstrucciones de la obra del dramaturgo ruso coinciden este año en la cartelera madrileña.
Ha querido la casualidad que coincidan este año en la cartelera madrileña dos reconstrucciones de La gaviota de Chéjov. La primera de ellas, realizada por Álex Rigola para el Teatro de La Abadía el pasado mes de septiembre partía de una tenue revisitación al texto original con la vida o supuesta vida ficticia de los intérpretes —todos muy reconocidos— en un ejercicio que le habría encantado a los dioses de la autoficción.
En la segunda, ahora mismo en los Teatros del Canal, Alberto Conejero traslada el esquema dramático de La gaviota al contexto del exilio republicano en México con el fin de establecer paralelismos entre uno y otro momento. Se trata de dos ejercicios interesantes que muestran la vitalidad del maestro ruso, que parece estar de moda. ¿Quién se lo podría imaginar?
La primera fue una producción de Heartbreak Hotel, Titus Andrònic S.L., Temporada Alta 2020 y Grec 2020, en colaboración con La Abadía con dirección y adaptación de Àlex Rigola, espacio escénico de Max Glaenzel y diseño de iluminación de August Viladomat. El elenco, magnífico, estaba formado por Nao Albet, Pau Miró, Xavi Sáez, Mónica López, Irene Escolar y Roser Vilajosana, gente muy de primera línea teatral y con mucho oficio.
Rigola es uno de los directores de escena más interesantes de la actualidad. Su obra ha llegado a generar una amplia bibliografía y a figurar entre los directores más influyentes del momento, como muestra su inclusión en el compendio La escenificación española contemporánea. Una mirada más allá de nuestras fronteras, editado por Marga del Hoyo [Granada: Editorial Tragacanto, 2017] donde aparece junto a Lluís Pasqual, Calixto Bieito, Rodrigo García, Angélica Liddell, Helena Pimenta e Ignacio García.
Como indican Jara Martínez y Javier González, Rigola suele partir de los elementos de una poética escénica con espacios no realistas, sino narrativos, con escenografías conceptuales e incluso simbólicas —cruces rosas, cintas de correr—, con elementos de vídeo proyección —como en 2666—, un vestuario cotidiano y actual y uso de la cámara en directo.
Esta producción usó la mayor parte de estos elementos: un momento de interés es cuando Nao Albet usa la cámara para generar confusión al crear distintos focos de atención, de modo que duplicaba su imagen —física y proyectada—, lo que genera una mirada dispersa y estimulante en el espectador. La dichosa gaviota se multiplicaba.
Con los actores trabaja con la interpelación directa al público, tan recurrente en esta obra y el uso de micrófonos (vemos algunos de diadema y también de mano), lo que permite un código actoral íntimo. En términos dramatúrgicos se omite bastante información, tanto de la fábula como de los personajes, y se eliminan tramas.
La obra dependía en gran medida de si el público lograba conectar con los ejemplos de autoficción de los actores, sobre todo, Irene Escolar, Nao Albet, Pau Miró, que protagoniza la mejor escena de la producción, y de la gran Mónica López. Para mí, no llegó al nivel de otras producciones del director como 2666 o El público de Lorca.
La segunda, Paloma negra: tragicomedia del desierto, se trata de una coproducción de Teatro del Acantilado y Teatros del Canal, Alberto Conejero, que ejerce de dramaturgo y director, con diseño de iluminación de David Picazo, espacio escénico, vestuario y atrezzo de Alessio Meloni, fotografía y vídeos de Susana Martín y música original de Mariano Marín.
Conejero vuelve a una de sus temáticas favoritas y se sitúa dentro de sus obsesiones y forma una suerte de obra de complemento del conjunto de La piedra oscura, sobre la Guerra Civil española, Los días de la nieve, sobre el Franquismo y La geometría del trigo, sobre la Transición.
Cuenta con el elenco de La geometría del trigo: José Bustos, Yaiza Marcos, Zaira Montes, José Troncoso, Consuelo Trujillo y Juan Vinuesa. De ellos, destacaría a Trujillo y, sobre todo, a Montes y Troncoso, quienes mejor representan la fortuna de la tragicomedia.
La acción transcurre en el desierto mexicano por parte de unos hijos de exiliados, y exiliados ellos mismos, que conviven de espaldas a la realidad de la España franquista y de la propia ciudad de México.
Conejero tiene un gran gusto por Chéjov, ya se acercó al ruso en Cliff. En este caso, Nina se convierte en Juana, Irina Arkádina en Ana María —una suerte de Margarita Xirgu—, Konstantín Tréplev en Lázaro y el famoso escritor Trigorin en Max Rejano, un homenaje a Max Aub y Juan Rejano. Dramatúrgicamente, se combinan La gaviota con hitos de la literatura del exilio de Max Aub, Luis Cernuda, Concha Méndez, amén del omnipresente Juan Rulfo y la Comala de Pedro Páramo, que también tuvo su puesta en escena este año.
La escenografía está bien construida a partir de tres elementos fundamentales: un piano, que se utilizan conscientemente y abiertamente; unas sillas, que se convierten en arbustos; y unos cactus elevados, que dan sensación de profundidad. Se dibuja un espacio simbólico interesante, aunque menos sofisticado que en la anterior producción. En breve, se trata de un ejercicio notable de adaptación con guiños muy afortunados a la tradición del exilio, que gustará al público general y a aquel con gusto historicista.
Cabe preguntarse por el interés que despierta Chéjov en los dramaturgos contemporáneos. Esta temporada se lleva Chéjov, ¿quién lo iba a decir? Además de ser un referente en el campo, da la sensación de que el simbolismo de carácter realista combina bien con los gustos de estos dos directores, de marcada rúbrica escénica alegórica y culturalista. Son dos ejercicios, el segundo más conseguido que el primero, de revitalización de los clásicos. Sin duda, sería de interés una puesta en escena que no hiciera adaptación, ni ejercicios de autoficción del maestro ruso.