Esperé hasta los 41 para perder la virginidad, pero ¿mereció la pena?
“En vez de ser adicta a evitar la comida, era adicta a evitar el sexo”.
Cuando cumplí los 40, ya había tenido citas con más de 100 hombres. Mis ligues, que podían durar una noche o un año, eran hombres desde 15 años más jóvenes que yo hasta hombres 15 años mayores. Salí con un físico, un capitán de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, un portero de club de striptease, un filósofo, un cantante de música country, un negociador para tratados de paz, un capitán de yate, un gestor de residuos, un atleta profesional, un pintor de paisajes agrarios, un bombero, un médico de urgencias, un exespía de la CIA, un ministro, un puñado de abogados y suficientes ingenieros para crear nuestra propia empresa.
Aunque intimé con más de estos 50 hombres, nunca hubo sexo con penetración con ninguno de ellos. No es porque estuviera esperando hasta el matrimonio ni conteniéndome por motivos religiosos. Los hombres con los que quedaba me atraían y fantaseaba con practicar sexo con algunos de ellos. Echando la vista atrás, es posible que las semillas de mi decisión me las hayan plantado las películas de Disney, las películas románticas y las canciones que romantizan la idea de esperar a tu héroe. Fuera cual fuese la razón, lo que tenía claro es que quería que la primera vez que practicara sexo fuese en una relación seria y con amor. Esa relación nunca apareció.
En 2013, escribí un artículo titulado Does My Virginity Have a Shelf Life? (¿Tiene vida útil mi virginidad?) para The New York Times que me cambió la vida. Además de los 600 comentarios que recibí en las primeras 24 horas, el artículo estuvo entre los 10 más compartidos del periódico durante una semana. Tanto feministas como misóginos arremetieron contra mi decisión de abstenerme del sexo en una cultura que claramente te dice que quien no practica sexo no es una persona completa.
Y entonces me invitaron al programa de Katie Couric para hablar de mi virginidad tardía. Durante una pausa publicitaria, Couric se acercó a mí y me preguntó si tenía el “síndrome de la princesa de cuento de hadas”.
“Deberías practicar sexo”, me dijo.
Me sentó como un azote en el corazón.
Salí de los estudios de NBC con una misión. No iba a seguir el consejo de Couric de perder la virginidad lo antes posible, sino que iba a averiguar si de verdad era una ilusa, como me había sugerido ella, una referente amorosa de Estados Unidos.
Empecé leyendo libros como La evolución del deseo, Pérdidas necesarias, Appetites, El poder de los hábitos y Maneras de amar. Ah, y también el clásico Sex and the Single Girl, cuya autora, antigua editora jefe de Cosmopolitan durante tantos años, Helen Gurley Brown, afirma: “Si no practicas sexo, estás acabada”.
Fui al psicólogo. Visité a un vidente de mi zona. Hablé con mi médico de cabecera. Quería saber si de verdad estaba enferma por querer practicar sexo con amor en una relación seria.
Descubrí que la mayoría de la gente piensa que esperar hasta tener una relación seria para practicar sexo es algo anticuado. “Además, ¿qué es una relación seria?”, me preguntó una amiga. “Al final todas terminan”.
Le mandé un correo al prestigioso doctor de la Universidad Rutgers, el profesor Barry Komisaruk, que estudia los orgasmos en mujeres con parálisis. Le pregunté si es cierto que el cerebro de las mujeres se activa de forma distinta según qué tipo de orgasmo haya tenido, ya que mucha gente me había dicho que si había practicado sexo oral o si me había masturbado, ya había tenido sexo. Le dije que buscaba pruebas de que lo que sentía era cierto, que tenía que reservar la penetración para el amor y el compromiso. En su correo me recomendó que escribiera a un colega suyo del Reino Unido cuyas investigaciones habían demostrado que el cerebro femenino se activa de distintos modos dependiendo de la actividad sexual realizada. Y seguidamente me escribió algo que nunca olvidaré: “Por mi experiencia, si tengo que tomar una decisión basada en mis sensaciones o en la ciencia, hago caso a mis sensaciones”.
Me puse en contacto con una virgen consagrada, alguien que me pareció que entendería mi deseo de guiarme por mis sentimientos. Cuando la conocí en la cafetería, me pareció como cualquier otra joven de 30 años. No vestía un hábito negro, pero sí que llevaba un anillo en el dedo anular. “María” había jurado el voto de castidad a través de la Iglesia Católica, pero, a diferencia de las monjas, vivía y trabajaba en el mundo secular ejerciendo de enfermera.
Soy cristiana, pero no católica, y no me estaba reservando para Dios, pero al ser una virgen de 40 años, tenía curiosidad por saber si ella también se había enfrentado a la misma oposición que yo a lo largo de su vida, si sus conocidos también pensaban que había algo mal en ella.
“Mi vagina no va a explotar si no practico sexo”, les respondió a un par de amigos que estaban preocupados por ella. Le dio un sorbo a su skinny latte y habló con franqueza sobre el camino que la había llevado a elegir una vida de castidad. “Anhelo el día en el que conoceré a Jesús”, me dijo.
Comprendí cómo se sentía. Yo también anhelaba conocer a alguien que me amara incondicionalmente, y creía en su existencia.
Seguí siendo abierta con la gente que conocía durante mi travesía.
Durante un road trip que hice por la Carretera 1 de California, paré en Café Kevah al pie del acantilado para disfrutar del Big Sur. Disfrutando de las vistas cerca de mí había un hombre mayor apoyado en su moto, un antiguo miembro de una banda de Chicago que se había convertido en asesor contra las adicciones. Como se suele hacer con un completo desconocido que conoces en la autopista y que probablemente no verás nunca más, nos contamos la historia de nuestra vida.
“Tienes anorexia sexual”, me dijo y me recomendó que leyera la web Sex & Love Addicts Anonymous, que describía mi “trastorno”. Deseaba practicar sexo, pero al decidir no hacerlo, tenía la sensación de que tenía el control cuando mi vida estaba fuera de control. No difería mucho de muchos de mis amigos que habían caído en el círculo vicioso de los trastornos alimentarios.
En vez de ser adicta a evitar la comida, era adicta a evitar el sexo. Y, al igual que cualquier otra adicción, la mía también provocaba adicciones secundarias. También era adicta a hombres que no buscaban compromiso. Los primeros tres hombres a los que había amado siendo veinteañera me dejaron por otra. Mi instinto de autopreservación me decía que si me iba a enamorar para que me abandonaran de nuevo, al menos conservaría mi virginidad.
Llámalo autosabotaje o vivir una profecía autorrealizada, pero me enamoraba de hombres que no estaban disponibles y hombres con los que sabía que nunca tendría sexo porque nunca se me habían declarado ni se habían comprometido a una relación seria. El firme ateo que nunca rezaba conmigo. El hombre con la vasectomía que no quería tener el hijo que yo sí quería. El hombre al que fui a ver en avión pero se olvidó de vaciar la papelera del cuarto de baño en la que sobresalía un condón usado. El hombre con depresión que nunca podría quererme porque no se quería a sí mismo. Supe que había tocado fondo cuando conocí al marido frustrado. Nunca encontraría a don Correcto si seguía buscando a don Indisponible.
Me moría por la intimidad emocional que en el fondo deseaba. Tuve que conversar con un rabino ortodoxo para darme cuenta.
El rabino Manis Friedman, autor de The Joy of Intimacy, me dijo: “La gente es adicta a la comida rápida y eso no va a calmar su hambre, sobre todo si les faltan nutrientes. Diez minutos después, vuelven a tener hambre. Puedes vivir toda tu vida sin sexo, pero no sin una intimidad verdadera”.
Mi psicólogo me ayudó a darme cuenta de que mantenía una relación abusiva conmigo misma y no dejaba de vivir en un estado intenso pero vacío de anticipación. Un anhelo disfrazado de esperanza estaba robándome un tiempo muy valioso. Todas las noches durante seis meses escribía en mi diario: “Estoy preparada para una relación íntima con amor, me la merezco”. Y apareció.
En verano de 2018 conocí a un geólogo y corredor de montaña mientras tomaba margaritas en una azotea con unos amigos. Acababa de terminar otra de mis relaciones imposibles con un hombre con pareja y Dave se había divorciado hacía seis meses después de 18 años de relación.
Este tío de pelo largo y exbatería de Long Island no era mi tipo. De hecho, me respondía a las llamadas y los mensajes. Era tan buen comunicador que incluso sus ojos azules grisáceos cambiaban de color dependiendo de su humor. En nuestra tercera cita, me llevó en coche al aeropuerto y me acompañó hasta el control de seguridad. Sentí una chispa diferente, pero no una nube de mariposas.
Un amigo predijo que sería una llama pequeña que crecería, pero yo no sentía que eso fuera amor. Parecía demasiado sencillo. ¿Dónde estaba esa ansiedad que siempre había asociado al amor? ¿Dónde estaba el miedo a que me dejara?
Mi atracción hacia su transparencia y su disponibilidad creció. A diferencia de mis anteriores relaciones con otros hombres, confié en él completamente antes de enamorarme.
Tras dos meses saliendo juntos, Dave me dijo que merecía la pena esperar por mí. Ya me habían dicho eso antes y luego habían perdido el interés. Pero unos meses después, en la cena, me cogió la mano y me dijo lo que ningún hombre me había dicho todavía. “Te mereces que te quieran”. Me tomé de un trago una sidra de aronia, miré hacia otro lado y noté que todos los músculos de mi cuerpo se encogían. Quería salir corriendo.
En vez de eso, me quedé sentada muy quieta en una situación que me resultaba muy poco familiar: aprendiendo a recibir y devolver amor con un hombre que me miraba con los brazos abiertos. Decidí que haría un intercambio positivo por mi virgnidad: iba a reemplazar mi adicción al rechazo por un deseo sano de ser amada.
No me apetecía practicar sexo un martes cualquiera por la noche y después levantarme el miércoles para ir a trabajar. Quería que fuera un momento especial, como había planeado hasta el momento. Dave y yo empezamos a pensar en posibles destinos.
Diez meses después de nuestra primera cita, cogimos un vuelo a la Polinesia. Huahine, la segunda de las cinco islas que visitamos, es conocida como la isla rebelde porque fue la última de las 118 que sucumbieron al control de Francia. Al llegar, nuestro taxista nos dijo que el nombre de la isla significa literalmente sexo de mujer. “Este es el lugar”, me dije.
Habían pasado tres años desde la última vez que Dave había practicado sexo, así que, en cierto sentido, él también sintió que se estaba estrenando. Me sorprendió con una baraja en la que cada carta representaba una postura distinta. Hicimos tres montones: “Pan comido”, “incómoda, pero la probamos igualmente” e “imposible”. Me puse ropa interior rosa de rejilla y encendí una vela.
Mires adonde mires en Huahine, hay algo sagrado: flores rojas de hibisco, la silueta de una mujer embarazada que dibujan sus montañas, los marae de piedra que marcan lugares donde tenían lugar rituales antiguos e incluso las anguilas de ojos azules, que portan las almas de los ancestros. Al igual que todo esto es sagrado para los polinesios, conocer el sexo en una relación de amor fue sagrado para mí, pese a lo que tanta gente me ha intentado decir durante tantos años.
Hicimos el amor en nuestro bungaló con vistas a una laguna turquesa. El sexo se convirtió en una metáfora para el descubrimiento. Mi primera vez fue incómoda y hubo mucho juego, pero la pasión aumentó a medida que seguimos practicando durante ese día.
Recorriendo la densa jungla de Huahine con nuestro guía descalzo, me sentía indescriptiblemente realizada. Un hormigueo de paz me recorría el cuerpo entero. Haber practicado sexo en la relación seria que había deseado me parecía liberador. No me preocupaba si querría volver a verme al día siguiente, si me devolvería las llamadas o si se estaba viendo en secreto con otra (u otras) personas.
El gran salto de fe del verano pasado me trajo una avalancha de cambios monumentales. Pocos días después de perder la virginidad en Huahine, Dave me sorprendió pidiéndome matrimonio. Dos meses después, nos casamos en una pequeña ceremonia junto al hospital de mi abuela tres días antes de que falleciera. Ahora, con 42 años, estoy embarazada de 4 meses.
¿Mereció la pena la espera?
Mi larga experiencia como virgen me hizo descubrir cosas de mí misma que quizás nunca habría conocido si me hubiera acostado con el primer tío que me hubiera insistido. Me ha llevado mi tiempo y he tenido que esforzarme para acabar con mis conductas autodestructivas y permitirme ser querida.
Nunca consistió en el sexo. Nunca consistió en esperar al hombre adecuado. Consistía en esperar a que apareciera una versión sana de mí misma. La que se dio cuenta de que merecía algo más que migajas. La que detectó el vacío de su espera. La que buscó el amor y no el rechazo. La que fue capaz de aceptar ese amor.
Esa espera sí que mereció la pena.
Amanda McCracken es periodista independiente. Está escribiendo un libro titulado How Longing Became My Lover. Descubre más sobre ella en Instagram @amandajmccracken y en su página web www.amandajmccracken.com.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.