España, una potencia mundial con ciudadanos que pasan hambre y frío, se permite el lujo de donar millones en materia de cooperación exterior
La campaña del banco de alimentos navideña nos viene a recordar que en nuestro país millones de personas sufren lo indecible y están por debajo del umbral de pobreza.
España, que está considerada una auténtica potencia mundial a nivel internacional, conforme a criterios universales de protección social, seguridad jurídica, derechos humanos, calidad democrática, libertad de expresión, condiciones de libre mercado y otros muchos baremos o ratios de bienestar en el mundo occidental, goza del triste honor de ostentar la segunda tasa de pobreza severa más alta de la Unión Europea. Y ahí están los datos y las cifras que refrendan esta afirmación.
En nuestro país, más de doce millones de personas están en riesgo de pobreza o exclusión social, de acuerdo con un informe publicado por la Red Europea de Lucha contra la Pobreza en 2018, que sitúa a España con la séptima tasa de pobreza más alta de Europa. Y os preguntaréis, pero ¿cómo se mide la pobreza en Occidente? Pues en términos de la capacidad individual o colectiva para hacer frente a gastos tan imprescindibles e innegociables como el pago de la vivienda, la cesta de alimentos básicos o la calefacción en invierno
Mirad, en nuestro país hay tantos hogares con individuos que no llegan a los 355€ mensuales y familias con dos adultos y dos niños que no alcanzan los 746€, que no hace falta ser un economista tan reconocido como Samuelson, Friedman, Keynes o Stiglitz para comprender la miseria y las privaciones a las que están sometidos millones de nuestros compatriotas, familiares, amigos y vecinos.
No es que sea difícil, es que resulta casi imposible conocer cuánto dinero destina el estado español a la ayuda exterior para mejorar la vida de los ciudadanos de otros países. Así, de pasada, he dado con un informe de Oxfam Intermón de 2018 que cifra en 2.146 millones de euros la aportación española en esta materia.
Bien, pues ahora llega el momento de la contextualización. En 2018 un total de 19,5 millones de personas presentaron su declaración de impuestos, y según el INE en 2019 había en torno a 18,5 millones de hogares en España. Luego —soy de Letras, no lo olvidéis— haciendo números me resulta que cada familia española podría disponer de casi 9.000 € para hacer labor social a voluntad si erradicáramos el gasto de ayuda al exterior.
Dado que en España hay más de 12 millones de personas en riesgo de exclusión, si los 19 millones de españoles contribuyentes pudiéramos anular el total de la cooperación exterior para aplicarlo de forma correctiva en nuestra ‘pobreza’ doméstica, me resulta que cada individuo en riesgo de exclusión podría percibir 113 € más al año de cada uno de nosotros. Sí, lo sé; no es un gran qué, pero desde luego es mucho más de lo que reciben la actualidad.
Pero con independencia del ‘pellizco’ económico de más que pudieran recibir las personas que en este momento se hallan en una situación de vulnerabilidad, mandan los principios. ¿Con qué cara, con qué argumentos o de qué excusas peregrinas nos valdríamos para explicarle a aquellos que vemos a diario que preferimos donar dinero al extranjero antes que ponerlo al servicio de nuestra gente, que tanto lo necesita?
El Estado es ruin, vanidoso y superficial. Prefiere hacer gala pública, notoria y universal de una generosidad a nivel internacional sin límites cuando en estas mismas fechas nuestra gente más necesitada se resguarda aterida de frío en cajeros o estaciones de metro para recogerse sobre camastros de cartón; cuando muchísimas personas mayores carecen de recursos para tener una fuente de calefacción encendida todo el día; y cuando aún hoy en día, hay madres que prefieren comer un poco menos para que lo hagan sus hijos.
No evoco a Dickens. Esta es nuestra realidad, y es del todo impresentable y miserable. ¿Para qué pagamos nuestros impuestos? ¿Para qué? Personalmente, entiendo que el Estado tome mis aportaciones para mejorar la vida de mis conciudadanos, y no para enviar a dinero a otros países, incluso con recursos (por ejemplo, Venezuela, sexto productor de petróleo del mundo, al que en los últimos 20 años le hemos hecho aportaciones de capital brutales que —reconozco— no he sido capaz de poder documentar en este artículo).
Y volvemos al tema del banco de alimentos. Esta iniciativa, nacida en 1967 en Phoenix, Arizona, tuvo una visión única: aprovechar aquello que se desperdiciaba por la cercanía de sus fechas de caducidad, excedentes de producción y/o de cosechas o por defectos de envasado para alimentar a personas sin recursos. En España no tuvimos conocimiento alguno hasta 1987 en Barcelona y 1993 en Madrid.
Pero el fenómeno que conocemos los españoles es un tanto distinto: nos iluminan las luces navideñas y al amparo del buenrollismo de estas fechas se nos invita a que colaboremos aportando legumbres, aceite, conservas, pastas y arroces para la misma causa anteriormente descrita… Y aquí lo mismo cortocircuitamos: ¿pero no pago ya yo impuestos precisamente para que aquellos de nosotros que no pasan por un buen momento puedan seguir adelante? Es más: ¿y por qué en Navidad? Tenemos un clima envidiable —sin duda—, pero aquí ni los cocos ni las guayabas caen de los árboles cuando hace calor… ¿Qué pasa? ¿Qué a la gente que lo pasa mal sólo le importa alimentarse bien en noviembre y diciembre?
No, amigos. No es así. Entre todos aportamos al fisco más de 200.000 millones de euros en 2018, que es una auténtica barbaridad. Otra cosa es que, como ciudadanos libres, contribuyamos con estas campañas de buen grado, movilizándonos con cariño para ayudar a quienes necesitan de nuestra ayuda hoy.
¡Ah! Y no os lo perdías: hay quien llama a esta campaña de recolección de alimentos ‘caridad disfrazada’. En fin, me ahorro el calificativo para no poner en apuros a la persona de El HuffPost que tiene que editar esta artículo, pero sé que vosotros probablemente tenéis en mente el mismo adjetivo.