España se queda sin cordón sanitario contra la ultraderecha: ¿Y qué hace el resto de Europa?
El PP ha llegado a ofrecer hasta sus votos a Vox para la Mesa del Congreso, algo impensable en Alemania o Francia, donde tienen claro el "no pasarán"
Desde el pasado martes, la ultraderecha está presente en la Mesa del Congreso de los Diputados, el órgano de gobierno de la vida parlamentaria. En la tribuna elevada estará sentado Ignacio Gil Lázaro (Vox) como, nada más y nada menos, que vicepresidente cuarto de la institución.
El PSOE llevaba semanas intentando una fórmula para excluir a la ultraderecha y hacer un cordón sanitario en las instituciones, como pasa en otros países europeos. Pero el PP se negó en rotundo e incluso llegó a ofrecer sus votos a los de Santiago Abascal para un gran acuerdo para repartirse sillas en la Mesa.
En el Partido Popular lo tienen claro: nada de cordón sanitario. Nada de hacer un Angela Merkel o Emmanuel Macron contra la ultraderecha. Ya se ha visto en comunidades autónomas, donde se ha pactado con Vox para lograr las presidencias de Andalucía, Murcia y Madrid, por ejemplo. Pero ahora tocaba la prueba a nivel nacional.
Los populares han rechazado repartirse los puestos junto al PSOE, UP y Cs con un pacto previo. Los socialistas lo intentaron hasta el último minuto en la sesión constitutiva de las Cortes. La teoría de Génova es que los votos de Vox son tan válidos como los otros y, además, Pablo Casado repite tanto en público como en privado que hacer un cordón sanitario a Abascal va a tener un efecto contrario: crecería todavía más. Por eso también reniega de una gran coalición: pondría a UP y Vox en ese mismo momento como las alternativas de Gobierno para las siguientes elecciones.
Pero rechazar ese cordón tampoco le ha salido barato a Casado. Se ha encontrado con que Vox se ve muy fuerte, sueña con el sorpasso al PP, y ha rechazado el pacto de los populares, al incluir en la ecuación a Ciudadanos. El Partido Popular no ha hecho buen negocio en ese intento fallido a tres bandas de España Suma.
Los votos de Vox fueron suficientes para poder aupar a su candidato como vicepresidente cuarto. Por cierto, un Ignacio Gil Lázaro que viene precisamente del PP, fue el azote contra Alfredo Pérez Rubalcaba durante años y estuvo en la propia Mesa desde 2004 hasta 2015 representando a los populares. La falta de acuerdo entre las derechas tuvo también otra consecuencia: al final el lado progresista logró un puesto más del que esperaban (seis para PSOE y UP frente a dos del PP y uno de Vox).
Las relaciones han quedado tocadas entre la derecha y la ultraderecha, pero sí han servido este arranque de las Cortes para saber que nada de cordones sanitarios en España. La táctica de Casado sigue en este momento enfocada en no dañar a Vox e intentar extender la idea de que no se podrá echar al PSOE de La Moncloa si no vuelve la unión de la derecha. Los populares han subido respecto a abril, pero el crecimiento más espectacular ha sido el de la ultraderecha, que ya es la tercera fuerza de Parlamento con 52 parlamentos.
España se queda, por lo tanto, sin ese cordón sanitario para combatir a esta fuerza machista, homófoba y racista. ¿Y qué pasa en el resto de Europa? ¿Sirven para algo esos cordones? ¿Cuál es la mejor receta para luchar contra la ultraderecha?
Los grandes lo tienen claro: el enemigo, ni agua
Aunque siempre hay excepciones, en Europa la idea de pactar con la derecha extrema o de dejarle tocar poder es directamente un tabú, no se contempla. Porque hablamos de naciones que han sufrido mucho, en carne propia, las consecuencias del auge del fascismo, porque no hay unas escisiones bloquistas tan intensas como en España, porque la dinámica del pacto está más asentada. Pragmatismo, valores, unidad. Todo suma para construir cordones que asfixien a los radicales.
Los casos más claros de cerco se dan en los dos grandes, Alemania y Francia. En el primer caso, los ultras de Alternativa para Alemania (AfD) son la tercera fuerza parlamentaria y la primera de la oposición, ya que el Gobierno se sustenta en una alianza entre los conservadores de Merkel y los socialdemócratas. Podrían, por tanto, ostentar un poder notable en el Bundestag (Parlamento), pero no es el caso. Sus diputados están presentes en 24 comisiones permanentes, pero no ocupan puestos de responsabilidad, ni siquiera la vicepresidencia de mesa que por aritmética (tienen el 12,6% de los votos) le correspondía.
Los demás partidos se han encargado de hacerles el vacío, hasta el punto de que está mal visto que haya hasta trato personal con esos parlamentarios. Se ha llegado a votar hasta en una decena de ocasiones el nombre de uno de los propuestos por AfD, tratando de rebajar el perfil radical del candidato al puesto, que sea “el menos nocivo”, dicen los demócratas. En las últimas semanas se ha dado además un caso que ilustra bien ese aislamiento: los legisladores despojaron a un político de extrema derecha de su papel como presidente del comité parlamentario, el de asuntos legales. Había hecho comentarios ampliamente condenados como antisemitas. No había pasado algo así en los últimos 70 años.
Esa política de “al enemigo, ni agua”, se ha trasladado también a las regiones y ayuntamientos: el pasado junio, la AfD se quedó sin su primera alcaldía, la de Görlitz, porque todas las fuerzas se unieron para impedirlo.
En el caso de la CDU, la formación de Merkel, es que el debate no puede plantearse siquiera, porque el año pasado aprobó una moción que excluye cualquier tipo de acercamiento a estas fuerzas. Y, sin embargo, en los últimos meses están apareciendo pequeñas grietas en el cerco: los innegablemente buenos resultados de los ultras y la enorme fragmentación política, que complica los acuerdos de gobernabilidad, han llevado a coqueteos puntuales con la Afd, tajantemente segados por las cúpulas de los partidos.
En el caso de Francia, la dinámica es parecida. Allí llaman al cordón sanitario “frente republicano”, dejando claro quiénes están dentro del sistema que defiende el sistema, la democracia, y quienes no (mucho más claro que nuestra manoseada etiqueta de constitucionalistas). La orden es que no se hacen alianzas con los ultraderechistas (algo que no es nuevo, proviene de los tiempos del viejo Jean Marie Le Pen y del presidente Jacques Chirac) y eso lleva a sumar izquierdas y derechas, por encima de las diferencias.
En su Asamblea, hay tres partidos ultras representados, dos con apenas un escaño cada uno más la Agrupación Nacional de Marine Le Pen, con 8 de 577 escaños. Tienen poco peso y menos que les dejan tener, porque no tienen ni un cargo en la Cámara, ni en secretarías ni en comisiones permanentes. De 36.000 municipios que hay en el país, los de Le Pen apenas mandan en 14, y no tienen ni un gobierno regional, y eso que en 2015, en las regionales, fueron los más votados. Los demás lo han impedido. Lo mismo ocurrió en las elecciones presidenciales, que ante la disyuntiva Marine Le Pen - Emmanuel Macron, el voto se concentró en el liberal, aún con la nariz tapada.
También en el país vecino hay versos sueltos que se escapan, republicanos a los que pillan cenando con la otra mujer fuerte de la ultraderecha, Marion Maréchal, sobrina de Le Pen. Pero la reprimenda posterior les quitó las ganas de confraternizar más.
En Finlandia y Suecia también se apuesta por cerrarles el ascenso a estos partidos. Hasta cinco partidos tubo que sumar el socialdemócrata Antti Rinne para evitar a los Verdaderos Finlandeses, segunda fuerza. Sin embargo, esa precaria alianza acaba de fallar y justo el martes pasado se vio obligado a dimitir. No se esperan elecciones, sino un relevo en la cúpula. En Estocolmo llevan ya dos legislaturas frenando a los ultras, los Demócratas Suecos, terceros en el Parlamento, pero a costa también de un Gobierno en minoría poco estable en el que la entrada de Los Verdes salvó la repetición electoral. No todos los cordones se forjan con la fuerza del alemán y el francés.
En el Parlamento Europeo tampoco hay clemencia. En julio pasado, los principales grupos se pusieron de acuerdo y excluyeron a los candidatos ultras a presidir o vicepresidir las comisiones. También se vetó a miembros de partidos de derecha, que aún algunos no califican de ultras, como el Fidesz de Hungría o Ley y Justicia de Polonia, que violentan con sus medidas los valores esenciales de la Unión. Las quejas del grupo Identidad y Democracia, enarbolando sus 21 millones de votos el 26-M, no valieron de nada.
Los que sí les dan la mano
Europa tiene, también, ejemplos de connivencia con la ultraderecha. En el caso de Italia, por ejemplo, los populistas de Cinco Estrellas no tuvieron reparos en pactar el Gobierno nacional con la Liga de Matteo Salvini. Sin embargo, el ansia de poder del ultra le llevó a tensar la cuerda tras 18 meses de pacto, pensando en un adelanto electoral, en arrollar en las urnas, y la jugada le salió mal: tras un tiempo en el que mostró su verdadera cara en el poder, los demás le hicieron frente y hoy hay un gabinete, cogido con alfileres, entre Cinco Estrellas y los socialdemócratas.
Están ya fuera del Ejecutivo, pero siguen en las instituciones. En el Parlamento, forman parte de la mesa porque es obligado que todos los partidos que formen grupo tengan un representante en ella (haya dos grupos o haya 20). Algún nombre un poco polémico se ha vetado, pero en general tienen a quien ellos quieren. Complicado pararles los pies a formaciones como la Liga o los Fratelli d´Italia que, en realidad, comenzaron como nacionalistas, incluso con toques de centro, y que llevan décadas en la vida política del país, gobernando en ayuntamientos y regiones (12 de 20) y ayudando incluso al exprimer ministro Silvio Berlusconi en Roma.
En Austria pasa un poco igual, porque la derecha radical lleva décadas siendo tercera fuerza del país, hasta que recientemente llegó a ser segunda. Como en Italia, no hay debates sobre cordones, es algo de la Europa donde el crecimiento ultra es más reciente. El primer ministro, Sebastian Kurz, se apoyó en el Partido de la Libertad (FPÖ) en la pasada legislatura y acabó mal, con un escándalo de corrupción que sacó a los ultras del poder. Hubo que ir a elecciones, en septiembre, y la formación de Gobierno aún sigue pendiente, aunque esta vez los contactos de Kurz son con los Verdes.
En el norte de Europa, tan dado a las sumas para excluir a los ultras, Noruega es la excepción, con el Partido del Progreso ocupando grandes carteras como el esencial Ministerio de Petróleo durante las dos últimas legislaturas.