Esos niños no son míos
Cada vez voy menos de excursión con mis alumnos. Y mira que siempre intento olvidar la última experiencia y darle una nueva oportunidad a la siguiente generación que pasa por mis aulas. Pero, normalmente, vuelvo arrepentido.
Como todo en educación, esta sensación depende extraordinariamente del contexto: suelo trabajar en institutos con determinado nivel, tanto de conflictividad como académico y, quieras que no, se nota cuando sales del centro.
Pero si hay algo que se repite cuando vas de excursión con los chavales es que todos los profesionales por los que pasa el grupo de alumnos piensan que su comportamiento es tu responsabilidad: oiga, ¡que estos niños no son míos!
Esta percepción irrumpe de nuevo en el debate sobre el reparto de las dos tareas fundamentales que llevamos a cabo en los centros educativos: la enseñanza de una materia determinada y el refuerzo educativo de las conductas que nos permiten vivir en sociedad, es decir, la educación tal cual la plantea el diccionario.
Desde mi punto de vista, un profesor no debe educar, sino reforzar lo que el alumno debe traer aprendido de casa; claro que, si enfocamos bien el asunto, esto también es educar. Pero no son pocas las familias que delegan esa responsabilidad en los docentes.
Cuando afirmas esto suele pasar un hecho muy curioso: las primeras familias que se ofenden son las que más educan a sus hijos, mientras que las que más se tendrían que dar por aludidas, pasan del tema, como de todo en general. Entonces se produce un debate inútil: ese que media entre el docente que, con razón, se queja de la falta de educación de su alumnado y aquellas familias que, con razón también, dicen que ellas sí educan a sus hijos en casa. Oiga (insisto), que no estoy hablando de sus hijos.
Hace unos meses fui al teatro con mis alumnos: hablaban durante la proyección (aunque fuera un teatro, fuimos a ver una película), se tiraban cosas (sobre todo los chicles mordidos), vitoreaban algunas escenas como si de espectadores del Coliseo romano se tratara y, ojo al dato, ponían porno a todo volumen en sus teléfonos móviles.
Los monitores y responsables del teatro no tardaron en afear la conducta y llamar la atención... ¡a los profesores! Oiga, ¡que esos niños no son míos! Yo les enseño Lengua y Literatura, intento reforzar lo que sus familias les han intentado enseñar en casa; pero mi autoridad es muy limitada: en Andalucía, los docentes ni siquiera somos considerados autoridad. En muchos centros, además, los partes disciplinarios son papel mojado.
Más allá del respeto que cada docente se gane entre sus alumnos, contamos con pocas herramientas. Por eso me escama tanto que, encima, se me llame la atención por el comportamiento de determinados alumnos con los que convivo, de lunes a viernes, durante nueve meses.
Yo ya sé que son así, y veo bien que el resto de la sociedad, aunque sea solo el día concreto de una excursión, se entere de lo que hay dentro de determinadas aulas para que vean cuál es gran parte de la realidad del sistema educativo. Ese en el que, cuando vas a elegir centro, te encuentras con que hay más institutos malos y regulares que buenos, donde cada vez es más difícil desempeñar tu trabajo y donde cada vez los alumnos aprueban haciendo y sabiendo menos.
Por todo ello, cuando algún compañero me pregunta si quiero ir de excursión, suelo responder, no sin pena, que no.